jueves, 15 de octubre de 2020

Promesa: Prólogo Primera parte

 El sonido del teléfono era incesante y agudo. Pedro Alfonso se incorporó, sobresaltado, y miró el despertador. Los números rojos marcaban las cuatro de la mañana. Una llamada a las cuatro de la mañana no podía anunciar nada bueno. Levantó el auricular, preparado para lo peor, pero esperando que fuese un borracho que había marcado mal el número.


–¿Dígame?


–¿Tío Pedro?


Los últimos vestigios de sueño desaparecieron. Pedro se sentó en la cama y apartó las sábanas de un tirón antes de buscar el interruptor de la lámpara, como si la luz pudiera ayudarlo.


–¿Valentina?


–Perdona que te haya despertado. Quería hablar contigo antes de irme a clase.


¿A clase? ¿A las cuatro de la mañana? Entonces recordó. Su ahijada estaba en el primer año de universidad, en Ontario, a cuatro mil kilómetros de casa… y a tres horas de diferencia con Calgary.


–¿Te pasa algo?


–No, estoy bien –contestó ella, con cierto temblor en la voz.


–¿Qué pasa, Valu? –insistió Pedro, usando instintivamente el nombre que le había puesto cuando era pequeña porque sabía que eso la haría sentir segura. Pero enseguida lo lamentó porque eso le recordó el triciclo, sus coletas… días que se habían ido para siempre. Días felices, sin complicaciones.


–Estoy preocupada por mi madre.


Pedro tragó saliva, con el corazón encogido. 


–¿Qué pasa con tu madre?


–¿Sabes que ha vendido la casa?


¿Paula había vendido la casa? ¿A través de terceras personas, sin contar con su agencia? ¿La inmobiliaria que también había sido de su difunto marido? ¿La empresa era suya y no la había usado?


–No, no lo sabía.


–Ha comprado una… una chabola. Se ha comprado una casucha en Bow Water, tío Pedro. Me ha enviado una fotografía por e-mail –contestó su ahijada, fingiendo que le daban arcadas. Ésa era su pequeña Valen, a pesar de la sofisticada fachada de chica universitaria.


Valentina había crecido rodeada de lujos en una mansión de siete mil metros cuadrados frente al río Elbow, y lo que ella consideraba una chabola sería, seguramente, una casa más que decente para la mayoría de los seres humanos. Pero Bow Water no era un barrio recomendable. ¿Por qué habría comprado Paula una casa allí?


–Ya se ha mudado –siguió Valentina–. Ni siquiera me ha dado oportunidad de despedirme de la casa, tío Pedro… ni siquiera he podido recoger mis cosas. Y también ha vendido el coche.


–¿El Mercedes? –exclamó él. 


Paula no podía tener problemas económicos. Era imposible. La empresa iba viento en popa.


–Bueno, sigue teniendo un coche de la casa Mercedes, pero… tendrías que verlo para creerlo –Valentina lanzó un dramático suspiro–. Se ha cortado el pelo y… yo creo que ha perdido la cabeza.


Pedro empezó a preguntarse si eso era verdad. Paula Chaves había sobrevivido a una horrible tragedia al perder a su marido trece meses antes y ahora su única hija la dejaba sola para ir a la universidad… ¿Podría estar pasando por un mal momento emocional? No, imposible, pensó. Paula era una mujer refinada, siempre compuesta, siempre en su sitio, siempre elegante. Incluso en medio del caos, había conservado la calma como si fuera intocable, inamovible, una roca en medio de la tormenta. Era la última persona en el mundo que perdería la cabeza.


–¿Qué quieres que yo haga, Valu?


–¡Ir a hablar con ella! –exclamó su ahijada, impaciente.


–Muy bien. Iré a verla antes de ir a la oficina.


Por el suspiro que oyó al otro lado del hilo, Valentina esperaba algo más de él. 

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