Pero estaba enredando su vida con la de Paula y eso era más de lo que le había prometido a Valentina. Aunque le gustaba ella. Siempre le había gustado. Y siempre había sabido que se había casado con un hombre que no era para ella. Un hombre que no la merecía. Pedro dejó escapar un largo suspiro. Paula lo miró y él temió por un momento que pudiera leer sus pensamientos. ¿Por qué le había preguntado antes si salía con alguien? ¿Cuántas razones podía haber para que una mujer le hiciera esa pregunta a un hombre? Se le ocurrió entonces que, aunque Paula y él se conocían desde hacía mucho tiempo, aquél era territorio nuevo para ambos. Por primera vez, ninguno de los dos estaba con nadie… ¡Y él se había ofrecido a hacerle galletas! ¡Eso, para una mujer viuda, debía de ser prácticamente una pedida de mano! Y si había algo que él no pensaba volver a hacer nunca era casarse. Cuando firmó los papeles del divorcio enterró una parte de sí mismo. La parte que podía resultar herida por otra desilusión.
Y, la verdad, le gustaba estar solo. Le gustaba la libertad de tomar su moto e ir donde le viniera en gana sin tener que dar explicaciones a nadie. Le gustaba poder reservar una habitación de hotel en Borneo o en México. Le gustaba despertar de madrugada y ponerse a jugar al ajedrez por Internet. ¡A Pedro Alfonso le gustaba ser soltero! Y ese algo que había sentido en la habitación de Paula podía poner en peligro su libertad. Pero no debía preocuparse. Por la expresión de Paula, preferiría compartir coche con Atila, el rey de los Hunos. Poco después entraron en la zona de Mount Royal, sobre una colina al sur del centro de la ciudad. Creado entre 1904 y 1914, había sido un barrio de lujo desde el principio. Los jardines eran grandes, las casas hermosas, las calles flanqueadas por árboles. A pesar de alguna construcción que no pegaba nada, seguía siendo un sitio para gente con dinero. La casa más barata se vendía por un millón y medio de dólares y por algunas se pagaba hasta tres veces esa cantidad. Pedro detuvo el coche frente a la casa O’Brian, una construcción típica de la zona. Tenía porches cubiertos en los dos pisos, grandes ventanales con los cristales emplomados originales y un enorme jardín. A pesar de la alegría que le daba ver una casa tan bonita, no pudo evitar un gemido. Porque la otra mujer en el mundo que lo veía como a Atila estaba sentada en el porche de su casa, en una mecedora, como si aún fuera siendo la propietaria.
–Ahí está Diana. Ten cuidado. Seguramente tendrá una escopeta de perdigones.
Diana, por supuesto, tenía el aspecto de una ancianita encantadora, de modo que Paula lo fulminó con la mirada y salió del Cadillac como si oliera mal.
–Paula Chaves, Diana Housewell –las presentó Pedro cuando la anciana bajó los escalones para recibirlos.
Lo que habría querido decir era: «Diana, sal ahora mismo de mi propiedad», pero no quería que Paula supiera lo malvado que podía ser.
–Antes me llamaba O’Brian –explicó la mujer, para dejar claro que aquella mansión había sido suya.
–¿Ah, sí? ¿Le importaría enseñarme la casa? –sonrió Paula, tomando el brazo de la mujer.
–Por supuesto –contestó ella, mirando a Pedro con cara de satisfacción.
Fue él, naturalmente, quien abrió la puerta y luego las dos mujeres se dedicaron a explorar, dejándolo atrás.
El abuelo de Diana había sido el primer propietario de la casa y cada una de las habitaciones tenía una historia, pero el estado del interior era terrible. Los suelos de madera necesitaban ser pulidos con urgencia, las paredes estaban desconchadas, había que cambiar las cañerías y el cableado eléctrico… La cocina había sufrido grandes daños después de la rotura de una cañería y algunas de las paredes seguían empapadas, de modo que todo olía a humedad. Pero la estructura de la casa, la escalera, los cristales emplomados, los techos altos, los detalles arquitectónicos que ya nadie podía permitirse… en resumen, que era maravillosa. Pedro conocía bien el mercado de Calgary y, aunque tuviera que invertir cien mil dólares para reformarla, merecería la pena porque después habría centuplicado su precio. Cuando miró a Paula, ella le devolvió una mirada casi sin querer. También ella amaba las casas antiguas, las que habían visto pasar generaciones y generaciones; en fin, las que tenían personalidad.
–¿Tiene fotografías antiguas de la casa, Diana? –le preguntó.
–Cientos de ellas.
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