Pedro despertó temprano, perdido entre un sueño delicioso y unos recuerdos estupendos de las últimas horas. Paula y él habían hecho el amor otra vez en medio de la noche. Y se habían tomado su tiempo... haciendo turnos. Y cuando la tuvo entre sus brazos, dormida, se sintió más feliz que nunca. Él solía dormir con una mano debajo de la almohada, otra encima y una pierna sobre las sábanas, dispuesto a salir corriendo si era necesario. Pero esa mañana despertó hecho una bola, calentito, seguro, con sus brazos alrededor de... Una almohada. Pedro la apretó. Sí, no había duda, era una almohada. ¿Dónde estaba Paula? Había despertado solo en la cama todas las mañanas de su vida. Incluso cuando salía con alguna chica, ninguna se había quedado a dormir. Nunca. Primero porque no quería molestar a su hermana y, cuando se mudó a Sorrento, para evitarse problemas. Pero aquella mañana, al ver que Paula no estaba a su lado se sintió... solo. Se había ido. Después de lo que hubo entre ellos por la noche, ella se había ido. Aún podía oler su perfume en la almohada. Y si cerraba los ojos, podía sentir el calor de su piel. Sabía sin la menor duda que se había ido para protegerse. Pero si él era el hombre que debía ser, si era el hombre que Paula esperaba que fuera, iría a buscarla. Hasta los confines de la tierra si era necesario. De modo que se levantó de un salto y se dió la ducha más rápida de su vida. Quizá porque ahora el suave «te quiero» que había oído antes de quedarse dormido era la banda sonora de su vida.
Paula estaba sentada al borde de la cama, mirando un nido de pájaros en el alféizar de la ventana. La madre iba y venía llevando gusanos para los pequeñines, que levantaban la cabeza, airados, abriendo mucho el pico para recibir su alimento. Había llegado el verano, pensó. ¿Cuándo había llegado? ¿Habían pasado seis meses desde aquella noche, cuando hizo la maleta a toda prisa y se alejó de Melbourne, de su vida, de sus amigos, de su marido? Le parecía como si fuera el día anterior, cuando abrió la maleta y descubrió que había llevado sujetadores y bragas para tres personas, pero ni pasta de dientes, ni crema para la cara, ni gel de baño, ni esponja... Había guardado mil camisetas, montones de vaqueros y un vestido de lentejuelas que jamás podría ponerse en Sorrento, pero ni un solo par de zapatos. Sólo unas sandalias de tacón y unas zapatillas de deporte. Recordaba que había caído al suelo, llorando amargamente, mirando aquella habitación vacía, con Smiley a su lado, tocándola con el morrito para comprobar que estaba bien. Y ahora tenía una cama, un estéreo, una panorámica de la playa, un hombre complicado del que se había enamorado por completo y una nueva carta del banco diciéndole que tenía que pagar el recibo de la hipoteca o podía despedirse de Belvedere. Miró el trozo de papel pintado que se desprendía de la pared. Furiosa, se levantó y tiró del papel con las dos manos, dejando al descubierto una pared pintada de color azul. Pero al menos la casa no se le había caído encima. Algo era algo.
-Muy bien. ¿Te sientes mejor ahora? -murmuró.
-¿Paula? -oyó una voz abajo.
Bien, tenía que empezar a cerrar la puerta. Belvedere se había convertido en el metro de Sorrento. Pero su corazón empezó a latir con fuerza. Porque era Pedro. Había sabido que iría a buscarla, pero no esperaba que lo hiciera tan pronto. Salió de la habitación e iba a bajar la escalera cuando se chocó con él.
-Cuidado...
-Paula...
-Pedro.
-Te fuiste de mi casa -la acusó él.
-Sí, lo sé. Me pareció lo mejor.
-¿Por qué?
-No me debías el desayuno, ya me diste de cenar. Pedro, de verdad, no pasa nada. Estoy bien... Estamos bien. Es que no quería que pensaras que yo...
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