Al menos, esperaba que la reacción fuese por el frío. Paula cruzó los brazos firmemente para cubrir ese área, antes de que él se hiciera ilusiones. ¿Tenía que verla así? El pijama, de franela rosa y con un estampado de diablillos, que le había parecido perfecto para la «nueva Paula», alguien a quien no le importaba la opinión de los demás, excéntrica, libre, ahora la hacía sentir ridícula y vulnerable.
–Pedro –dijo, esperando cargar esa sencilla palabra con el frío de la escarcha que empapaba la hierba del jardín.
Él hizo una mueca, de modo que debía haberlo hecho bien. Pero eso no la hizo sentir satisfecha. Pedro Alfonso era un hombre de más de metro ochenta. Con un traje inmaculado, seguramente de Armani, que acentuaba la anchura de sus hombros, era un espécimen masculino de primera calidad. «Guapísimo», pensó, casi de forma clínica, un hombre de cuarenta años en lo mejor de la vida. Sus facciones eran limpias y masculinas, con un hoyito en la barbilla y esos asombrosos ojos, tan verdes como el agua del río, e igualmente pausados. Iba vestido para trabajar, el traje gris, la camisa blanca, la corbata de seda… Era la clase de hombre a la que una mujer no querría ver sin estar peinada y maquillada. Pero Paula se recordó a sí misma que llevaba un mes sin maquillarse, que era otra mujer y se sentía feliz por ello. Sólo un hombre podía destrozar esa felicidad sin darse cuenta siquiera. Vió entonces que, a pesar de toda esa perfección, su pelo castaño, aún mojado de la ducha, no parecía cooperar. En la coronilla, un mechón de punta parecía desafiarlo. Y notó también, sorprendida, que tenía algunas canas. ¿Cómo era posible que Pedro siguiera soltero? Llevaba siete años divorciado. ¿Y cómo era posible que ella hubiera olvidado lo guapo que era? O quizá se había negado a pensar en ello. A pesar de que Pedro le había dejado muchos mensajes en los últimos trece meses, se había negado a pensar en él. Porque eso haría que se sintiera sola y tan patética como sólo una mujer traicionada podía sentirse. Traicionada por su marido, que había muerto trece meses antes. Y traicionada por aquel hombre, el mejor amigo de su marido y su socio, que lo sabía todo y jamás… «No pienses en ello», se dijo a sí misma.
–Paula.
–¿Sí?
–Te vas a congelar.
–¿Se puede saber qué haces aquí?
–Te llamé hace una hora. Como no contestabas, decidí pasar por tu casa.
«Pasar por tu casa», como si aquel barrio lo pillase de camino. «Pasar por tu casa», como si ella le hubiera enviado su nueva dirección.
–¿Y cuál es exactamente la razón para tan enorme preocupación, Pedro?
Algo en sus ojos la hizo sentir un escalofrío. Había conocido a Pedro veinte años antes. ¿Lo había visto alguna vez enfadado? De repente, se dió cuenta de que había muchas cosas que no sabía de él. Y ese interés le parecía una debilidad.
–No digas eso como si nunca me hubiera preocupado por tí. Eres tú quien no ha devuelto mis llamadas. Que yo haya respetado tu deseo de estar sola no significa que no haya pensado en tí.
–Ah, gracias –replicó Paula, irónica–. ¿Y se puede saber por qué has decidido dejar de respetar mi deseo de estar sola?
Pedro se pasó una mano por el pelo, pero no consiguió colocar el mechón rebelde en su sitio.
–Necesito tu ayuda.
¿Para alisarse el mechón?
–¿Le estás pidiendo ayuda a una mujer que está en pijama mirando a través de unos prismáticos? Lo dudo.
Pedro sonrió. Ah, cómo le habría gustado que no lo hiciera, pensó ella. Una sonrisa como ésa, masculina y sexy, podría construir un puente sobre la dolorosa historia que los separaba.
–Me arriesgaré. Nunca se sabe cuándo se va a necesitar la ayuda de una mujer que sabe usar unos prismáticos. ¿Qué estas haciendo, espiar a tus vecinos?
–Algo así –contestó Paula.
Pero no pensaba darle explicaciones. Ella era libre de mirar a los pájaros al amanecer y no tenía por qué contárselo a nadie. Porque era la nueva, y mejorada, Paula Chaves.
–Estás temblando –dijo Pedro entonces.
–Sí, bueno, acabo de hacer café –murmuró ella, apartándose–. Puedes entrar y contarme lo que quieres.
Y fuera lo que fuera, pensaba decirle que no. Le diría que no porque Pedro era parte de un mundo que ella intentaba desesperadamente dejar atrás y porque le hacía pensar que, aunque se creyera independiente, debía dar la impresión de estar perdiendo la cabeza. Le diría que no para practicar y por todas las veces que había dicho que sí cuando había querido decir que no.
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