Desde el divorcio, Pedro había viajado más que nunca. Había estado en Jordania, respirando el aroma de los jazmines, el de las especias en India, el de las rosas en los jardines ingleses. Pero, sentado allí, en la humilde cocina de Paula, estaba seguro de no haber respirado nunca un aroma tan exótico, tan excitante, como el olor del jabón mezclado con el de las galletas. Ella estaba allí, concentrada en los presupuestos. Y era como volver atrás veinte años. Parecía la joven que había sido: valiente, animosa, dispuesta a todo. Pero su rostro había madurado de una forma que la hacía más bella que antes. Y hablaba en serio cuando le dijo que estaba más guapa que nunca. Y con aquel jersey de angora… Entonces sonó el teléfono. Quizá por fortuna.
–Es Valentina –sonrió Paula–. ¿Cómo estás, cariño?
Salió al pasillo para hablar con su hija y cuando volvió a la cocina su expresión había cambiado por completo.
–¿Esto ha sido idea de mi hija? ¿Has pasado por aquí esta mañana porque ella te llamó por teléfono?
–Bueno… sí y no –contestó Pedro.
–¿Te importaría aclararlo?
–Sí… bueno, Valu me llamó porque estaba preocupada. Habías vendido la casa, el coche… me pidió que viniera a verte porque… pensaba que te sentías sola –se defendió él.
–Llévate tus galletas y vete de mi casa.
–Paula, por favor…
–¡No me digas nada y vete de aquí!
–Pero tienes que escucharme.
Naturalmente, Paula no estaba dispuesta a escuchar nada. De hecho, parecía dispuesta a tirarle algo. Y lo hizo. Tomó una pasta de la caja y se la tiró a la cabeza. Pedro se apartó y la pasta pasó rozándolo.
–¿Has venido aquí porque te doy pena?
–Si fuera por eso por lo que he venido… –otra pasta pasó rozándole una oreja– no es por eso por lo que sigo aquí. Paula, cuando te ví hablando con Diana me dí cuenta de que la casa O’Brian y tú eran perfectas la una para la otra.
–Vete.
–No hasta que resolvamos esto de una forma madura.
–Yo no quiero resolver nada.
Pedro dió un paso adelante.
–¿Qué haces? –exclamó Paula, amenazándolo con una nueva pasta–. No des un paso más.
–Tienes chocolate ahí –dijo él, rozando sus labios con un dedo.
Paula no se movió. No se apartó ni le dio una bofetada. Lo miraba como pidiéndole que explicase por qué estaba allí. Y no quería que dijera que le daba pena. Ni porque fuera patética. Sino porque la encontraba irresistible. Más guapa que nunca. Pedro se llevó el dedo con chocolate a los labios y ella formó una O adorable con los suyos. Y, de repente, sin pensar, se inclinó para besarla. Sólo entonces se dió cuenta de que llevaba veinte años queriendo hacer eso. Por eso su amistad con Paula siempre le había parecido algo más. El contacto de sus labios lo había despertado… y le hizo dar un paso atrás, atónito. También había sorpresa en los ojos de Paula.
–Bueno –murmuró–. Bueno…
–Supongo que debería irme.
–Sí, supongo que sí –asintió ella, aunque sin convicción.
Pedro dió un paso atrás. Se alejó de aquello que lo empujaba hacia ella.
–Te necesito –dijo entonces–. Quiero decir, la casa O’Brian te necesita.
Paula asintió con la cabeza.
–¿Entonces, lo harás?
Ella asintió de nuevo, como si estuviera en trance.
–Muy bien –Pedro empezó a guardar los papeles en su maletín, intentando recordar qué debía dejar allí y qué debía llevarse. Luego se volvió, temiendo que si la miraba a los ojos de nuevo, no podría controlarse. Tiraría el maletín y se lanzaría a sus labios como un bucanero.
¿Un bucanero en un barco pirata?, se dijo a sí mismo, irónico. «Pedro, despabílate».
–Buenas noches –se despidió, dirigiéndose a la puerta.
–Pedro –lo llamó ella cuando tenía la mano en el picaporte.
–¿Sí?
–Gracias –dijo Paula–. Por las galletas –añadió rápidamente.
Pero los dos sabían que no era a eso a lo que se refería. Y Pedro sabía que sería tentar a los dioses decir una sola palabra. Porque estaban a un paso del peligro.
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