El miércoles, a la hora de comer, Pedro apagó la biotrituradora que le había prestado Ariel para hacer compost y guardó todo lo que había quedado en enormes bolsas de plástico negro. Le había parecido oír un camión acercándose a la casa. Y no se había equivocado. Era un camión de mudanzas.
-¿Se puede saber qué está haciendo esta mujer? -murmuró, subiendo los escalones del porche-. ¿Qué pasa?
-Ven aquí -dijo ella, tomándolo del brazo para llevarlo a la entrada, donde Jorge Johnson, el propietario de la tienda de muebles, acababa de estacionar. Y dentro del camión había... muebles.
Pedro suspiró, aliviado. Paula no iba a dejarlo. No iba a marcharse de Portsea.
-Hola, señora Chaves. Hola, Pedro.
-Buenos días, Jorge.
-Póngalo todo en el estudio -dijo Paula-. Ya lo colocaré yo más tarde.
-Pero cuidado con los heléchos de la entrada. Son una joya.
-Venga, usa esos músculos para hacer algo de provecho -lo regañó Paula.
Sintiéndose extrañamente eufórico ahora que sabía que los muebles iban dentro y no fuera, Pedro tiró de ella y la apretó contra su pecho.
-No recuerdo que mover muebles sea parte de mi contrato, señora Chaves.
-Bah, bah, el contrato -rió Paula-. Necesito ayuda de un amigo, eso es lo que pasa.
-Ah, ya. Así que soy un amigo, ¿No? Qué suerte tengo.
Pedro la soltó y Paula lo empujo hacia el camión.
-Venga, venga. No tenemos todo el día.
Una hora después, el camión había desaparecido y los muebles, envueltos en sus fundas de plástico, estaban colocados en una esquina del estudio.
-Van a quedar muy bien, ¿Verdad?
-Sí, yo creo que sí.
-¿De verdad?
-Claro, me gustan mucho. Pero ¿Por qué ahora, de repente? -sonrió Pedro, quitando el plástico de los sofás.
Paula abrió la boca para contestar, pero la cerró inmediatamente, pensativa.
-Han usado un par de cuadros míos en un calendario de la Galería Nacional este año y me han ingresado los royalties en la cuenta corriente. Así que he tirado la casa por la ventana.
-Sí, ya lo veo.
-Sólo quería un estéreo, pero me enamoré de los sofás. Y luego me enamoré de esa mesa, de las sillas, de la alfombra... en fin, qué quieres que te diga. Aunque creo que me devolverían el dinero de los cojines si se los llevo ahora mismo...
-Paula, no pasa nada. Disfruta de la vida, mujer.
-Sí, tienes razón -asintió ella. Pero empezó a morderse los labios.
Pedro se dió cuenta de que nunca le había preguntado por qué no tenía muebles en la casa. Le gustaba pensar que era una de esas cosas de artistas excéntricos, otra faceta de su personalidad. Pero ahora se preguntaba... ¿Podía ser que, en medio de un divorcio, tuviese problemas de dinero? Sí, era lo más lógico. La idea de que tuviese que vender la casa y volver a Melbourne... por eso parecía tan nerviosa, por eso miraba la mesa como si la hubiera ofendido. Podría alquilarla. Pero seguramente el nuevo inquilino no soportaría la maleza del jardín. O podría vender la casa. Pero seguramente el nuevo propietario llegaría con un buldózer para tirarlo todo. Y él no quería que eso le pasara a Belvedere. Empezaba a gustarle la casa de verdad. Antes de que pudiera decir nada, les llegó una cacofonía de voces desde la entrada. Ah, claro, era miércoles.
-Voy a calentar mi comida -murmuró, tomando el plástico para llevarlo a la cocina.
Paula sonrió, emocionada ante la idea de enseñarle los nuevos muebles a sus amigas.
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