-Cuando vivías en Sidney te dedicabas a renovar edificios históricos - dijo ella, mirando alrededor con cara de sorpresa-. Debiste de ganar mucho dinero.
-Sí.
-No eras un simple trabajador manual.
-No, era el propietario de la empresa -contestó Pedro-. Soy arquitecto y mi empresa se convirtió en un éxito. Antes de venir aquí la vendí por... digamos que una buena cantidad de dinero.
-Y esta casa... ¿La has diseñado tú?
-Sí, hasta el último rincón. Lo considero mi última aportación al mundo de la arquitectura -sonrió él.
-Es preciosa, Pedro.
-Gracias.
-Pero si tienes tanto talento... ¿por qué lo has dejado?
-Porque era un juego. Conseguir el mejor contrato, el edificio más caro. Cuanto más dinero ganas, más quieres. Y, de repente, se convierte en lo único importante en la vida. Y entonces ya es demasiado tarde.
-Sí, claro. Siempre me había preguntado si las personas que sólo viven por el dinero pueden recapacitar y darse cuenta de que están tirando su vida por la ventana. Por lo visto, hay algunos que sí.
-Sí -sonrió Pedro-. Así que me vine aquí y decidí trabajar con las manos cuando me apeteciera y sentir el sol en la espalda. No quería hacerte pensar lo que no era, pero nunca encontraba el momento para contártelo.
-Lo entiendo -murmuró Paula.
-¿Y por qué tengo la impresión de que te has llevado una decepción?
-Pues... quizá porque estoy un poco decepcionada.
Pedro soltó una carcajada.
-Mira que eres rara, Paula Chaves. La mayoría de la gente se pone a dar saltos de alegría cuando descubren que no soy un vagabundo.
-A mí me gustaba el vagabundo.
Pedro entendió lo que quería decir. Pedro el manitas era libre, perfecto para un revolcón. El amante de transición después de un divorcio. Sí, también a él le había gustado ser ese hombre durante unas semanas. Pero Pedro el millonario era otra cosa. Quizá demasiado parecido a la vida que Pala había conocido una vez. Y él no quería que se apartase.
-Viéndote en el jeep, con la coleta y la bandana en el pelo nadie pensaría que eres una artista reconocida.
-Lo sé, pero pensé...
-Sé lo que pensaste -la interrumpió él.
Había visto el deseo en sus ojos. Durante días. Un deseo prohibido. Pero ahora no había nada que les impidiera estar juntos. De modo que, antes de que pudiese recapacitar, Pedro se inclinó para tomar su cara entre las manos... y la besó. Con un suspiro suave y resignado, ella le echó los brazos al cuello y le devolvió el beso. Y él no pudo evitar emitir un gemido ronco de deseo.
-Paula...
-Pedro...
-¿Sí? -contestó él con voz ronca-. ¿Qué puedo hacer por tí?
Pero en lugar de contestar, ella se puso de puntillas y le dió otro beso en los labios. Cuando se apartó, Pedro acarició su cara.
-Paula, quiero que sepas que te he deseado desde el primer día. Desde que entré en tu casa y te oí soltando palabrotas.
-¿Me oíste?
-Y no fue la única vez. Dices más palabrotas que un marinero.
Ella sonrió, apretándose contra su torso.
-Yo también te he deseado desde el primer día, desde que apareciste con tu cinturón de herramientas y tu funda de almohada.
Eso era todo lo que Pedro necesitaba oír. Todo lo que pensaba oír. De modo que se inclinó, un poco y la tomó por detrás de las rodillas.
-¿Qué haces?
-Llevarte a mi dormitorio -contestó él.
Siempre le había gustado el tamaño de esa habitación, sus paredes forradas de madera, la cama enorme, las sábanas de color café y los colores tierra del Nolan que colgaba en la pared, en contraste con los colores brillantes de las plantas del patio. Y no se le ocurría una mujer más atractiva para compartirlo que Paula Chaves. Por fin, llegó a la cama y la dejó en el suelo, despacio, con reverencia.
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