martes, 20 de octubre de 2020

Promesa: Capítulo 5

 –Tengo un problema con una casa.


-Ah. 


Pedro vió un brillo de interés en esos ojos que tanto lo turbaban.


–Es una casa de estilo eduardiano, construida en 1912. En Mount Royal. 



Paula apenas pudo contener un suspiro.


–Es una pesadilla –siguió Pedro. 


Luego le habló de los daños provocados por una inundación, las malas reformas que había sufrido durante los años y, especialmente, sobre la hija de la antigua propietaria, que había ido a la agencia llorando: «Tiene setenta y dos años y se tumbó delante del bulldózer cuando intentamos arreglar el porche. Ahora ha hecho que los vecinos firmen un montón de peticiones. Dos de los arquitectos han tirado la toalla».


–¿Y qué quieres que yo haga? –preguntó Paula.


–Que seas la directora del proyecto de reforma.


–No puedo hacer eso.


–Ayúdame, Paula. He cometido un error –admitió él–. Me encanta esa casa. La compré por pura emoción… y ya sabes que eso no es bueno.


La emoción, se recordó a sí mismo, siempre era algo malo. Siempre. Y por eso debía tener mucho cuidado con Paula. Porque sentía cosas que no debería sentir. 


Ella se dió la vuelta y lavó su taza de café en el fregadero, pero no antes de que Pedro hubiera visto algo en sus ojos. Recuerdos. Ése era el problema. Sus vidas se entrecruzaban y se separaban para juntarse de nuevo. En sus ojos había visto todos esos recuerdos como si fuera una pantalla de vídeo. Ella y Antonio, tan jóvenes, al principio, comprando esas casas horribles, pintándolas ellos mismos, poniendo macetas, haciendo reformas con sus propias manos y luego cruzando los dedos cuando ponían el cartel de "Se vende".


–Flip-flop –recordó en voz alta. 


Así era como Paula había querido llamar a la empresa. Antonio se negó, él quería un nombre más sofisticado. El que obtuvieron después de combinar los dos apellidos.  Paula se volvió, con una media sonrisa, y Pedro vió anhelo en sus ojos. ¿Anhelo del pasado? ¿De las risas y la emoción de las primeras ventas? ¿De esos primeros años? Valentina le había pedido que la ayudara. Más que eso, se lo había rogado. Y Paula seguía amando las casas viejas tanto como él, incluso más.


–¿Lo harás? Al menos, ve a verla. El dinero de esa casa es lo que pagará la universidad de tu hija.


–No, me parece que no.


Era la negativa que había esperado oír.


–Pero sigues siendo la copropietaria de la agencia.


–No, de verdad –contestó Paula, señalando las cajas–. Tengo un millón de cosas que hacer. De verdad.


Fue el hecho de que repitiera «de verdad» lo que hizo que Pedro supiera lo que «de verdad» quería Paula.


–Ayúdame a hablar con esa mujer por lo menos. Échale un vistazo a la casa…


–¿Para qué? No me necesitas para nada.


Ella no era la única persona perceptiva, pensó Pedro. Porque en esa frase estaba la verdad. Que necesitaba que alguien la necesitase; que la muerte de su marido y la estancia de Valentina en Ontario la habían dejado sola. Valentina tenía razón. Había abandonado a Paula cuando más necesitaba un amigo. Y eso no le hacía pensar precisamente bien de sí mismo.


–Claro que no te necesito –sonrió Pedro, moviendo diabólicamente las cejas– . Pero me gustaría tenerte a mi lado.


Paula rió, como él esperaba. Era un sonido que lo alegraba y lo preocupaba al mismo tiempo. Era un sonido al que un hombre podría acostumbrarse.


–Muy bien –dijo Paula por fin.


Y Pedro se dió cuenta de que esa respuesta la sorprendía y la asustaba tanto como lo sorprendía y lo asustaba a él. 

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