Pedro llegó a la puerta de su casa y respiró profundamente, como si hubiera salido vivo de un campo de minas. Mientras conducía iba tan distraído que era un milagro que no le hubiese pasado nada, desde luego. Había besado a Paula. Paula, la viuda de su mejor amigo. Había sido un beso rápido, apenas un contacto… pero la había besado. Y ese beso le había mostrado algo que estaba perdido dentro de él. Lo había turbado mucho más de lo que debería. Cuando entró en el salón de su casa, su sitio favorito, miró alrededor con cierta desesperación, deseando que sus cosas lo devolvieran a la realidad. El sofá y el sillón de cuero eran grandes, masculinos, tan sólidos como antes de ir a casa de Paula. En aquella habitación había recuerdos de todos sus viajes: esculturas africanas, un paño de seda de la India, una alfombra persa que había comprado, regateando, en un mercado turco, una taza de peltre de Londres. Sus cosas. Que siempre lo habían hecho sentir cómodo, a gusto con su casa y consigo mismo. Pero aquella noche todo era diferente. Aquella noche la había besado y era como si, de repente, todo lo de antes hubiera sido una ilusión. Un hombre no podía llenar su alma con posesiones materiales. Esas cosas no podían tocar aquel sitio en su corazón que, había descubierto repentinamente, estaba vacío.
Haciendo un esfuerzo para olvidar lo que acababa de descubrir sobre sí mismo, que era un hombre profundamente solitario, Pedro tocó la madera de un baúl de madera que había comprado en China. No sintió nada. Su casa olía a… nada. Y él quería que oliese a galletas de chocolate. Entonces miró el reloj. No era demasiado tarde para ir al supermercado. Podría hacer galletas para él solo. Podía llenar su casa de aquel aroma. No necesitaba a Paula. Pero sería una tontería. ¿Hacer galletas a las once de la noche? Suspirando, abrió las puertas del armario que escondía la televisión y se dejó caer en el sofá. Empezó a buscar con el mando para ver si encontraba algo que distrajera su atención, pero nada le interesaba. Había besado a Paula Chaves. Cuando sus labios rozaron los de ella fue como si… como si hubiera esperado toda su vida para llegar a ese momento. Todo lo demás, sus viajes, su trabajo, su colección de recuerdos, palidecía por comparación. Todos los momentos de alegría y los momentos de tristeza de repente se convertían en algo trivial e insignificante. En la oscuridad de los ojos de ella, en la suavidad de sus labios, había encontrado el único sitio al que no había viajado nunca: su propio corazón.
–Tengo que alejarme de ella –murmuró, desesperado.
En el espacio de unos segundos, en el roce de sus labios, se había perdido a sí mismo. Y lo peor de todo era que tendría que volver a verla.
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