jueves, 22 de octubre de 2020

Promesa: Capítulo 12

 Aunque al mirarse en el espejo, notó ciertas señales de edad: delicadas arruguitas alrededor de los ojos, una arruga en el entrecejo, la típica arruga de preocupación, el óvalo de la cara menos pronunciado que antes. Quizá era por eso por lo que cuando dieron las ocho y media estaba tan nerviosa como una adolescente esperando que llegase el chico que iba a llevarla al baile.


–Ridículo –se dijo a sí misma–. ¡Es Pedro!


Un hombre al que conocía desde siempre. Qué absurdo sentir ansiedad. Pero así era. De hecho, estaba de los nervios cuando abrió la puerta. Justo a las ocho y media. Puntual, pensó, como si estuviera evaluándolo para… ¿Para qué? Para el futuro. Enfadarse consigo misma por portarse de una forma tan juvenil no sirvió para terminar con la evaluación. Cuando lo miró de cerca, descubrió que también podían verse en él signos del paso del tiempo: las mismas arruguitas alrededor de los ojos que parecían llamar la atención hacia sus largas pestañas, canas entrelazadas en el pelo castaño que lo hacían parecer más… interesante. ¿Por qué la madurez hacía que algunos hombres fuesen más atractivos que nunca? Pedro iba en vaqueros y con una camisa de color verde bosque que destacaba aún más el color de sus ojos. No se había afeitado, pero sí se había pasado el peine, aunque aquel mechón seguía siendo igual de rebelde que por la mañana. Sus dedos cosquilleaban por el deseo de echárselo hacia atrás, de modo que se puso las manos a la espalda. Por si acaso.


–Hola.


–Te he traído un regalo –dijo Pedro, con el maletín en la mano y una bolsa en la otra.


–¿Un regalo? ¿Por qué?


–Para tu casa.


–Pero no tenías que hacer eso –replicó Paula. Aunque, secretamente, se alegraba.


Había apartado la mayoría de las cajas del salón, de modo que podían sentarse allí, pero Pedro miró alrededor y se dirigió a la cocina. ¡Ah, muy bien, ya se sentía como en su casa! Después de dejar el maletín en el suelo, empezó a sacar cosas de la bolsa y Paula tuvo que soltar una carcajada. Era masa para hacer bollos. O galletas.


–Ya te dije que sabía de repostería. Y, por cierto, también he traído trocitos de chocolate para ponerlos en las galletas.


–¡Qué maravilla!


–Ya sabía yo que dirías eso.


–¿Por qué?


–Imaginaba que serías una de esas chicas que adoran el chocolate.


Hacía mucho tiempo que nadie la llamaba «chica». Y le gustó.


–Además, he traído otra cosa –Pedro sacó de la bolsa una caja de pastas.


–Ah, las traes ya hechas, por si acaso –rió Paula.


–Podemos dejarlas para otro día, si quieres.


«Para otro día».


Allí era donde estaba el peligro. No en el hecho de que hubiera aceptado un trabajo, sino que hubiera aceptado a Pedro de nuevo en su vida.


–¡Y también he traído esto! –siguió él, sin percatarse de su incomodidad.


Luego, riendo, le mostró un bote de disolvente industrial. Y Paula se sintió ridículamente emocionada por el gesto.


–Gracias –dijo, apretando el bote contra su corazón–. Ahora tengo un plan estupendo para el sábado por la noche.


Una sombra apareció en los ojos verdes.


–¿Ah, sí? ¿Burbujas, velas?


–¡No, me refería a limpiar la bañera!


–Ninguna mujer está tan obsesionada con limpiar una bañera si no tiene una buena razón para ello.


–Pues… –Paula no sabía qué decir. ¿Y por qué la miraba así? ¿Estaría pensando reunirse con ella en la bañera?


Pero debía de estar equivocada porque Pedro se dió la vuelta tranquilamente.


–¿Una pastita?


–Ah, sí, claro.


–Y ahora mira y aprende –sonrió Pedro, sacando la masa pastelera de su envoltorio de plástico–. Hacer galletas es un arte.


–¿Ah, sí? No te creo.


–Muy bien, yo haré una galleta y tú harás otra. A ver cuál es la mejor.


–¿Piensas usar las manos? ¿No sabes que existen utensilios de cocina? –rió Paula.


–¿No te gusta que use las manos? Pues no he traído guantes de plástico.


¿Cómo iba a ponerle pegas a sus manos si tenían un aspecto tan… comestible? 


–No, no, me parece bien –murmuró, cortada.


–No arrugues el ceño, sólo vamos a hacer galletas.


–A mi edad, ya he aceptado que tengo arrugas. Una nueva cada mañana.


–¿Ah, sí? Pues yo no te veo ninguna. Yo diría que estás preciosa. De hecho, estás más guapa que nunca.


Los dos se quedaron parados. Por un momento, Paula tuvo la impresión de que iba a ponerse a llorar. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que alguien le dijo que era guapa. Tanto, tanto tiempo.


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