jueves, 8 de octubre de 2020

El Millonario: Capítulo 36

 Había pensado que Pedro era demasiado tranquilo como para ser un hombre interesado en el dinero, pero viendo su preciosa casa se preguntó si la verdad sería que había entrado en la carrera de ratas que eran los negocios, había ganado y se había retirado a Sorrento para vivir feliz el resto de sus días. Ahora, las palabras de Freya tenían sentido. «Está forrado», había dicho. Entonces no la tomó en serio, pero... «Pero él no es como los otros», pensó. Los otros ganaban dinero para que lo viese todo el mundo, para que envidiasen su éxito. Lo único que él mostraba a todo el mundo era su sonrisa y su disponibilidad. Suspirando, Paula tomó la botella de vino que había comprado en el pueblo y el sobre con los papeles del abogado y saltó del jeep. Unas elegantes lámparas de gas alumbraban el camino hasta la puerta. Sus sandalias de tacón, las únicas que tenía, crujían sobre la gravilla y sintió que le temblaban las piernas. Pero cuando llegó a la puerta vio un cartel que decía "He salido a pescar". Eso la hizo sonreír. Los hombres que había conocido antes en su vida habrían muerto antes de poner un cartelito así. Pedro era diferente. Y eso era lo que le gustaba de él. Se pasó una mano por el pelo, bien peinado por primera vez en muchos meses, se colocó la tira del top azul y llamó a la puerta con los nudillos. No podía estar pescando porque era de noche, se dijo. Enseguida oyó ruido de pasos y luego el suave susurro de una cadena. Y un segundo después vio la cara de Tom. Había algo extraño en ir por primera vez a la casa de un hombre, una sensación rara al verlo en su propio terreno. Con una camiseta gris y unos calzoncillos de cuadros rojos, de repente era como un desconocido para ella.


-¡Paula! -exclamó, al verla.


-Hola.


Iba un poco despeinado, como si hubiera estado durmiendo la siesta, y tenía un recipiente de comida china en la mano.


-¿Qué haces aquí?


Paula respiró profundamente y le mostró la botella de vino y el sobre que llevaba en la mano.


-Estoy divorciada -anunció-. Y quiero celebrarlo. 


Le pareció ver un brillo en sus ojos, pero podía haber sido un truco de la luz. Por un momento, sintió miedo. Quizá ésa no era una buena noticia para él. Quizá saber que era libre le daría miedo. Quizá pensaría que ella quería... algo más que una amistad y estaba a punto de decirle que estaba ocupado. Pero no, Pedro dió un paso atrás y, sonriendo de oreja a oreja, en una clara invitación, le indicó que entrase. Él sonreía, sí. «Esto sí que es inesperado». Sobre todo porque cuando se marchó de su casa esa mañana se había ido sin saber qué iba a ser de ellos dos. Entonces vió su imagen en el espejo y se dió cuenta de que estaba hecho un asco. No podía recibir a «Lady Chaves» con ese aspecto. Debería ponerse unos vaqueros, pensó. Pero no quería distraerla, ni darle oportunidad para que saliera corriendo. Además, estaba guapísima. Se había peinado, por fin, y llevaba un top azul de seda y unos vaqueros que le quedaban de maravilla. Y sandalias de tacón. ¿Para él?


-¿Has colgado el cuadro? -exclamó Paula al entrar en el salón.


-En cuanto llegué a casa -le confesó él.


-¿En lugar de un Drysdale? -preguntó ella, señalando el cuadro que estaba en el suelo-. ¿Tienes un Drysdale?


-Y un Nolan, en mi dormitorio.


-Y si no me equivoco, esa escultura es un Rodin. ¿Una copia?


-No.


-¡Pero si vale una fortuna!


-No creas. La conseguí por un precio razonable hace unos años. Fue un regalo para mi hermana. Melina era una fanática del arte, ¿Sabes?


-No tenía ni idea.


-Lo era, sí. Así que esa escultura para mí no tiene precio.


-Sí, entiendo.


En ese momento, Pedro supo que no era el momento de pensar en Melina.  Ariel tenía razón. Durante años, no había podido dejar de pensar en su querida hermana, deseando haber podido hacer un milagro. Pero aquel momento era para Paula y para él. Para nadie más. 

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