Pedro caminaba a toda velocidad por la acera, con la bolsa de los bombones de Sofía en una mano y su maleta en la otra. Iba a llegar tarde a su almuerzo con Mariana, pero había merecido la pena conocer a Paula y a Sofía, ambas encantadoras. Las cosas habían cambiado mucho en el mundo de los artesanos del chocolate si había que tomar a aquellas dos mujeres como ejemplo. La mayoría de los chocolateros que él conocían eran hombres de cierta edad, muy profesionales, a los que nunca se les habría ocurrido vender pechos de chocolate. Una pena. Aquellas dos mujeres estaban en lo cierto. El chocolate era un placer. Debería ser algo divertido. A él le iba a encantar compartir aquellos conejos con Camila y Mariana.
Se miró en un escaparate e hizo un gesto de decepción. Se pasó una mano por la barbilla. No tenía muy buen aspecto. Apenas había dormido poco en los últimos días para ocuparse de la recolección del cacao. Tal vez debería haberse tomado tiempo para asearse y afeitarse en el aeropuerto antes de dirigirse al centro de la ciudad. Mariana podría perdonarle por no tener la clase de corte de pelo y el sentido del buen gusto a la hora de vestir de su novio, pero no le gustaría que él se presentara en una elegante galería de arte con un aspecto desaliñado. Además, ella le había pedido que fueran a almorzar juntos antes de que Pedro fuera a recoger a la niña al colegio. Una sonrisa le iluminó el rostro. Podría haber sido un idiota en muchos aspectos, pero había hecho algo maravilloso al casarse con Mariana y traer juntos al mundo a un hermoso rayo de sol como Camila Alfonso. Tenía casi ocho años, era muy lista y muy guapa. Algunas mañanas, cuando estaba lloviendo a mares, las semillas de cacao se estaban pudriendo y a Pedro le suponía un gran esfuerzo poder pagar los sueldos de sus trabajadores, solo ver la foto de la niña sobre la mesilla de noche le daba fuerzas suficientes para ponerse a trabajar. Camila era la razón por la que luchaba para conseguir que su plantación de cacao orgánico fuera un éxito. Ella era su inspiración, su motivación y la razón por la que aguantaba, aunque tuviera que dejarla a ella con su madre en Londres durante la mayor parte del año. Él nunca se había sentido cómodo en aquella fabulosa ciudad, con el ruido y el bullicio de personas y del tráfico. Su hogar estaba en la selva del Caribe, en la plantación en la que él se había criado.
Por fin, vió la entrada a la galería de arte. Minutos más tarde, recorría con la mirada el concurrido restaurante hasta que vio a la mujer que había sido su esposa sentada a la mejor mesa de todo el restaurante. Mariana Fernandez Alfonso llevaba un vestido de lino color caramelo, sandalias doradas y joyas de oro. El cabello, largo y liso, le caía como una cascada por los hombros. Era elegante y sofisticada. Sin embargo, para él siempre sería la estudiante universitaria que, con su mochila, había entrado en la plantación porque se había perdido. Pedro perdió la cabeza y el corazón el mismo día. Aquella era la mujer que había soñado con dirigir una plantación de cacao en las Indias Occidentales bajo el sol caribeño. Desgraciadamente, todo había salido mal. Ella no tardó en darse cuenta de que su futuro estaba en Londres. Le dijo que podía volverse a Inglaterra con ella o quedarse en Santa Lucía con su único y verdadero amor: la plantación. Mariana solía decir de la plantación que era la amante con la que ella no podía competir. Tenía razón. Pedro había sacrificado su familia por esas tierras. Razón de más para asegurarse de que la finca salía adelante.
Que gran primer encuentro!! Jajaja
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