jueves, 25 de junio de 2020

Dulce Amor: Capítulo 44

A la hora del almuerzo comieron hamburguesas con aros de cebolla y algodón dulce como postre. Y después subieron a la noria y se besaron sin parar mientras daban vueltas. Luego, cuando empezaba a ponerse el sol, volvieron a casa para ponerse ropa cómoda y tomar una manta antes de unirse a la gente a la orilla del río Kettle para ver los fuegos artificiales. Había familias con niños, parejas, adolescentes riendo o bebiendo cerveza hasta que vieron al oficial Alfonso… Y escondieron las botellas. Se tumbaron sobre la manta y cuando empezó a hacer fresco se envolvieron en ella. Y poco después empezaron los fuegos artificiales. Era exactamente lo que Pedro sentía: Como si estuviera explotando de alegría, de felicidad. Pero el pobre perro estaba aterrorizado y se metió bajo la manta con ellos, temblando. Paula apoyó la cabeza en el pecho de él mientras intentaba calmar al animal acariciando sus orejas. Paula Chaves siempre había creído que podían ocurrir cosas buenas si uno lo deseaba lo suficiente. ¿Y quién era él para decir que estaba equivocada? Ella había conseguido aquel milagro. El pueblo entero y una innumerable cantidad de turistas estaban viendo los fuegos artificiales de Kettle Bend… Por ella. Porque había creído en su visión, porque había confiado en un sueño. Y lo había rescatado a él porque había creído en algo en lo que habría sido más sensato no creer. Su forma de ver la vida no le había dado felicidad, la de ella sí. Ser reservado y escéptico, esperar lo peor de todo el mundo, no le había aportado nada. De modo que iba a intentarlo a su manera. De hecho, sabía que iba a intentarlo a su manera durante mucho tiempo. Los fuegos artificiales explotaron en el cielo creando miles de fragmentos de luz que se reflejaban en las tranquilas aguas del río.

—Voy a ponerle un nombre al perro —dijo Pedro entonces.

Paula se volvió para mirarlo con una sonrisa en los labios.

—¿Qué nombre?

—Moisés.

—¿Por qué?

—Porque lo encontré flotando en el agua y porque me llevó a la tierra prometida.

—¿Qué tierra prometida? —preguntó Paula.


—Tú.
En ese momento, estallaron los primeros fuegos artificiales. Paula lo miró, con los ojos llenos de lágrimas, y alargó una mano para tocar su cara en un gesto lleno de ternura y de amor. Pedro sabía que no volvería atrás. Podía ser fuerte, pero no tanto como para sobrevivir sin ella.

—Cásate conmigo… —susurró, mientras las chispas de colores iluminaban el rostro de Paula.

—Sí —respondió ella.

Cuando sus labios se unieron, explotó la traca final, llenando el cielo de colores. Y mientras las chispas se desintegraban, perdiéndose en un cielo oscuro, sonó un atronador aplauso. Para Pedro, era como si todo el planeta estuviera celebrando aquel momento. Aquel milagro. Que un hombre y una mujer se unieran, que tuviesen el valor de decir que sí a lo que se les ofrecía. Tal vez toda la creación celebraba aquel momento en el que la magnífica fuerza que sobrevivía a todo lo demás, la que triunfaba sobre todo, estaba en la manera en la que un hombre y una mujer se miraban a los ojos.

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