jueves, 11 de junio de 2020

Dulce Amor: Capítulo 26

Sin embargo, ¿cómo era posible que algo tan normal como sentarse bajo una sombrilla para comer patatas fritas y darle trocitos de hamburguesa a un perro, podía hacerla sentir tan feliz, tan llena de vida y esperanza? Probablemente porque el hombre con el que estaba cenando no tenía nada de normal. Charlaron sobre sus ideas para las fiestas, sobre el tiempo, y la recuperación de su cuñado Rafael… Y luego, de repente, Pedro dijo:

—Háblame de tu trabajo en Nueva York.

—Eso ha quedado atrás.

—Pues es una pena…

—¿Qué quieres decir?

—He leído algunos de tus artículos en Internet y me parecen muy buenos.

—¿Has leído mis artículos? —exclamó Paula, sorprendida.

Pedro se encogió de hombros.

—Ese día no había deportes en televisión.

—¿Has leído mis artículos sobre bebés? —repitió ella, sintiéndose halagada.

—He sido detective durante mucho tiempo y siempre seré un poco cotilla.

—¿Por qué te has molestado?

—Por curiosidad.

¿Pedro sentía curiosidad por ella?

—¿En serio?

—Eres muy buena escritora.

—Bueno, no lo hacía mal.

—No, de verdad, me gusta mucho cómo escribes. Dime por qué decidiste marcharte de Nueva York.

—Ya te lo he contado, mi abuela murió, y me dejó la casa y el negocio. Era hora de cambiar de vida.

—Esa es la parte que me interesa.

—No es tan interesante —dijo Paula, evasiva.

Pero era evidente que Pedro estaba intentando descubrir algo, y tenía la sensación de que no pararía hasta que lo descubriese. Quería saber quién le había roto el corazón, seguro. Pero ella prefería terminar el día con una nota más alegre.

—Deja que yo decida si es interesante o no —insistió él—. ¿Por qué dejaste la revista? Ya sé que tu abuela te dejó una casa y un negocio, pero si eras feliz en Nueva York, podrías haberlo vendido todo y quedarte allí.

Paula empezaba a sentirse atrapada.

—Se te dan bien los interrogatorios, ¿Verdad?

—Muy bien —respondió Pedro.

—La curiosidad mató al gato —le recordó ella.

—Me arriesgaré.

—¿Por qué te importa tanto?

—Es un misterio que me gustaría resolver.

—Yo no veo nada misterioso en ello.

—Una chica guapa y llena de talento, deja una floreciente carrera en Nueva York para vivir en un pueblo diminuto. Se olvida de las compras en San Francisco y de esquiar en los Alpes, para vivir como una monja en un sitio tan pequeño como Kettle Bend, Wisconsin, dedicándose a salvar el pueblo.

—¿Cómo una monja?

—Sí, bueno, no lo decía literalmente. Quiero decir que… En fin, no sales con nadie.

—Eso demuestra lo poco que sabes. Resulta que esta misma mañana he visto a un hombre desnudo…

Pedro se atragantó con el café.

—Muy bien, tú ganas.

—No sabía que te pareciese tan patética —dijo Paula.

—Todo lo contrario, por eso siento curiosidad. Deberías tener que apartar a los hombres con matamoscas.

—¿Y por qué crees que no lo hago?

—No tienes la expresión de una mujer que es besada a menudo. Y por alguien que sabe cómo hacerlo.

Paula lo miró, perpleja.

—¿Cómo voy a discutir con un hombre que puede citar a Rhett Butler en Lo Que El Viento Se Llevó?

Pedro soltó una carcajada.

—Además, tú misma me dijiste que no salías con nadie.

—¿Quieres saber la patética realidad? Estuve prometida y a punto de casarme —empezó a decir Paula—. Pero mientras yo elegía vestidos de novia y soñaba con niños, mi prometido tenía una aventura con otra periodista. Yo había oído rumores sobre su relación con Tamara…

—Pero decidiste ignorarlos —la interrumpió Pedro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario