martes, 23 de junio de 2020

Dulce Amor: Capítulo 38

Pedro no era un hombre que aceptase fácilmente los fracasos y no se sentiría mejor después de haberle confiado los suyos. Pero Paula estaba segura de que había algo importante y profundo entre los dos, y que él la llamaría tarde o temprano. Pero cuando los días se convirtieron en semanas, tuvo que enfrentarse con la posibilidad de que no fuera así. En su casa había muchas pruebas de que los opuestos no siempre encontraban terreno común. El perro y la gata se odiaban. Si había pensado quedarse con el cachorro, como un recuerdo de esos días felices con Pedro, una casa llena de muebles destrozados y jarrones rotos estaba convenciéndola de que no era buena idea. Y recordarlo tampoco lo era. Sentía tal angustia, tal pena cuando se iba a la cama por las noches sin que él la hubiese llamado… No iba a aparecer en su casa para pedirle disculpas. Se había terminado.

Paula hizo lo único que podía hacer para intentar olvidarlo: concentrarse en el trabajo y pasear al perro seis veces al día, evitando los sitios en los que podría encontrarse con Pedro. Pero si esperaba que eso agotase al cachorro y dejase de torturar a Duquesa, estaba muy equivocada. Empezó a hacer mermeladas como una maníaca, intentando ignorar los recuerdos de él persiguiéndola con un paño mientras el perro corría tras ellos… Acudió a todas las reuniones del comité, controlando los progresos de cada grupo, ayudó a construir puestos, a colocar banderolas de colores en la calle donde tendría lugar el desfile inaugural, a repartir programas de mano… A pesar de su sonrisa estaba segura de que todo el mundo sabía que ocurría algo, y todos afortunadamente, fueron lo bastante discretos como para no preguntar. Y cada noche volvía a casa para hacer mermelada, con el perro a sus pies y la gata escondida debajo de algún mueble.

Aparentemente, el mundo entero había visto el vídeo de Pedro Alfonso rescatando al cachorro y cientos de personas querían adoptarlo. Algunas de las cartas iban dirigidas sencillamente a Kettle Bend, Wisconsin, pero el cartero se las entregaba a ella porque eso era lo que le habían dicho en el ayuntamiento. Sintiéndose responsable de encontrar una buena familia para el cachorro, Paula leyó todas las cartas, aunque le rompía el corazón como se lo rompía no saber nada de Pedro. Ella, que estaba intentando desesperadamente recuperar su escepticismo sobre los finales felices, tenía que ver montones de fotos de familias perfectas… Escribían desde ciudades grandes y desde pueblos pequeños, en apartamentos, en granjas o ranchos, frente a un lago, en las montañas…

Una familia le envió una foto de su perro, que había muerto unos meses antes, y leyó enternecedoras cartas de niños diciendo cuánto deseaban adoptar al cachorro. En una de ellas incluso habían enviado un hueso… Tenía que tomar una decisión, por el bien del perro, que necesitaba un buen hogar, sin gatos. Pero aunque había muchas familias adecuadas, en su corazón sabía que era el perro de Pedro. Ni siquiera era capaz de llamarlo Towanda, no sólo porque no le pegase, sino porque no era buena idea ponerle nombre en un momento de ira. No podía ponerle nombre al perro porque en su corazón sabía que eso era algo que debía hacer él. Cuando Juan Bushnell llamó, frenético porque faltaban unos días para el desfile y aún no tenían a nadie que lo presidiera, aparte del alcalde, Paula abandonó el sueño de que Pedro se pusiera en contacto con ella. En el fondo, siempre había pensado que podría convencerlo para que presidiera el desfile. En el fondo, siempre había pensado que podría convencerlo para que la amase. Pero ¿Qué clase de amor era ese? ¿Quién tenía que convencer a otra persona para que la amase?

—El perro debería presidir el desfile —sugirió—. A los turistas les encantaría.

Además, podríamos anunciar a qué familia vamos a entregárselo.

—¡Genial! —dijo Juan, satisfecho—. Me parece una idea estupenda.

Pero si era tan estupenda, se preguntó Paula, ¿Por qué se sentía tan angustiada?

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