martes, 9 de junio de 2020

Dulce Amor: Capítulo 24

—¿Por qué no habías sentido esto desde que eras niño? —le preguntó.

Él vaciló durante un segundo antes de responder:

—Entré en el cuerpo de policía cuando era muy joven. Tenía la motivación y la concentración necesarias para trabajar en homicidios, pero lidiar con violencia a diario es muy duro. Ver lo que una persona puede hacerle a otra te ensucia el alma.

Paula vió un mundo de tristeza en sus ojos, y se alegró de haber contribuido a darle un poco de alegría, aunque sólo fuese un rato. Aún a costa de su tranquilidad.

—Imagino que un detective se acostumbra a eso.

—Uno nunca se acostumbra.

—¿Por eso viniste a Kettle Bend?

Pedro se quedó callado durante unos segundos.

—Tuve un caso terrible, el peor de mi carrera. Cuando terminó, decidí que no podía seguir.

—¿Quieres hablar de ello? —le dijo Paula en voz baja.

Él lanzó un bufido.

—No, no quiero hablar de ello. Y si quisiera hacerlo, no te elegiría a tí.

Por un momento, Paula se sintió herida.  Pero enseguida se dió cuenta de que no era porque no confiase en ella, sino porque quería protegerla.

—¿Y después de eso viniste a Kettle Bend?

—No, antes me tomé un año sabático. Y eso fue más que suficiente.

Paula tenía la sensación de que no era verdad, que llevaba una carga sobre los hombros de la que debería desembarazarse. Pero su rostro se había ensombrecido y supo que no iba a seguir hablando de ello.

—¿Qué hiciste durante ese año? —le preguntó, acariciando la cabeza del cachorro.

—Alquilé una cabaña en Missoula, Montana, y me dediqué a pescar.

—¿Y sirvió de algo?

—Como experimento, digamos que fracasó miserablemente.

—¿Por qué?

—Demasiado tiempo sin hacer nada —respondió Pedro—. Hora tras hora, día tras día solo… No, era hora de volver a trabajar. Carolina se había mudado a Kettle Bend e insistía en que viniese a vivir aquí. Y pensé que tal vez un cambio me sentaría bien.

—¿Y ha sido así?

—Echo de menos la emoción de trabajar como detective en Detroit, y sobretodo, el anonimato. Por otro lado, duermo mejor por las noches y puedo ver crecer a mis sobrinos. Y los pueblos pequeños tienen cierto encanto, no voy a negarlo.

Por el brillo de sus ojos, Paula tuvo la impresión de que no hablaba sólo de los pueblos pequeños y no pudo evitar sentirse halagada. Aquel día, Pedro había compartido con ella una parte de su vida, y eso lo había apartado del abismo que lo separaba del resto de los seres humanos. Y ella había sido en parte responsable de eso. Y ahora debía apartarse de él.

—Esta tarde tengo una reunión con el comité que organiza las fiestas —dijo, sin mirarlo.

«Misión cumplida, hora de volver a tu vida». Pero no era tan sencillo porque se oyó decir a sí misma:

—Tal vez deberías venir… Por la entrevista de mañana. Así te harías una idea del espíritu de comunidad que estamos creando en Kettle Bend.

Esperaba su respuesta intentando disimular su nerviosismo, casi convencida de que rechazaría el ofrecimiento. Vió que luchaba contra sí mismo. Y luego vió que se pasaba una mano por el pelo, un poco más relajado.

—Debo admitir que siento cierta curiosidad por saber cómo pensáis organizar las fiestas sin tener dinero. Parece un proyecto muy ambicioso para una mujer que no sabe lanzar un frisbee…

Paula lo miró, perpleja.

—¿Entonces vendrás?

—¿Por qué no? —Pedro se encogió de hombros como si no tuviera importancia, como si no hubiera perdido otra batalla—. No me importa ver en qué andas metida, Paula Chaves.

—No puedo creer que lo hayas convencido… —estaba diciendo Mabel Winston, presidenta del comité organizador.

Paula miró a Pedro, que estaba charlando con Eduardo Henry, director del comité de fuegos artificiales, y Roberto Bushnell, que organizaba el desfile inaugural.

—Es mejor en la vida real que en el vídeo —comentó Mariana Swarinsky, a cargo de la merienda del Cuatro de Julio.

Paula estaba completamente de acuerdo. Pedro Alfonso era un hombre con una gran presencia, pero era algo más que su estatura y sus fuertes bíceps. Y algo más que el hecho de que fuese policía. Irradiaba confianza y seguridad en sí mismo. Era el hombre al que una querría tener a su lado cuando se hundía el barco o el edificio estallaba en llamas. El que no perdería los nervios en la batalla. Pero ella sabía que no había ganado todas las batallas, y sintió un escalofrió al pensar lo terrible que eso debía de ser para él.

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