—Empieza a dolerme la cabeza —protestó él—. Y tampoco me gustan los gatos.
—¿Los caballos? —le preguntó Paula.
—No me gustan los animales.
—¿Por qué no te gustan los animales?
«No le cuentes la verdad». Pero no pudo evitarlo:
—No me gusta que alguien o algo me necesite, no quiero sentirme atado a nada. No quiero querer a nadie.
Los dos se quedaron en silencio durante unos segundos.
—Pero ¿por qué? —se aventuró a preguntar Paula.
«No lo digas, no tiene por qué saberlo. No hay razones para que se lo cuentes».
—Mis padres murieron cuando yo tenía diecisiete años —se encontró diciendo Pedro y odiándose por ello. ¿Por qué se lo contaba? Era como si le estuviera arrancando las entrañas sólo con mirarlo con esos ojos—. Pero no lo diré en la entrevista. No quiero la compasión de nadie.
Ella había abierto la boca para decir algo, pero la cerró de inmediato. Sin embargo, no pudo controlar el brillo de sus ojos, que parecían haberse vuelto de un tono dorado, suaves, acariciadores, como si compartiera su dolor con él.
—No te preocupes, no voy a decir en público que no me gustan lo perros porque no quiero sentirme atado a nada. Ni siquiera sé por qué te lo he contado a tí.
Pedro miró su reloj, como diciendo que tenía prisa.
—¿Entonces qué vas a decir cuando el presentador te pregunte por qué te lanzaste al río?
—Que fue un momento de locura temporal… —respondió él, suspirando al ver que Paula hacía una mueca—. No, diré que pensé que el perro era de un niño que estaba montando en bicicleta a la orilla del río.
—Ah, eso es bonito.
«Bonito». Paula no lo entendía, Pedro Alfonso no hacía cosas bonitas.
—Al final, el cachorro no era de nadie. Cuando se ponga bien lo darán en adopción.
—Deberías mencionarlo, eso llamaría la atención sobre Kettle Bend.
—Créeme, ya ha llamado la atención. El otro día recibimos una llamada de Alemania en la comisaría preguntando si podían adoptarlo.
—¡Podrías contar eso! —exclamó Paula—. Alemania interesada en Kettle Bend… Es un ángulo internacional.
—Lo intentaré —asintió él.
Su entusiasmo debería resultar irritante, y sin embargo, le parecía tan encantadora con sus ojos brillantes y su vestido amarillo…
—Bueno, ¿Y cómo vamos a meter el tema de las fiestas del pueblo en la entrevista?
Pedro estaba mirando sus labios, tan generosos y brillantes que daban ganas de besarlos.
—Ni idea.
—No entiendo que seas tan escéptico sobre unas fiestas que le vendrían bien a Kettle Bend.
—Soy escéptico sobre todo.
Pedro intentó disimular la fascinación por sus labios tomando un sorbo del café que le había llevado la camarera unos segundos antes.
—No es verdad.
«Paula, hazte un favor y no creas lo mejor de mí».
—Mira, creo que es una ingenuidad pensar que unas fiestas puedan hacer algo por el pueblo. No entiendo qué crees que vas a conseguir con eso.
—Vendrán muchos turistas, y eso revitalizará la economía de Kettle Bend y nos pondrá en el mapa. Algunas de esas personas podrían pensar que sería estupendo vivir en un sitio como este.
«Deja que se haga ilusiones», pensó Pedro. Pero no lo hizo, porque de repente estaba harto de ilusiones. Su escepticismo, su oscura historia, podrían apagar en un segundo la luz que parecía irradiar aquella mujer.
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