No lo miraba a los ojos, tan insegura, que Pedro no tuvo corazón para decirle que no. Además, un día se había convertido en dos, ¿Por qué no dejarse llevar? Un dulce aroma llenaba toda la casa, el mismo que había notado el primer día. Y ese aroma le recordó cosas que habían desaparecido de su vida: Una cocina hogareña, calentita, un hogar. Descanso. Afortunadamente, antes de que pudiera dejarse llevar por esos recuerdos, el perro vió a la gata de Paula y empezó a correr tras ella, metiéndose bajo la mesa de café, saltando por encima del sofá, entrando y saliendo de las habitaciones… Por fin, Pedro logró acorralarlo en la cocina, donde ladraba angustiado, porque la gata había desaparecido misteriosamente. Él miró alrededor, sorprendido por el desastre, antes de volver al salón, donde Paula estaba recogiendo las flores del jarrón que el gato y el perro habían tirado, ofreciéndole una deliciosa panorámica de su trasero.
—¿Qué ha pasado en la cocina?
Ella se volvió, colorada hasta la raíz del pelo. Aunque no sabía si era porque había estado mirando su trasero o porque no le gustaba que la hubiese pillado con la casa desordenada.
—Me gusta así, la llamo «Titanic después del hundimiento ».
—Es como si hubiera explotado una bomba —bromeó él.
Todas las encimeras estaban cubiertas de bandejas, cacerolas y restos de frutas… Paula fue a la cocina y dejó escapar un suspiro.
—Qué horror…
—¿Eso que hay pegado al techo es una ciruela?
—Tuve un pequeño accidente con la olla a presión.
—Pues has tenido suerte de que no te matase.
—Es que tenía prisa. Como verás, me queda mucho por hacer.
Por su expresión, estaba claro que no le gustaba hacer mermeladas. Y pensó entonces que aquel desastre era en parte culpa suya. Paula había estado con él cuando debería haber estado trabajando. Ella cerró la puerta de la cocina, en parte para proteger a su gata, en parte para protegerse a sí misma de algo que odiaba hacer. Pidieron pizza y vieron el partido de hockey… Y descubrieron que no se le debía dar pizza a un cachorro. Después del partido, Pedro sabía que era hora de irse a casa. Pero lo supiera o no, Paula lo había rescatado de su soledad. Sólo serían unos días, se dijo a sí mismo. Mientras tanto, quería hacer algo por ella.
—Vamos a hacer mermelada.
—No es necesario, Pedro, puedo hacerlo yo sola.
«Pedro». ¿Por qué insistía en llamarlo así? ¿Y por qué le gustaba que lo hiciera? Era parte de esa sensación de estar en casa. Sí, le debía algo.
—Claro que puedes hacerlo. Sólo tienes que rellenar mil tarros de mermelada mientras intentas salvar al pueblo, y… Todo lo demás.
—Sólo tengo que terminar el último pedido —dijo ella—. Y rellenar unos cuantos frascos para el mercadillo de las fiestas. Aunque si no puedo, no pasa nada.
Pero sí pasaba, pensó Pedro. Estaba descuidando su medio de vida por el pueblo. Y por él. Tenía que pagar esa deuda, y luego le diría adiós. Le habría dado a Paula, y a sí mismo, dos días, una hora y cinco minutos.
—Dame la receta —le dijo.
—No.
—No discutas conmigo.
Paula lo miró con el ceño fruncido y se le ocurrió que le gustaba discutir con ella.
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