Se había enfadado, pero no era culpa suya que tuviese una intuición especial para la gente. Además, que estuviera enfadada era lo mejor.
—¿Entonces dónde podemos encontramos? —le preguntó.
—¿Qué tal en el café Winston’s? ¿Puedes estar allí en media hora?
Winston’s siempre estaba lleno de gente, buena elección. Aunque le habría gustado que eligiese Grady’s, donde servían mejor café.
—En Winston’s habrá mucha gente —dijo ella, como si hubiera leído sus pensamientos—. La noticia de que hemos estado allí juntos correrá como la pólvora y eso salvará un poco tu popularidad en el pueblo.
Sí, Winston’s era el mentidero de Kettle Bend, aunque a él le importaba un bledo la popularidad. Estaba trabajando, de modo que iba de uniforme. Y eso era bueno, nada como un uniforme para mantener las distancias. Paula ya estaba allí cuando llegó, leyendo unos papeles. Pero vaciló durante un segundo antes de acercarse. No tenía el mismo aspecto que el día anterior en casa de su hermana o en su jardín unos días antes. Llevaba un vestido amarillo que se ajustaba a sus curvas, mostrando una piel bronceada, y un corazón de oro colgando de su cuello que parecía hacerle guiños. Y se había hecho algo en el pelo, pensó. Se lo había alisado y caía en ondas sobre sus hombros, desnudos salvo por los tirantes del vestido. Cuando levantó la cabeza vio que se había maquillado, y que sus ojos parecían más brillantes que nunca. Pero no tanto como sus labios. Y le preocupaba que eso pudiera afectarlo. Pero en cuanto se sentó con ella, descubrió que esa era su barrera, como lo era su uniforme para él. Había ido allí como una profesional, alejándose de lo que quería en realidad. Hijos. Su carrera como escritora. No había ninguna razón para que no pudiese tener las dos cosas, pensó. Aunque no era asunto suyo.
—Te alegrará saber que solo vamos a hacer una entrevista.
«Vamos».
—¿Ah, sí?
—En la emisora local. Te entrevistará Bruno Moore y luego enviarán la entrevista a todas sus emisoras filiales.
—Perfecto.
—Creo que deberías llevar el uniforme.
Paula estaba mirándolo de arriba abajo, y a pesar de su decisión de levantar barreras, se sintió complacido al ver el brillo de sus ojos. Le gustaba un hombre de uniforme.
—Muy bien.
—Bueno, vamos a ensayar. Yo haré de entrevistadora —dijo Paula, antes de aclararse la garganta—. Dígame, agente Alfonso, ¿Que hacía antes de venir a Kettle Bend?
—Era detective de homicidios en Detroit.
Ella suspiró.
—¿No podrías contar algo más…?
—No, no puedo.
—Pero es una oportunidad perfecta para hablar del encanto de Kettle Bend. Podrías decir que te has cansado de la gran ciudad y has elegido la tranquilidad de un pueblo pequeño…
—Si quieres que te diga la verdad, no me molestaba vivir en Detroit, donde podía ir al supermercado sin que nadie me advirtiera que había un coche mal estacionado en la esquina y sin que todo el mundo me preguntase sobre ese maldito perro.
—No puedes llamarlo «maldito perro…» —Paula suspiró, enfadada—. ¿Por qué te has mudado aquí si tanto te gustaba vivir en Detroit?
Pedro se sorprendió a sí mismo respondiendo:
—Estaba quemado.
Y luego, enfadado consigo mismo por haberlo dicho, cambió de tema:
—No me gustan los perros.
—¡No puedes decir que no te gustan los perros! Además, era un cachorro… ¿Qué clase de persona odia a un cachorro?
Perfecto. La clase de persona a la que Paula Chaves no querría acercarse.
—No soy una persona cálida y eso no queda bien en las entrevistas —dijo Pedro—. Y no voy a mentir ni sobre los perros ni sobre nada.
—¡No te estoy pidiendo que mientas!
—Me alegro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario