—No soy una ingenua.
—Yo lo he vivido y sé que no es cierto, el amor no gana siempre.
Paula bajó del brazo del sillón para sentarse en sus rodillas.
—Te quiero —le confesó, mirándolo a los ojos—. Te quiero y nunca dejaré de hacerlo. He venido a buscarte, Pedro Alfonso, y eso significa que el amor gana siempre.
—Eres una inocente… —murmuró él, sin tocarla, pero sin apartarse.
—¿Creías que iba a quererte menos por lo que me has contado? Pues te equivocas, ahora me importas más.
Pedro la miraba como buscando algo en sus ojos… Y por fin la apretó contra su pecho, enterrando la cara en su cuello.
—Deja que lleve esa carga contigo… —susurró—. Solo no puedes, pero entre los dos sí podemos hacerlo.
Lo sintió temblar entonces.
—Muy bien… —musitó.
Y por fin, Paula dejó escapar un suspiro, sus lágrimas de alegría mezclándose con las de Pedro.
—¡Aventura de verano! —estaba gritando Pedro—. La mejor mermelada del mundo… Cura los corazones rotos.
—No puedes decir eso —lo regañó Paula, riendo.
Pedro estaba ayudándola en el puesto del mercadillo el último día de las fiestas. Habían estado juntos desde que le contó la verdad sobre su vida, desde que Paula se ofreció a llevar esa carga con él. No podían separarse. No se cansaban el uno del otro. La noche anterior se habían quedado dormidos en el sofá, hablando en voz baja, haciéndose confidencias hasta que por fin, agotados, se quedaron dormidos. Cuando él despertó por la mañana, con la cabeza de ella sobre su hombro, le había parecido que estaba en el cielo. De modo que Pedro Alfonso, el hermético oficial Alfonso, estaba vendiendo mermeladas en el puesto y pasándolo en grande. No sólo vendía mermeladas, las publicitaba como si fueran un elixir mágico. Se movía entre la gente, yendo de mesa en mesa, de puesto en puesto, besando a los niños… Estaba vivo. ¿Cómo era posible que vender mermelada en un humilde puesto de un humilde pueblo lo hiciera sentir como si estuviese en la cima de una montaña? Como si tuviese toda una maravillosa vida por delante. Se sentía así porque Paula estaba a su lado. Paula, que había escuchado en silencio su secreto y no se había marchado. Paula, que lo había liberado. Así era como se sentía en aquel momento: libre. Como si su soledad hubiera sido una prisión de la que ella lo hubiera sacado. Ella, la pequeña Paula, que no debía medir más de metro sesenta, era tan fuerte que había logrado apartar de sus hombros esa carga tan pesada.
—Perdone, señora, si compra un tarro de mermelada, prometo caminar con las manos.
—¡Pedro!
Pero la señora compró la mermelada, riendo, y Pedro caminó sobre las manos. Y Paula tuvo que reír y aplaudir con los demás.
—Vamos, cariño —dijo luego, poniendo el cartel de "Cerrado" en el puesto—. Seguramente tendremos tiempo para participar en la carrera de sacos.
Más tarde, riendo, uno sobre el otro en el suelo, Pedro se preguntó si eso era ser un adolescente, porque él nunca había podido serlo. La muerte de sus padres había ensombrecido ese momento de su vida en el que debería haber estado riendo, robando besos, y sintiendo que su corazón se aceleraba por una chica en particular. Para Pedro Alfonso, era una increíble bendición vivir ahora esa parte de su vida que había perdido. La de enamorarse. Porque eso era lo que le había pasado desde el momento en que conoció a Paula Chaves. Por fin, Paula y él consiguieron levantarse y llegar a la meta los últimos. Pero la multitud aplaudió de toda formas cuando se besaron… Y siguieron haciéndolo durante varios minutos.
—Creo que podríamos ganar la competición del huevo y la cuchara —sugirió.
—Lo dudo —dijo Paula.
—Vamos a intentarlo de todas formas. Me gusta besarte cuando perdemos… — murmuró él, moviendo cómicamente las cejas.
—A mí también.
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