Las fiestas de Kettle Bend iban a ser un éxito. El pueblo estaba lleno de gente, esperando en la ruta del desfile. Y sin embargo, Paula experimentaba una sensación de vacío. El comité le había suplicado que fuese en la carroza, pero ella no quería hacerlo. De hecho, consiguió perderse entre la gente, y ver, sin emoción, a la banda de música seguida de una tropa de payasos. Era un día perfecto, sin nubes. Las calles estaban limpísimas y había flores en las farolas, las tiendas con los escaparates decorados. Kettle Bend nunca había estado más bonito. Miró a la gente que observaba el desfile, pensativa. Era justo lo que había planeado: familias, niños gritando de alegría, abuelos aplaudiendo, algodón dulce, manzanas con caramelo… Pero cuando apareció la carroza del comité, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no llorar. La gente con la que había trabajado para hacer realidad aquello estaba en la carroza, sonriendo, saludando. Se había encariñado con esa gente. ¿Por qué se sentía tan triste entonces? Porque uno no podía convertir un pueblo en su familia. Había aprendido eso en casa de Carolina. El amor era complicado, pero al final merecía la pena porque te convertía en la persona que debías ser.
Paula sintió que el vello de su nuca se erizaba, y se dió la vuelta sorprendida. Tras ella, un poco a la izquierda, vió a Pedro. Pero estaba seguro de que él no la había visto. Como ella, había decidido mezclarse entre la gente. No iba de uniforme, pero llevaba una gorra y gafas de sol. No quería ser reconocido. No quería hacer el papel de héroe. Nunca lo había querido, ella lo había obligado a hacerlo. Pero ¿Por qué estaba allí?, se preguntó. ¿Sería posible que la echase de menos? Seguramente habría leído en el periódico que el perro abriría el desfile y tal vez sentía curiosidad por ver cómo iba todo. ¿Sería posible que quisiera saber si ella estaba contenta? Claro que eso significaría que le importaba, y su silencio decía todo lo contrario. Aun así, no podía apartar los ojos de él.
Pero cuando escuchó gritos de júbilo volvió la cabeza. El perro iba en un descapotable blanco, con el alcalde de Kettle Bend a su lado, y la gente lo saludaba con aplausos. Entonces el perro vió a Pedro y apoyó las patas delanteras en la puerta del coche, dispuesto a saltar. Afortunadamente, el alcalde consiguió sujetarlo a tiempo por el collar. Paula miró a Pedro, y sintió que lo que quedaba de su corazón se partía en dos al ver su expresión. Se había quitado las gafas de sol y podía ver la verdad en sus ojos oscuros. Podía ver el recuerdo de los momentos que habían pasado juntos, lanzando el frisbee, dándole palomitas al perro esa primera noche, mientras veía un partido de hockey. En los ojos de él vió cuando se perseguían el uno al otro por la cocina de su casa, o paseando a la orilla del río, el perro escondiéndose entre sus piernas cuando tiraba un palo al agua. En sus ojos vió la última noche que pasaron juntos, tumbados en la cama de su sobrino mientras el perro intentaba subirse…
Pedro giró la cabeza de repente y Paula sostuvo su mirada durante unos segundos, desafiante, pero su expresión era indescifrable. Luego volvió a ponerse las gafas de sol, se dió la vuelta y desapareció entre la gente. Ella se quedó inmóvil, atónita por lo que acababa de ver. La verdad. Y supo, como había sabido desde el principio, que iba a tener que ser muy valiente para amar a Pedro Alfonso. El día que fue a buscarlo a su casa con el perro había encontrado valentía para hacerlo. Pues iba a tener que intentarlo de nuevo. Iba a tener que jugárselo todo. Tenía que demostrarle su amor. Pero por el momento, debía dejarlo ir. El mercadillo abría después del desfile, y tenía que ir a su puesto de mermeladas. El mercadillo fue agotador y divertido a la vez. Estaba lleno de gente, y ella iba de un lado a otro ofreciendo muestras de mermelada y guardando en bolsas los frascos que vendía. Un hombre se acercó a ella entonces. Un hombre guapo y bien vestido. Le ofreció una muestra de mermelada y se volvió hacia otro cliente… Pero cuando se volvió, el extraño puso una tarjeta en su mano.
—Llámeme —le dijo, esbozando una sonrisa.
Una vez se habría sentido intrigada por esa invitación. Ahora, sencillamente le devolvió una sonrisa cansada mientras guardaba la tarjeta en el bolsillo. Y cuando la sacó por la noche tuvo que reírse al leer el nombre de Adrián Hedley bajo el conocido logo de una empresa de mermeladas y confituras. De modo que no estaba interesado en ella, sino en sus productos. Mejor, pensó, porque era hora de descubrir si había alguna esperanza. Cuando vió a Pedro esa mañana en el desfile se había atrevido a esperar que la hubiese… Ahora, mientras marcaba su teléfono, no estaba tan segura. Sabía que él vería su número en la pantalla, de modo que casi le sorprendió que contestase.
—Hola, Pedro.
—Hola, Paula. Enhorabuena por tu éxito —le dijo, con tono impersonal.
Pero que hubiese contestado cuando sabía que era ella era una pequeña victoria. Tenía tantas cosas que decirle… Sentía una terrible soledad al no tenerlo a su lado para compartir su alegría.
—Pedro, tenemos que hablar.
Silencio.
—Muy bien —dijo él por fin.
Lo había dicho con frialdad, pero tendría que ser suficiente por el momento. Paula colgó y se atrevió a albergar una pequeña esperanza, como una luz brillando a lo lejos, guiando a un viajero helado y cansado hacia su casa.
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