—He vivido y respirado un mundo tan violento, tan feo, que te rompería el corazón. Estoy intentando decirte que cada caso es una cicatriz para mí. Cada uno se ha llevado un trozo de mi alma y me ha dejado algo dentro. ¿Sabes cuántos casos he llevado?
Ella negó con la cabeza.
—Doscientos doce. Esas son muchas cicatrices, Paula.
Fue un error pronunciar su nombre porque ella lo tomó como una invitación. Se levantó del sofá y se sentó en el brazo del sillón, poniendo una mano sobre su hombro, la otra acariciando su pelo.
—Algunas personas dicen que un cuadro sin sombras no está completo. Tal vez es lo mismo para las personas… —murmuró.
—Estoy intentando decirte que no me conoces.
—Sí, ya lo sé —asintió ella—. Cuéntame más cosas entonces.
No estaba asustándola, y sin embargo, las palabras se peleaban por salir de él, como el agua saliendo de un dique roto.
—En mi último caso en Detroit —siguió Pedro—, cuando pensaba que ya lo había visto todo, que ya había visto lo peor del ser humano, descubrí lo negro que era mi propio corazón. En ese último caso, tuve que enfrentarme conmigo mismo — luego hizo una pausa para mirarla. «No se lo digas. Ahórrale esa fealdad. Dile que se vaya y que no vuelva nunca». Pero ya lo había intentado y no servía de nada. Había intentado desanimarla desde el principio… El único arma que le quedaba era la verdad y tenía que usarla—. Empezó como tantos otros: Los vecinos habían escuchado disparos y cuando llegó la policía nos llamaron de inmediato. Habían encontrado a una familia asesinada. Los Algard habían desaparecido de la faz de la tierra: La madre, el padre, un niño de cinco años, otros de tres y otro de dos.
—¡Qué horror…!
Paula se llevó una mano al corazón. Pero aún no le había contado todo.
—Nos equivocamos —siguió Pedro—. Pensamos que se trataba de una guerra entre pandillas. ¿Quién si no podría haber hecho algo así? Creíamos que estaban intentando enviar un mensaje a todo el barrio para dejar claro que ellos eran los jefes. Entonces, un pandillero se puso en contacto conmigo, un chico muy joven, Lucas. Y mientras hablaba con él, me dí cuenta de que si Carolina no me hubiera salvado de esa vida, ese chico podría ser yo. Era un tipo listo, seguro de sí mismo que no pedía disculpas por formar parte de una pandilla. Según él, estaba protegiendo a su familia. Recuerdo bien sus palabras: «Aquí todos somos soldados. A los que envían a Oriente Medio les pagan dinero por matar gente, a nosotros no».
—¡Qué horror!
Pedro asintió con la cabeza.
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