-¿Es de la seguridad? -le preguntó con prudencia.
Casi al mismo tiempo que las palabras salían de su boca, Paula supo que debería haber guardado silencio. Transcurrió una fracción de segundo y él se echó a reír. El golpe de la vergüenza, saber que todo aquello le quedaba demasiado grande, la hizo responder con contundencia.
-Tampoco es para tanto. ¿Cómo iba a saber quién es?
El hombre dejó de reírse, pero sus ojos brillaron con un gesto divertido, despertando la ira de Paula. Ella sabía que estaba reaccionando a ese efecto tan peculiar que él estaba teniendo en su cuerpo. Nunca se había sentido así antes. A pesar del calor que había en el salón, tenía la piel de gallina. Sus sentidos estaban más despiertos que nunca. Podía oír su propio corazón, latiendo estruendosamente. Y tenía calor, como si le estuvieran prendiendo fuego por dentro.
-¿No sabes quién soy?
Una gran incredulidad se dibujó en el rostro perfecto del desconocido. aunque en realidad, no lo era tanto. Paula se fijó con más atención y se dio cuenta de que tenía la nariz ligeramente torcida, como si se la hubieran roto, y tenía diminutas cicatrices por una mejilla. También tenía otra cicatriz que iba desde la mandíbula hasta la sien, en el otro lado de la cara. Se estremeció un poco, como si hubiera reconocido algo de aquel hombre a un nivel muy primario e instintivo, como si compartieran algo. Absurdo. La única cosa que podía compartir con un hombre como él era el aire que respiraban. La pregunta de él la devolvió a la Tierra. Levantó la barbilla.
-Bueno, no soy adivina. Y usted no lleva una etiqueta con el nombre puesto, así que ¿Cómo voy a saber quién es?
Él cerró la boca y apretó los labios, como si intentara reprimir una risotada. Paula, por su parte, tuvo que reprimir las ganas de darle un puñetazo.
-¿Quién es, si es que es tan importante que todo el mundo debería conocerlo?
Él sacudió la cabeza y se puso serio de repente. Paula volvió a temblar. Había un brillo especulativo en su mirada. Detrás de aquel encanto sencillo se escondía algo mucho menos benévolo, algo oscuro, calculador.
-¿Por qué no me dices quién eres tú?
Paula abrió la boca, pero en ese momento un hombre se interpuso entre ellos y se dirigió hacia el desconocido misterioso, ignorando a Paula completamente.
-Señor Alfonso, ya están listos para escuchar su discurso.
Paula se quedó perpleja. ¿Señor Alfonso? El hombre con el que acababa de hablar era Pedro Alfonso. Tal y como Gonzalo se lo había descrito, siempre se había imaginado a alguien muchísimo mayor, de estatura pequeña, gordo, siempre fumando un puro. Pero el hombre que tenía ante ella debía de tener treinta y pocos. Cuando el que los había interrumpido se marchó, Pedro se acercó a ella. Su aroma la golpeó de inmediato; era almizclada, y muy masculina. Él extendió una mano y, todavía sorprendida, ella levantó la suya. Sin dejar de mirarla ni un segundo, él se inclinó y le dió un beso en el dorso de la mano. Nada más sentir el roce de sus labios en la mano, Paula sintió que el corazón le daba un vuelco; la sangre empezó a correr más rápido por sus venas. Él se incorporó y le soltó la mano. Ya no estaba especulando. Estaba siendo seductor, insinuante.
-No te vayas, ¿Quieres? Todavía no me has dicho quién eres.
Y entonces, después de dedicarle una mirada abrasadora, dió media vuelta y se perdió entre la multitud. En ese momento Paula pudo respirar de nuevo; le observó desde lejos. Era más alto que la mayoría y la gente se echaba a un lado a su paso para facilitarle el camino. Espaldas anchas, caderas estrechas. Perfección. Era Pedro Alfonso, hombre de negocios, millonario, una leyenda viviente. Algunos lo llamaban genio. Buscó a su hermano con la mirada y le encontró. Gonzalo miraba a Pedro como si estuviera hipnotizado. Sin saber muy bien por qué era tan importante salir de allí, supo que tenía que marcharse. La idea de volver a vérselas con aquel hombre resultaba de lo más turbadora. Su falta de aplomo la avergonzaba. La piel enrojecida de las manos le picaba. Todo la gente que estaba en esa sala debía de saber quién era él; todos menos ella. Las joyas que llevaban las mujeres eran de verdad, no como las suyas, que eran poco menos que de plástico. Ese no era su lugar. Pensó en lo que había ocurrido un rato antes. El hombre más importante de todos le había visto robando canapés y guardándoselos en el bolso. De repente se imaginó a su hermano Gonzalo, presentándoselo. Se quedó blanca como la leche con solo pensarlo. Su hermano se iba a morir de vergüenza si Pedro Alfonso decía algo. A lo mejor incluso tenía problemas. El sentido de la responsabilidad se apoderó de ella y entonces hizo lo único que podía hacer. Huyó.
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