martes, 21 de abril de 2020

Pasión: Capítulo 17

Él se volvió en ese momento, con tanta brusquedad que la sorprendió mirándolo. Paula se sonrojó.

-Espero que no estés mintiendo sobre tu habilidad para cocinar. No tolero insolencias de ningún tipo, Paula.

Una lanza de dolor atravesó a Paula y las palabras la traicionaron.

-¿Porque vas a cenar con tu prometida?

Pedro frunció el ceño.

-¿Cómo sabes eso?

-Lo ví en el periódico.

Pedro se limitó a mirarla durante unos segundos.

-No es mi prometida todavía. Pero eso tampoco es asunto tuyo.

Paula recordó lo que le había dicho antes.

-Si te sirviera palitos de pescado, no podrías culpar a nadie excepto a tí mismo.

Una vez más, Paula tuvo la extraña sensación de que él estaba aguantando las ganas de reír. Pero entonces la fulminó con una mirada.

-Ni se te ocurra.

-¿Eso es todo?

Él asintió con seriedad. Paula dió media vuelta y salió antes de decir o hacer algo de lo que pudiera arrepentirse. Pedro la siguió con la mirada.

A media tarde, Paula estaba enfrascada en los preparativos para la cena. Estaba sudando a chorros cuando Jorge apareció en la cocina con una caja blanca bastante grande.

-Para tí. Del jefe.

Paula se limpió las manos y tomó la caja. Su corazón empezó a latir locamente y su mente sucumbió a las fantasías más delirantes. Un vestido de gala, en tonos rosados, hecho de una gasa fina. La cena podía ser para los dos. Puso la caja sobre la mesa y la abrió con manos temblorosas. Los castillos en el aire se derrumbaron en un abrir y cerrar de ojos. Era un traje de sirvienta de color negro con un delantal blanco, medias y zapatos negros cómodos. Entre la ropa había una nota. "Ponte esto luego, por favor"..., decía el mensaje, escrito con esa letra tan arrogante. Sintió ganas de reírse y de llorar al mismo tiempo. Nunca antes en su vida se había permitido fantasear de esa manera. Su vida siempre había estado sujeta a la cruda realidad. Había tenido un solo novio, pero nunca le había regalado nada, ni siquiera una tarjeta de felicitaciones por su cumpleaños. Y derepente. Allí estaba. Soñando con el cuento de Cenicienta. Enojada consigo misma, tiró el vestido dentro de la caja con todo el desprecio que pudo y deseó que se arrugara mucho. Respiró hondo y se centró en los preparativos. En ese momento nada la hubiera hecho tan feliz como ir directamente a esa pecera de despacho y echar la salsa que estaba preparando sobre la cabeza de Pedro Alfonso.


Esa noche, caminando de un lado a otro del salón, Pedro no recordaba la última vez que había estado tan tenso. Había vuelto al apartamento una media hora antes y se había ido directamente a la cocina. La puerta estaba cerrada.

-Vete. Estoy ocupada -le había gritado Paula desde el otro lado.

-Espero que lo tengas todo listo.

-Oh, no te preocupes -le había dicho ella en un tono dulce-. Todo está en orden. Los palitos de pescado ya casi están.

Pedro se había mordido la lengua para no exigirle que abriera la puerta de inmediato. De repente llamaron al timbre. Un segundo después entró el guardia de seguridad, acompañado de Micaela Winthrop. Tan fría como siempre, estaba radiante con un vestido de seda negro y drapeado; sencillo, pero provocativo gracias a unas transparencias atrevidas. Fue a saludarla, ahuyentando todos esos pensamientos que lo atormentaban y que giraban en torno a cierta pelirroja.

Paula oyó voces en el salón y respiró hondo. Por desgracia, el traje de sirvienta no se había arrugado. Además, era un poco pequeño para ella y se le pegaba a los pechos, al trasero y a las caderas. Se arregló un poco el pelo, se lo recogió en un moño alto y agarró la bandeja con las copas de champán y los canapés. Cuando entró en el salón, se hizo el silencio. Era consciente de las miradas que la seguían. Tenía que ser la mujer que había visto en la foto del periódico. Por el rabillo del ojo vió a una rubia escultural que estaba cerca de Pedro, junto a la ventana. De repente él la sorprendió acercándose y quitándole la bandeja de las manos.

-Gracias, Paula. Vamos a comer dentro de veinte minutos.

Ella soltó la bandeja y trató de descifrar esa mirada ambigua que había en los ojos de él, pero no pudo, así que dió media vuelta y se marchó. Terminó de preparar los entrantes y ahuyentó de su mente esas imágenes turbadoras en las que veía a Pedro brindando con la rubia.

Pedro no podía sacarse de la cabeza la imagen de Paula, entrando en el salón, con el uniforme... Se había grabado con fuego en su memoria. Claramente le quedaba demasiado pequeño. La prenda se ceñía a su menudo cuerpo y mostraba curvas que normalmente estaban escondidas. Él era el único culpable.

-¿Pedro?

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