–Tengo que llamarle.
–Cariño –intervino Paula, pasando una mano por su pelo–. Ya no hay ninguna posibilidad de que ocultes el embarazo.
–No –insistió Melisa. Pero enseguida tuvo que doblarse de dolor.
–¿Dónde está el médico? –preguntó Paula, nerviosa.
–A punto de llegar, no te preocupes. ¿Alguien puede ir a buscar al reverendo Tolliver?
–¡Estoy aquí! Alguien me ha dicho que mi hija estaba enferma. ¿Dónde está?
Pedro interceptó al hombre y le explicó la situación en voz baja. El reverendo, pálido, no parecía entender nada.
–Melisa, hija. ¿Por qué no me lo habías dicho?
La chica negó con la cabeza.
–¿Qué ocurre? ¿Esta mujer te está haciendo daño?
–No –contestó Melisa–. Sabía que tú no lo entenderías.
–Entiendo que fue un feriante el que te ha hecho ir por el mal camino. Por el camino del pecado.
Paula levantó una ceja.
–Vete, vete de aquí. ¡Te odio! –gritó Melisa entonces.
–Reverendo, no creo que éste sea el momento… –empezó a decir Paula.
–¡No me diga cómo debo hablar con mi hija! Y no quiero que esté con ella en este momento. Es usted una mala influencia…
–Reverendo, por favor –lo interrumpió Pedro.
–¡El doctor Wilcox! –gritó alguien.
–Gracias a Dios –murmuró Paula, que empezaba a perder la paciencia.
Sereno y competente, el doctor se inclinó sobre Melissa y ordenó a Jason que mantuviera a la gente alejada de la caseta mientras la examinaba.
–No podemos llevarla al hospital. Va a tener el niño aquí mismo.
La noticia hizo que Paula se echase a temblar. Puso la mano sobre el abdomen de Melisa y sintió algo… la fuerza de la vida cada vez más débil, más traumatizada, pero luchando por vivir. Si el médico intentaba seguir adelante con el parto en esas condiciones, perdería a Melisa, al niño o a los dos. Tenía que advertirle, tenía que decírselo. Aunque con el reverendo Tolliver repartiendo vitriolo a unos metros, como si ella tuviera la culpa de algo, no iba a resultar fácil. Aun así, debía intentarlo.
–Doctor Wilcox, por favor. Tenemos que llevarla al hospital. Este niño está sufriendo, no está preparado para nacer. Yo sé de estas cosas… sería muy peligroso.
Pedro y el reverendo se volvieron a mirarla.
–No sabe lo que está diciendo. Usted no es médico. Y mi hija no irá a ninguna parte. El doctor Wilcox dice que no hay tiempo.
El médico la miró entonces por primera vez. La vió con el pañuelo de monedas en la cabeza, el cartel que decía Lady Pandora lee tu futuro… Y Pedro no dijo nada. Melisa le apretó la mano a Paula hasta hacerle daño.
–Quiero que me lleven al hospital. Quiero que hagan lo que ella dice.
–¿Es usted la adivinadora que predijo lo de la niña de Tamara? –le preguntó el médico.
-Sí, soy yo. Por favor, créame, tenemos que llevarla al hospital.
–No le haga caso a esta mujer –protestó el reverendo–. Es un fraude y una amenaza para el pueblo. Si le pasa algo a mi hija, la demandaré por practicar la medicina sin licencia.
–Cuidado, Tolliver –le advirtió Pedro.
El doctor Wilcox no estaba escuchando a ninguno de los dos.
–Que traigan una camilla. Hay que llevarla al hospital.
–Gracias, doctor Wilcox. Pero debemos darnos prisa.
Los enfermeros colocaron a Melisa en la camilla un minuto después y se dirigieron a la ambulancia a toda velocidad.
–Ven conmigo –dijo la joven.
Paula miró al médico, que asintió con la cabeza.
–¡No! –exclamó el reverendo–. Alcalde, detenga a esta mujer. No quiero que esté cerca de mi hija.
Paula esperó que Pedro la defendiera. No podía hacerle eso otra vez. Tenía que ponerse de su lado… Pero Pedro no dijo lo que ella esperaba.
–Es menor de edad. Tengo que respetar los deseos de su padre.
–Esto no tiene nada que ver con su padre, sino con Melisa. Y ella quiere que vaya al hospital. Melisa sabía bien cómo iba a reaccionar su padre, por eso me buscó. Es a él a quien deberías detener, no a mí.
–Paula, por favor, no me lo pongas más difícil.
–La paciente se está poniendo histérica –les advirtió el doctor Wilcox–. Por favor, señorita, venga conmigo.
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