-¿Estás...? ¿Todo bien?
Él se detuvo.
-¿Y por qué no iba a estarlo? -le dijo él, sin mirarla a la cara.
Parecía tan remoto y cortante que Paula dió un paso atrás, agarrando con fuerza su toalla.
-Si te arrepientes de lo que acaba de pasar.
Él se dió la vuelta de golpe y se puso la toalla alrededor de la cintura.
-¿Pero qué dices? -le dijo, fulminándola con la mirada-. ¿Por qué me iba a arrepentir de nada? Es el mejor sexo que he tenido jamás.
Paula se puso blanca como la leche y sintió un calor repentino.
-Bueno, no tienes por qué enfadarte por ello. No tiene por qué volver a pasar.
De repente él estaba demasiado cerca.
-No ha sido algo de un día. Va a pasar de nuevo y seguirá pasando hasta que nos curemos de esta locura.
-Bueno, para tu información, creo que he tenido bastante. No necesito curarme de nada. Esto ha sido una muy mala idea.
Se tapó con la toalla y echó a andar hacia la puerta, pero él la hizo detenerse poniéndole las manos sobre los hombros. Se taladraron con la mirada durante un segundo. El aire echó chispas.
-¿Adónde crees que vas?
-Oh, entonces ahora me tienes prisionera en esta habitación, no solo en tu departamento.
-Maldita sea -Pedro tiró de ella y, en un abrir y cerrar de ojos, la estaba besando, echándole atrás la cabeza, aplastándole los labios.
Desafiante hasta el final, Paula mantuvo la boca cerrada y se puso rígida. Contuvo la respiración, pero finalmente no tuvo más remedio que abrir los labios. Pedro aprovechó la oportunidad para invadir su boca. Tirándole de las caderas, la atrajo hacia sí. Y ella pudo sentir cómo resurgía su deseo. De repente volvía a estar sumergida en ese remolino. Y una necesidad imperiosa la atravesaba de lado a lado. Después de probar a Pedro, después de sentir todo el poder de su pasión, ya no había vuelta atrás. Él se apartó un instante después de unos cuantos segundos de vértigo.
-No voy a hacerte el amor como un animal de nuevo.
Se agachó, la tomó en brazos de nuevo y la llevó de vuelta al dormitorio. La colocó sobre la cama y se quitó la toalla de la cintura. Paula no pudo dejar de mirarlo a medida que se acercaba. Pedro se acostó encima de ella y apartó la toalla que la cubría, dejándola desnuda ante sus ojos. Deslizó el dorso de la mano entre sus pechos hasta llegar a la entrepierna. Ella se retorció un momento, se mordió el labio. Hubiera querido tener fuerza suficiente para agarrarle la mano y apartársela. Hubiera querido decirle que no iba a sucumbir de nuevo, pero no pudo. Él le separó las piernas y empezó a tocarle en el sitio más íntimo. La miró a los ojos.
-Eres mía, Paula Chaves, y vas a serlo una y otra vez, hasta que ya no sepas quién eres.
«Eres mía, Paula Chaves, y vas a serlo una y otra vez, hasta que ya no sepas quién eres.». Pedro estaba de pie frente a la ventana del dormitorio, de espaldas. Los primeros rayos de luz del amanecer teñían de rosa el cielo de Londres. Tenía los brazos cruzados y contemplaba con gesto serio a la mujer que dormía en la cama. La noche anterior le había demostrado que, por mucho autocontrol y uso de razón que hubiera ganado con los años, el deseo más primario era más fuerte. Cuando Micaela había hecho esos comentarios tan desagradables, había tenido ganas de inclinarse sobre la mesa y hundir ese rostro perfecto en el postre que había preparado Paula.
-La velada ha terminado -le había dicho a la despampanante rubia, poniéndose en pie-. Te agradezco que hayas venido, pero creo que los dos sabemos que esto no va a pasar de aquí.
Micaela también se había puesto en pie, temblando de rabia.
-¿He terminado porque andas detrás de esa sirvienta respondona? ¿Es por eso que te niegas a acostarte conmigo? No lo entiendes, ¿Verdad? Puedes tenerme a mí y tenerla a ella también. Así es como se hace. Yo solo espero discreción. Puedes acostarte con quien te dé la gana siempre y cuando guardemos las apariencias y finjamos ser un matrimonio feliz.
Ella había dicho exactamente lo que él se había propuesto conseguir.
-Vete. He cambiado de opinión -le había dicho al final, rechazando sus palabras como si fueran venenosas.
Micaela se había limitado a sacudir la cabeza. Sus ojos eran dos témpanos de hielo llenos de malicia y desprecio.
-No volverás a tener otra oportunidad como esta.
-Yo creo mis propias oportunidades, como siempre he hecho. Ahora, lo que quiero que hagas es que te disculpes ante Paula y que te vayas.
Micaela se había echado a reír y se había marchado dando un portazo. De eso no hacía más que un día, pero bajo la fría luz de la mañana, Pedro apenas daba crédito a lo que había hecho. Había arruinado su reputación sin remedio. Alguien como Micaela Winthrop no tardaría en difamarlo. Pero eso tampoco le preocupaba demasiado, no cuando tenía delante a esa mujer maravillosa, cuyo cuerpo llevaba la marca de una noche de pasión desenfrenada. Sonrió con cinismo. A pesar de las amenazas de Micaela, el dinero siempre obraba milagros. Al final sería alguna otra de esas gatas de alta sociedad la que cayera en sus redes, y así se colaría en ese círculo al que tanto ansiaba pertenecer. Podía tenerlo todo, y Paula estaba incluida.
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