No tenía nada que ver con su hermano Gonzalo. Ese vínculo primario existía desde antes de conocerlo. Levantó las manos y lo agarró de la cabeza; su pelo suave y sedoso entre los dedos. Le hizo acercarse y le dió un beso. Él tomó la iniciativa entonces. La agarró de la cintura, abrió la boca y tomó el control. Sus lenguas se encontraron con fiereza. Paula se pegó a su duro pectoral, aplastando los pechos contra él, buscando la manera de aplacar el dolor que crecía por todo su cuerpo. Sus caderas estaban pegadas.
Paula podía sentir la línea de su miembro erecto contra el abdomen, así que abrió las piernas casi de forma automática. Pedro le quitó el delantal y deslizó las manos por su cuerpo hasta encontrar los botones del vestido. Los agarró con fuerza y tiró hacia fuera, arrancándolos de cuajo. Ella sintió que una bocanada de aire frío aplacaba el ardor que sentía en la piel. Quería soltarse, liberarse de la ropa. Casi gritó de placer cuando Pedro le tiró del vestido, dejándole los pechos al descubierto. El tejido se desgarró. Él se apartó de ella un instante y bajó la vista, respirando con mucha dificultad. Ella se sentía mareada. Su corazón latía sin control, como un tren de alta velocidad. No le llegaba suficiente oxígeno al cerebro. Los ojos de Pedro estaban velados, sumidos en un sopor. Le bajó las mangas del vestido todo lo que pudo, destapando aún más sus pechos. Su piel pálida resplandecía como el marfil bajo un sostén de color negro. La prenda no era picante ni sensual, pero a Paula le traía sin cuidado. Necesitaba sentir el tacto de sus manos, su boca.
Como si pudiera leerle la mente, Pedro le destapó un pecho, bajándole la copa del sujetador. Hipnotizado, lo abarcó con la mano y empezó a acariciarla, estimulando el pezón arriba y abajo con la yema del pulgar. Paula se mordió el labio para no suplicarle más y más. Una descarga de excitación le corría por las venas. Él bajó la cabeza y abarcó el pezón con los labios. Deslizó la lengua sobre él, chupando hasta endurecerlo del todo. Paula apoyó la cabeza contra la pared. Ya casi no sentía dolor en aquel maremágnum de placer que inundaba su cuerpo. Sus caderas se mecían contra las de Pedro. Había separado aún más las piernas y podía sentir su erección, dura y larga, contra su propio sexo. Quería verle desnudo, así que empezó a buscar los botones de su camisa. Sus manos torpes apenas podían desabrocharlos. Él se apartó un momento y entonces pudo verle bien. Una llamarada de lujuria hacía brillar esos ojos negros; un deseo demasiadogrande como para negarlo. La tenía atrapada contra la pared. La empujaba con las caderas, y eso debía de ser lo único que la mantenía en pie.
Pedro la miró fijamente. Su respiración entrecortada hacía que sus pechos pálidos subieran y bajaran rápidamente. Tenía unos pezones pequeños y sonrosados, rodeados de aureolas algo más oscuras. Tenía pecas por toda la piel. De repente sintió que el peso del destino, como algo inevitable, caía sobre él. Ella le pertenecía. Presa de una impaciencia que no le caracterizaba en absoluto, atinó a abrirse la camisa con manos temblorosas. Los botones cayeron a su alrededor. Agarró el vestido de Paula por las costuras y se lo arrancó del todo, desgarrándolo hasta el dobladillo. La sangre bullía en sus venas; estaba imparable. La prenda le cayó hasta las rodillas, dejándole ver una braguitas negras. Se sentía como un salvaje, un cavernícola, presa de los instintos más primarios. Nunca se había sentido así. La miró un instante y le habló por última vez.
-Vamos a hacerlo aquí y ahora. A menos que digas que no. Tienes diez segundos para decidirte.
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