-¿Qué estás haciendo aquí?
-A veces trabajo en casa, si te parece bien.
-¿Pasa algo? -le preguntó Paula, casi sin pensar lo que estaba diciendo.
Pedro la miró de arriba abajo y Paula sintió que le ardía el cuerpo.
-Mi cocinero acaba de llamarme para decirme que está enfermo. Esta noche viene a cenar una persona y no tengo ganas de salir, pero ahora parece que no me va a quedar más remedio.
Paula sintió una extraña punzada en su interior. ¿Sería una cita? ¿Su amante quizás?
-Yo puedo cocinar, si quieres.
-¿Tú? ¿Cocinar? -exclamó Pedro con una sonrisa irónica.
-Sé hacer algo más que judías y tostadas, si es eso lo que te preocupa -le espetó.
Después de aguijonearle, retrocedió. ¿Por qué había tenido que decir eso?
-Mira, olvida lo que he dicho. Ha sido una estupidez.
Al pasar por su lado, sintió que la agarraban del brazo. Contuvo el aliento, tragó con dificultad. Lentamente, se dió la vuelta y levantó la vista. La expresión de él era sosegada, pero no la soltaba.
-¿De verdad sabes cocinar?
Paula asintió y resistió las ganas de soltarse. No quería que viera lo mucho que la afectaba.
-Si me das una lista de lo que quieres, haré lo que pueda. ¿Para cuántos es la cena?
Pedro se puso serio de repente. La soltó bruscamente.
-Para dos.
Paula sintió la misma punzada de antes. Cruzó los brazos.
-Puedo hacerlo.
Él la miró fijamente durante unos segundos hasta hacerla sentir ganas de gritar de pura tensión.
-Muy bien, entonces. Te doy la lista y comemos a las ocho. Después del champán y los canapés.
Más tarde Paula y Jorge volvían a casa después de hacer la compra. Pedro le había dado una tarjeta de crédito y una lista de cosas. Ella la había leído con cuidado.
-No sé si voy a poder conseguir pescado sin mercurio de Hawái con tan poco tiempo. ¿Hay alguna otra cosa a la que nos seas alérgico? -le había preguntado.
-No es por mí. Es por la otra persona -le había dicho Pedro, haciendo una mueca.
-Oh -Paula no había querido preguntarle quién era el invitado o invitada. Se había limitado a dejar el papel y a sonreír con dulzura-. Me las arreglaré lo mejor que pueda.
Para sorpresa de Paula, Pedro casi se había echado a reír, pero entonces esa mirada había desaparecido.
-Muy bien -había dicho-. A ver qué puedes hacer.
Cuando estaban a punto de atravesar la entrada privada que conducía al departamento de Pedro, Paula reparó en el titular de un periódico que estaba en un quiosco. Se detuvo en seco cuando leyó la noticia. "Alfonso se casa con una belleza de la alta sociedad, Micaela Winthrop"...
-Es la novia del jefe -le dijo Jorge, al ver su evidente interés en el titular.
-Querrás decir su prometida -apuntó Paula.
No sabía por qué, pero de pronto se sentía como si no tuviera fuerzas. Jorge murmuró algo más que Paula no llegó a captar y entonces entraron en el edificio justo a tiempo para escapar de las primeras gotas de una llovizna veraniega.
En el mismo momento, un piso por encima, en su despacho de cristal, Pedro estaba leyendo el mismo titular. Por fin había llegado. Otro peldaño en su escalada hacia la alta sociedad. Sin embargo, se sentía extrañamente vacío, apagado. Se aflojó la corbata y se desabrochó el último botón de la camisa sin ser consciente de lo que estaba haciendo. Lo único en lo que podía pensar era en la cara de Paula esa misma mañana, cuando le había hablado de aquellas absurdas exigencias para la cena. Había estado a punto de echarse a reír. Nadie le hacía reír. Algo llamó su atención. La luz del ascensor estaba encendida. Alguien estaba subiendo. Probablemente fuera Jorge o alguno de los otros guardaespaldas, pero aun así sentía un cosquilleo en la piel. Podía ser ella.
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