Pedro salió de la ensoñación y miró a la mujer que estaba a su lado. Micaela había arqueado una ceja y sus ojos azules, perfectamente maquillados, lo miraban con curiosidad.
-Lo siento -le dijo él, sonriendo.
Paula acababa de servir los entrantes. Puso la oreja contra la puerta para tratar de oír la conversación. Oyó la voz grave de Pedro y después una risita ligera y un tanto irritante.
-¡Oh, Pedro, eres terrible!
Paula se sonrojó. La cara le ardía de calor. Se sentía paranoica, como si Pedro pudiera entrar en cualquier momento con su plato de entrantes de linguine y trufas para decirle. «¿Te estás burlando de mí? ¿Creíste que esto sería apropiado?». Pero eso no pasó, así que siguió adelante con el primer plato. Después de un tiempo prudencial, volvió a salir para rellenarles las copas de vino. Pedro se había terminado los entrantes, pero la señorita Winthrop apenas los había tocado. La mujer apenas la miró. Simplemente empujó el plato hacia el borde de la mesa. Se mordió la lengua al ver que él le lanzaba una mirada de advertencia. Les rellenó las copas y retiró los platos. Tenía ganas de hacer una reverencia, pero tuvo que aguantar las ganas. Cuando les llevó el primer plato, no pudo evitar sentir una gran satisfacción al ver la cara de sorpresa de Pedro. El olor a cacciatore de gallina de Guinea era exquisito. Les sirvió a los dos y volvió a retirarse a la cocina. Estaba empezando a enojarse mucho con la cita de él. En el bar donde trabajaba, la gente al menos la miraba a la cara, aunque fuera un sitio sin ninguna clase. Empezó a recoger y a limpiar, ignorando el murmullo de voces y tratando de no imaginar de qué podían estar hablando. ¿Planes de boda? Dió un golpe con un pañito de cocina. Celos locos. Cualquier sentimiento hacia Pedro Alfonso que no fuera antipatía y cansancio, era totalmente absurdo. Oyó un ruido y dió media vuelta. Jorge acababa de entrar por la otra puerta de la cocina, que daba al vestíbulo de la entrada. Al terminar su turno le había dado la misma cena que les había servido a Pedro y a su invitada.
-Ésta ha sido la cena más increíble que he tomado jamás.
Paula sonrió de oreja a oreja.
-¿En serio? ¡Oh, Jorge, gracias! -fue hacia él y le dió un beso espontáneo.
Pero justo en ese momento se abrió la otra puerta. Paula retrocedió de inmediato, con las mejillas ardiendo. Pedro estaba allí de pie, con cara de pocos amigos, con la servilleta en la mano.
-Si estás lista, nosotros hemos terminado.
Jorge se escabulló tan rápido como pudo y Paula se centró en Pedro, sintiéndose culpable sin motivo alguno. Él se quedó en la puerta, obligándola a pasar por su lado. Sus caderas se rozaron brevemente. Retiró los platos. Por suerte esa vez la gélida rubia no la miró ni una vez. Habiendo recuperado la compostura, volvió con el postre y el café.
-Cariño. -decía la señorita Winthrop-. ¿Cómo pudiste llevarte a Luis del Four Seasons? ¡Roberto tiene que estar hecho una furia! La comida estaba divina.
Paula sintió una descarga de satisfacción al tiempo que dejaba la bandeja sobre una mesa cercana. En el silencio que siguió, se dió cuenta de que estaba conteniendo la respiración, esperando a ver qué decía Pedro. A medida que pasaban los segundos, la espera se hizo cada vez más importante.
-En realidad. -dijo, por fin, aclarándose la garganta-. Luis no se encontraba bien esta tarde, así que fue Paula quien nos preparó la cena. Es mi ama de llaves, de forma temporal -añadió.
Paula, que estaba recogiendo los platos y cubiertos, volvió a ponerlos sobre la mesa. De repente se sintió un poco mareada. No podía creerse que Pedro le hubiera reconocido el mérito. Por primera vez en toda la tarde, la rubia le lanzó una mirada recelosa y inquisitiva.
-Oh. Qué bien.
Las palabras desprendían condescendencia.
-No iba a decir nada. -añadió, volviendo a mirar a Pedro-. Pero pensé que quizá Luis se había tomado el día libre, o que había mandado a uno de sus ayudantes de cocina. La gallina de Guinea sabía un poco raro. Espero que supiera lo que hacía. Mañana tengo un evento familiar. No puedo ponerme enferma.
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