jueves, 30 de abril de 2020

Pasión: Capítulo 32

-¿Bien? No sabía qué sería apropiado.

-Es perfecto.

Fue hacia ella. Sacó las manos de los bolsillos. Paula casi tropezó al verle acercarse. Estaba parada junto a una mesa. Él agarró una cajita en la que no se había fijado. La abrió y se la ofreció. Ella bajó la vista y se encontró con un magnífico collar de diamantes con unos pendientes a juego en forma de lágrima.

-¿Qué es esto?

-Joyas, para que las lleves -le dijo él, frunciendo el ceño.

Ella sacudió la cabeza y se apartó un poco.

-Es demasiado, Pedro. No puedo ponerme eso. Tienen que costar una fortuna.

Una sombra oscura pareció pasar por el rostro de Pedro.

-Son de la tienda del hotel. Hay que devolverlas por la mañana.

Ella le miró con ojos de sospecha.

-¿Solo son para esta noche?

Él asintió. Sus ojos eran un enigma.

-Si quieres.

Paula volvió a mirar las joyas.

-Muy bien. Me las pondré.

Pedro sacó el collar y se lo puso con manos expertas. Después le dió los pendientes. Paula se los puso con manos temblorosas. El collar era frío y pesado.

-¿Vamos? -le dijo Pedro, dándole el brazo.

Ella asintió y se agarró de él. Fueron al lugar del evento en la misma limusina que los había recogido en el aeropuerto. Cuando bajaron del coche, Paula agradeció el manto de aire caliente. Pedro la llevaba hacia un edificio de madera maravillosamente decorado. Todo era tan glorioso y exótico. Nunca había visto nada parecido. Se dejó seducir por los olores y las vistas. Los peculiares fonemas del idioma tailandés. El edificio era un espacio abierto por todos los lados, rodeado de exuberantes jardines. Los árboles estaban iluminados con pequeñas bombillas que les daban un aire mágico. La lluvia había cesado, y las estrellas iluminaban el firmamento. Las hermosas tailandesas se movían entre la multitud con sus faldas largas, sirviendo bebidas y comida. Paula rechazó una copa de champán. Pedro le dió un vaso de agua.

-¿No bebes?

Paula hizo una mueca y evitó su mirada.

-Mi madre era alcohólica, y mi abuela. Nunca he probado el alcohol.

Él se la quedó mirando durante unos segundos. Ella lo miró un instante y entonces apartó la vista. No podía creer lo que acababa de decirle.

-Las mujeres son tan pequeñas. Me siento como un elefante a su lado -le dijo, tratando de cambiar de tema.

Pedro le agarró la mano que tenía libre y se la llevó a la boca. Paula levantó la vista y contuvo la respiración al sentir sus labios sobre la palma de la mano.

-No pareces un elefante. Estás radiante.

-Gr... Gracias -dijo Paula, tartamudeando.

No podía creerse dónde estaba, con ese vestido, con Pedro Alfonso. Era como si la fantasía con la que llevaba tiempo deleitándose se hubiera hecho realidad de la noche a la mañana. Era demasiado. Pedro la condujo hacia la multitud, adentrándose en ella. En los jardines había mesas elegantes con velas que parpadeaban con la brisa. De repente un hombre se les acercó. Le dió una palmada en la espalda a Pedro. Y ese fue el comienzo de una larga velada durante la que mucha gente se acercó a él y le habló de cosas que Paula nunca había oído, cosas que no podía entender, cosas como las fuerzas de mercado, tendencias. Pero tampoco le importaba. Siempre le había gustado escuchar a la gente.

-¿Te aburres?

Paula levantó la vista, sorprendida. Otro hombre acababa de marcharse de su lado.

-¡No! ¿Por qué? ¿Pensaste que sí?

-No -dijo él-. Pero estás muy callada, y eso me puso nervioso.

Ella se encogió de hombros.

-No tengo ni idea de qué estás hablando la mayor parte del tiempo - sonrió-. Pensaba que eso sería un alivio para tí.

Pedro reprimió una sonrisa.

-Aunque pueda parecer extraño, no estoy tan aliviado como esperaba -la miró de frente por fin-. Esa carpeta que llevas en la maleta, con los dibujos, y el texto. ¿Qué es?

Paula se sonrojó. El corazón se le encogió.

-Debería haber sabido que habías mirado eso también. ¿Esperabas encontrar un plan de ataque para robar un banco, o algo así? -apartó la vista, pero Pedro le agarró la barbilla con las yemas de los dedos. Parecía incómodo.

-Puede que haya sospechado algo antes, pero ahora ya no lo sé.

Algo se agitó en el interior de Paula. Respiró hondo y aprovechó esta pequeña brecha de confianza que se había abierto momentáneamente.

-Estudié arte. Algún día quiero escribir libros para niños. Solo son unos dibujos y algunas ideas. Nada especial.

-A mí me parecieron muy buenos.

-¿En serio? -le preguntó Paula, mirándole con curiosidad.

Él asintió. El corazón de Paula dió un salto.

-¿Y qué te hizo querer escribir libros para niños?

Paula jugueteaba con su bolso de fiesta. Nunca se lo había dicho a nadie y se sentía expuesta, descubierta.

-Nunca fui buena alumna en el colegio. No como... -se detuvo antes de decir el nombre de su hermano-. No como la mayoría de los chicos. Siempre me gustó la lectura; verme transportada a otro mundo -se encogió de hombros, sintiéndose estúpida. Evitó la mirada aguda de Pedro-. Bueno, pensé que quizá yo podría hacer eso algún día, escribir libros -bajó la vista.

Pedro la miró unos segundos, en silencio. Su cabello resplandecía como una bola de fuego.

Pasión: Capítulo 31

-Me encanta este calor. Es como seguir en una ducha caliente después de cerrar el grifo. Y los olores son tan exóticos.

Pedro trató de no fijarse en cómo la seda de la camisa, húmeda, se le pegaba a los pechos, definiendo su firme silueta, los pezones duros.  Apretando la mandíbula, la agarró del brazo y la condujo al hotel más exclusivo de Bangkok, uno perteneciente a la prestigiosa cadena de hoteles Wolfe.  Además, él conocía al dueño, Sebastián Wolfe, personalmente. Al entrar en la habitación, Paula miró a su alrededor, extasiada, sin palabras. Tocó los respaldos de las sillas, deslizó las yemas de los dedos sobre la superficie reluciente de las mesas. Abrió las puertas correderas y salió a la enorme terraza, que daba al río Chao Praya. Puso en el suelo el maletín del portátil y fue hacia ella. El mánager del hotel se había marchado ya, después de decirle que no dudara en llamarlo en cualquier momento del día en caso de necesitar algo. Sonrió. Sin duda, Sebastián debía de haberle dicho que le cuidara muy bien. El dueño de los hoteles Wolfe se había casado recientemente con una india preciosa, y acababan de tener a su primer hijo. Sebastián le había mandado una foto de los tres juntos. Una imagen de familia feliz que él no podía soportar. Ahuyentó esos pensamientos y frunció el ceño. ¿Dónde estaba Paula? De repente ella apareció por una esquina, donde un enorme bambú se mecía al viento.

-¡Hay piscina! Nuestra piscina privada.

Él sonrió y metió las manos en los bolsillos. No creía que fuera a ser capaz de tener las manos quietas, sin tocarla.

-Lo sé.

-Oh, claro. Habrás estado aquí muchas veces.

Pedro se dejó llevar y fue hacia ella. La rodeó con el brazo, la atrajo hacia sí y la hizo levantar la barbilla.

-No muchas. Pero sí unas cuantas. ¿Te gusta?

Paula sonrió. Parecía avergonzada.

-¿Que si me gusta? ¿Estás de broma? Este lugar es como un paraíso. Nunca he visto nada parecido. La ciudad es extraordinaria, impresionante. Y este hotel es otro mundo.

Pedro la atrajo hacia sí y habló sin pensar.

-Tú sí que eres extraordinaria.

Paula se sonrojó. Escondió el rostro contra su pecho.

-No. No lo soy -levantó la vista-. Soy de lo más corriente, pero creo que eso es una novedad para tí.

El corazón de Pedro se encogió. Si ella hubiera sabido. Tomó una de sus manos y le dió un beso. Las palmas de sus manos habían empezado a suavizarse.

-Tengo que ver a unos clientes. ¿Por qué no te echas una siesta y te pones cómoda? No creo que vayas a tener mucho jet lag porque dormimos en el avión. Esta noche vamos a un evento, y mañana voy a tener reuniones todo el día.

Paula asintió con la cabeza. Sabía que aquello le quedaba demasiado grande en muchos sentidos. Las palabras de Rocco retumbaron en su cabeza, especialmente una. Evento. Se mordió el labio.

-Lo de esta noche. ¿Es algo muy importante?

Pedro asintió, con un gesto serio en el rostro.

-Mucho. Y habrá un enorme bufé, así que será mejor que traigas una maleta para alimentar a tus vecinos necesitados.

Paula tardó un segundo en darse cuenta de que se estaba riendo de ella.

-Bueno, ahora en serio, solo he estado en ese evento en Londres, así que. ¿Qué hago si la gente me habla?

-Pues les contestas -Pedro esbozó una sonrisa seca-. Aquella noche no tuviste ningún problema en hablar conmigo. Simplemente no des por sentado que todo el mundo es de seguridad -le dijo y se alejó.

De repente Paula se sintió tremendamente ridícula.

-Te veo dentro de unas horas -añadió él, volviendo la cabeza justo antes de salir.

Esa noche Paula se miró por última vez. Pedro la esperaba fuera, en uno de los salones de la suite. Cada uno tenía su propio cuarto de baño y vestidor. Todavía no daba crédito ante tanta opulencia. Todo era de maderas nobles. La iluminación sutil y exquisita. Sábanas de seda. En la suite el aire acondicionado estaba bastante alto y al salir fuera la sensación era como entrar en un horno caliente. Respiró hondo. El vestido que llevaba resplandecía en diversos tonos de rojo y naranja. Se miró las sandalias, también rojas, dió media vuelta y agarró su bolsito de fiesta, de color dorado. Caminando despacio, salió al pasillo. Él la esperaba junto a las puertas correderas. Tenía las manos en los bolsillos y su espalda parecía más ancha que nunca con aquel traje negro. Durante una fracción de segundo, sintió ganas de salir corriendo. Pero en ese preciso momento, él se dió la vuelta. Debía de haberla oído. La miró de arriba abajo.

Pasión: Capítulo 30

-¿Para quién es la ropa? -preguntó Paula cuando salió del cuarto de baño por segunda vez, envuelta en una toalla.

El sol estaba en lo más alto y se veía tierra debajo. Sintió un cosquilleo de emoción. Pedro debía de haberse duchado en otro cuarto de baño, ya que estaba abrochándose una camisa limpia, con el pelo mojado. De pronto la miró.

-Son para tí.

Paula se puso tensa.

-Pero yo tengo ropa.
-Necesitas ropa apropiada para ese clima. No tienes ni idea del calor que va a hacer. Además, tengo que asistir a unos cuantos eventos en Bangkok y en Nueva York, así que vas a necesitar ropa apropiada.

Paula se mordió el labio y miró las bolsas con ojos serios.

-Me parece raro. No quiero que me vistas.

-No es para tanto -le dijo él con impaciencia-. Por suerte me dí cuenta a tiempo.

Paula sintió un latigazo de fuego que le corría por la espalda. Se puso las manos en las caderas.

-¿Oh?¿Tienes miedo de que te ponga en ridículo en público? A lo mejor no deberías haberte dado tanta prisa echando a tu novia la otra noche. A ella no tendrías que vestirla.

Paula sabía que se había puesto pedante, pero no podía parar. La diferencia con las mujeres que solían rodear a Pedro era tan grande en ese momento. Claramente no estaba a la altura.

-¿Necesitas que te recuerde que el uniforme que me hiciste poner el otro día me quedaba pequeño? Pero si no te importa que me pasee por ahí con...

-¡Basta!
Paula cerró la boca. Pedro se acercó. Ella tragó en seco.

-Te lo digo una vez más, ella no era mi novia. Y la empresa que me envió el uniforme se equivocó de talla. Creo que estos vestidos te quedarán muy bien, y si no te los pones, te los pondré yo mismo.

Paula levantó la barbilla.

-No me das miedo, ¿Sabes?

Pedro tardó un poco en reaccionar, pero cuando lo hizo, se echó a reír a carcajadas. Volvió a mirarla. Sus ojos resplandecían, le cortaban la respiración.

-Lo sé. Créeme. Eres la única.

Un rato más tarde, vestida con las prendas exquisitas que Pedro le había comprado, Paula estaba sentada de vuelta en su asiento, con el cinturón abrochado. El avión había iniciado el descenso a través de unos negros nubarrones, rumbo al aeropuerto de Bangkok. De repente el aparato cayó un poco y se aferró al asiento, mirando a él con cara de pánico.

-¿Qué ha sido eso?

-Turbulencias. Aquí están en la época de lluvias, así que va a haber tormentas. Pero la lluvia es cálida.

-¿Cálida?

Pedro extendió la mano.

-Ven aquí.

Ella se levantó de su asiento, más nerviosa de lo que quería admitir. Él se cambió de asiento para que ella se pudiera sentar a su lado, junto a la ventana.

-Pero no vas a ver nada -le dijo Paula.

-Ya lo he visto antes -le dijo él, mirándola con ojos risueños-. Es tu primera vez.

Paula miró por la ventana por fin. Acababan de atravesar las nubes y el paisaje más hermoso se extendía ante ellos.

-Es tan verde. ¡Nunca pensé que pudiera ser tan verde!

Pedro la rodeaba con los brazos.

-Es una mezcla de jungla y de arrozales. Es un país exuberante, sobre todo en la estación de lluvias.

Paula sacudió la cabeza, maravillada, disfrutando de las vistas. Podía ver un templo en medio de un campo, y personas diminutas que caminaban a su alrededor.

-Es precioso.

-Pero todavía no has visto nada. No lo has visto bien.

-¿Habrá tiempo para...? Quiero decir. ¿Podremos ver algo?

Pedro sintió esa presión en el pecho que lo atenazaba cada vez que miraba esos ojos con reflejos dorados. Asintió.

-Claro. Podemos ir al Grand Palace, y ver muchas otras cosas más.

Sin saber muy bien lo que hacía, Paula le dió un beso en la boca y entonces se apartó rápidamente antes de que él pudiera ver el golpe de emoción reflejado en su rostro. Cuando llegaron al hotel salió del coche sin esperar a que el conductor le abriera la puerta. Se volvió hacia Pedro con una sonrisa en los labios.

Pasión: Capítulo 29

Él se puso en pie en ese momento. La tomó en brazos. Ella volvió a gritar.

-¿Adónde vamos? -le preguntó ella, de camino al dormitorio.

-A tener sexo en el aire -le dijo él con chulería.

-Pedro . No podemos.

La puerta se cerró. Pedro la puso sobre la cama, le sujetó las mejillas con ambas manos y la besó hasta hacerla perder el sentido común.

Una hora más tarde, Paula estaba acostada sobre Pedro, las piernas a ambos lados de su cadera. Su respiración todavía era errática. Sus corazones latían desbocados. Tenía la mano sobre su hombro. Al bajarla sintió una arruga en la piel. Levantó la cabeza para mirar y se encontró con una especie de cicatriz. La tocó con la yema del dedo.

-¿Qué es?

-Me caí de la bici cuando era niño.

Paula le miró con ojos de sospecha.  Él todavía tenía los ojos cerrados, pero ella sabía que le estaba mintiendo. ¿Por qué?

-Cuando me desperté estábamos sobrevolando las montañas nevadas. ¿Dónde era?

-Probablemente fuera el Himalaya.

-Vaya -dijo Paula, respirando profundamente. No puedo creer que haya pasado por encima del Everest.

-A lo mejor -Pedro se encogió de hombros. Abrió sus ojos adormilados.

Paula se tumbó a su lado y lo miró.

-No tienes ni idea de lo afortunado que eres, ¿Verdad? ¿Es tan fácil darlo todo por sentado?

Se levantó de la cama, consciente de su desnudez. Buscó su ropa con la mirada. De repente él la agarró de la muñeca y la hizo tumbarse de nuevo. Su mirada era hermética.

-No lo doy por sentado. Nunca.

De pronto Paula recordó aquella noche de locura en la cocina, cuando él le había dicho que sabía lo que era ser un don nadie.

-Es que. No me parece que sea así. Tienes lo mejor. Esperas lo mejor y solo lo mejor.

-Porque puedo. Porque me lo he ganado. ¿Y a tí qué más te da?

Paula lo miró fijamente y trató de descifrar la expresión de su rostro. Era tan hermético. Pero ella sabía que había algo más debajo de esa gruesa capa de superficialidad, debajo de ese deseo voraz de éxito. Se hizo un silencio largo, enigmático. Contuvo el aliento. Durante unos segundos estuvo segura de que Pedro iba a decir algo, pero entonces él deslizó una mano por detrás de su cuello y la atrajo hacia sí. Le dio un beso en la boca. Después de unos segundos embriagadores, sintió que volvía a caer en un frenesí extático. Era como estar al borde de un enorme abismo, sin nada a lo que aferrarse. Tenía miedo de que Pedro pudiera ver cuánto poder tenía sobre ella. Retrocedió y él sonrió. Con la mano dibujaba círculos sobre su espalda. Estaba obrando su magia, y ella le odiaba porque funcionaba. Claramente él estaba evitando cualquier pregunta comprometedora. Se apartó con decisión.

-Voy a darme una ducha.

Se puso en pie y fue hacia el cuarto de baño, consciente en todo momento de los ojos de Pedro sobre su espalda, quemándole la piel.

En cuanto Paula desapareció, la sonrisa se borró del rostro de Pedro. Volvió a acostarse en la cama. Todo su cuerpo estaba tenso, sus puños estaban cerrados. Se maldijo una y otra vez. Sabía cómo poner el dedo en la llaga, y él no podía evitar arremeter contra ella. Había estado a punto de quitarle la mano cuando le había tocado ese viejo tatuaje. Era como si ella pudiera ver dentro de él, como si pudiera ver a través de su falsedad. Masculló un juramento. Él no se encaprichaba así de una mujer. La primera lección la había aprendido de su madre, que siempre había puesto por delante de su propio hijo al benefactor o al chulo de turno. Después, durante la adolescencia, había aprendido que las chicas siempre se iban con los chicos que tenían las pistolas más grandes, lo más malos de todos. Y por último, sus dos hermanas habían pasado por delante en la calle sin siquiera dedicarle una mirada al joven que llamaba a su padre. Este, por su parte, le había escupido y le había tirado al suelo de un empujón. Todo eso había quedado atrás tras su salida de Italia, pero Paula, con sus ojos serios e inocentes, y el instinto protector hacia su hermano, estaba abriendo grietas en ese muro de contención que le separaba de su pasado. Estaba desenterrando una parte de su historia a la que no quería volver. Sabía que no podía confiar en las lágrimas de una mujer, ni en una historia cualquiera sobre un sueño de la infancia. Y sin embargo, por primera vez en su vida, quería creer. Aunque solo fuera por un momento.

martes, 28 de abril de 2020

Pasión: Capítulo 28

Paula estaba demasiado dormida como para poder pensar con claridad. Y no quería hacerlo, no cuando se sentía tan segura en los brazos de Pedro. Sabía que debía luchar contra algo, pero no tenía fuerzas para averiguar qué era. Sintió que él la dejaba sobre una superficie suave y entonces notó que algo sedoso y delicioso caía sobre ella como un manto. Le quitaron los zapatos. Y entonces la cama se hundió un segundo y sintió la caricia de un beso en la frente. El roce fue tan sutil, que ni siquiera estaba segura de que hubiera sido un beso. Un rato más tarde, se despertó, totalmente desorientada. Había un sonido constante en sus oídos. Al espabilarse, se dio cuenta de que era el murmullo del motor del avión. Miró a su alrededor, boquiabierta. Estaba en un dormitorio, en un avión. Echó atrás las mantas y se volvió hacia una de las ventanillas. Podía ver la luz del sol, la curvatura de la Tierra, las montañas nevadas. Nunca había visto nada tan espectacular.

Se levantó del todo y se estiró. Trató de entender cómo había llegado a estar tumbada en la cama. Recordaba estar en los brazos de Pedro, un beso. Frunció el ceño. A lo mejor solo había sido un sueño. Ya no le dolía que no confiara en ella. Era evidente que no habría forma de hacerle confiar. Su hermano había desaparecido junto con un millón de euros, y ella parecía culpable por haber ido a buscarlo. Trató de ahuyentar todo pensamiento nocivo y miró a su alrededor. Había un cuarto de baño dentro del dormitorio, con toallas gruesas, una bañera y una ducha. Se sentía pegajosa y cansada, así que aprovechó la oportunidad para darse una ducha. Al salir, con una toalla enroscada alrededor de la cabeza, se fijó en varias bolsas y cajas de compras. No pudo resistir la curiosidad, así que fue a ver qué contenían. Era ropa de mujer. ¿Para ella? Se vistió rápidamente, con sus propios vaqueros y una camisa que sacó de su maleta, y fue a buscar a Pedro. Cuando abrió la puerta, todo estaba en silencio, las luces atenuadas. Solo había visto a un único auxiliar de vuelo, un hombre. Se imaginó que debía de estar durmiendo en algún sitio. No podía verlo, así que avanzó por el pasillo. De repente se detuvo. Él estaba dormido en su asiento. Tenía un brazo en el aire, y el otro sobre el pecho. Parecía tan joven. Se sentó en el brazo del asiento opuesto y contempló su rostro. Parecía mucho más accesible mientras dormía. De pronto él se movió y ella se puso en pie de un salto. Poco a poco él empezó a despertarse.

-Lo siento. No quería despertarte.

Para sorpresa de Paula, Pedro parecía totalmente desorientado, pero no tardó en recuperar la compostura habitual. Le agarró la muñeca y tiró de ella. Aterrizó sobre su pecho y, antes de que pudiera protestar, él le rodeó la cintura. Empezó a meterle las manos por dentro de la camisa, buscando su piel.

-Pedro. Para -sus palabras sonaron susurradas, faltas de seguridad.

Pero él le hizo caso. Se detuvo. La miró durante unos segundos.

-¿Por qué tienes un pasaporte nuevo entonces?

Paula aguantó la respiración durante unos segundos. Buscó alguna señal que le dijera que él no la estaba tomando en serio. Soltó el aliento bruscamente.

-Te reirás de mí.

-Ponme a prueba.

Paula trató de echarse atrás, pero Pedro la agarró con más fuerza, de forma que terminó pegada a su pecho, sentada sobre su regazo. ¿Cómo iba a concentrarse cuando podía sentir cómo se endurecía contra ella? Bajó la vista, esquivando su mirada, como si eso fuera a ayudarla a concentrarse. Jugó con un botón de su camisa. Ella respiró hondo.

-El motivo por el que tengo un nuevo pasaporte es que siempre he querido viajar, desde que era pequeña. Me hice el pasaporte en cuanto pude, aunque no tuviera intención de ir a ninguna parte. Me lo renové hace poco. Simplemente me gustaba la idea de tenerlo, para poder irme en cualquier momento. Me parecía romántico. como si existiera un mundo de oportunidades que algún día podría explorar -miró a Pedro un instante, pero no fue capaz de descifrar la expresión de su rostro. Nunca se había sentido tan expuesta. Bajó la vista de nuevo.

-Es una tontería. Lo sé.

Pedro sabía muy bien lo que quería decir. Nada más tener en la mano su primer pasaporte, también había tenido esa sensación, como si el mundo se abriera ante él. Se había marchado de Italia y no había vuelto a mirar atrás. Le sujetó la barbilla y la hizo levantar la cabeza. Trató de ocultar la emoción que sentía con la única arma que tenía. La pasión.

-Muy bien.

-¿Bien? -le preguntó, mirándole.

-Te creo -le dijo, no sin reticencia.

Paula se sintió como si el corazón se le hinchara en el pecho. Todo ese dolor, toda esa rabia se disolvió. Maldijo a Pedro, sabiendo que si él se empeñaba en no creerla, lo tendría mucho más fácil para lidiar con él.

Pasión: Capítulo 27

Ella deseaba un beso, desesperadamente. La tensión crecía sin cesar. Quería que la tocara. Transcurrieron unos segundos. y entonces oyeron unos golpecitos en la ventana. Se apartó de inmediato. Bajó del vehículo y aterrizó en el asfalto sin gracia ninguna. Pedro se limitó a mirarla con una expresión divertida. Salió del coche y avanzó por la pista, rumbo al avión. Paula dió un pequeño traspié, pero Pedro se detuvo y le tendió una mano. Ella miró esa mano durante unos segundos, como si fuera lo último que esperaba. Y entonces puso la suya encima. Por mucho que quisiera negarlo, el momento estaba cargado de emoción.

Pedro miró a Paula. Estaba sentada en un cómodo butacón, al otro lado del pasillo. Miraba por la ventanilla, como si fuera la primera vez que veía un aeropuerto. El avión empezaba a moverse, se deslizaba por la pista. De pronto vió que ella no se había abrochado el cinturón. La llamó. Le hizo señas para que se lo abrochara. Ella bajó la vista, confundida.

-El cinturón.

-Oh -buscó los dos lados de la cinta y trató de unirlas con manos torpes.

De pronto Pedro recordó ese pasaporte casi vacío. No había viajado mucho. Se incorporó rápidamente y le abrochó el cinturón. Lo apretó bien.

-Yo podría haberlo hecho.

Pedro se echó hacia atrás y la miró.

-Nunca habías viajado en avión, ¿Verdad?

Ella se sonrojó. Sacudió la cabeza y apretó los labios. Sentía vergüenza.

-¿Y entonces por qué tienes un pasaporte nuevo? ¿Ibas a algún sitio?

Un segundo después de haber hecho la pregunta sintió un sudor frío por la espalda. Su deseo de confiar en ella le estabadelatando.

-Dií -exclamó, sin darle tiempo a contestar-. ¡Claro que sí! Debías de estar planeando un viaje con tu hermano, con el millón de euros que les robó a mis clientes.

-Eso es. Estábamos pensando en Australia. Un nuevo comienzo, de cero. ¿Es eso lo que quieres oír, Pedro? Porque puedo decirte lo que quieres oír hasta quedarme azul. Pero no por eso será verdad - se volvió hacia la ventana y respiró hondo.

Gonzalo. Una punzada de culpa la atravesó como una lanza. ¿Cómo había podido olvidarse de su hermano de esa manera? Una imagen de la noche anterior fue la respuesta a su pregunta. No tenía forma de saber dónde y cómo estaba y, por primera vez desde su llegada a la casa de él, deseaba que sus hombres le encontraran. Por lo menos de esa manera sabría que estaba a salvo y podría protegerle de la ira de Pedro. Paula siguió mirando por la ventana, con los ojos fijos en un punto lejano.

Una hora más tarde Pedro suspiró, frustrado. Se mesó el cabello. La tensión entre Paula y él era tan espesa que casi se podía cortar con unas tijeras. No podía dejar de sentirse tremendamente culpable, como si le hubiera hecho un daño irreparable.

-Paula.

Ella ni se inmutó.

«Porque puedo decirte lo que quieres oír hasta quedarme azul. Pero no por eso será verdad.». Mascullando un juramento, Pedro dejó a un lado los papeles en los que no se podía concentrar y se levantó de su asiento. Se inclinó sobre ella y contempló sus mejillas pálidas. Estaba dormida. Sus pestañas, largas y oscuras, contrastaban con su piel casi transparente. De repente reparó en el rastro de una lágrima sobre su mejilla. Sintió que se le encogía el estómago. Ella había estado llorando. Mascullando otro juramento, le desabrochó el cinturón de seguridad y la tomó en brazos. Ella se despertó poco a poco y empezó a moverse.

-Shh. Te has quedado dormida. Solo quiero que estés más cómoda.

Pasión: Capítulo 26

-¿Que pasa? -Paula tenía los brazos cruzados, como si eso fuera a protegerla del influjo que ejercía el hombre que tenía delante.

-¿De qué estás hablando?

-Acabo de conocer a la nueva ama de llaves. ¿Eso en qué me convierte?

Pedro metió las manos en los bolsillos. Rodeó el escritorio y se apoyó en una esquina.

-He contratado a la señora Jones porque no quiero que hagas nada más en la casa.

-¿Entonces soy libre? -le preguntó ella, fingiendo entusiasmo.

-Ni hablar. Nunca has sido menos libre -había un tono cortante en su voz que hizo temblar a Paula.

-Entonces. ¿Qué? ¿Me han dado un ascenso? ¿He ascendido a tu cama?

-Sí. Te han ascendido a mi cama -dijo él, esbozando una sonrisa cínica-. Me gusta cómo suena eso.

-Bueno, pues a mí no me gusta. No soy un juguete.

-Lo sé. Eres una gatita con garras de tigresa.

Paula parpadeó, sorprendida.

-No sé si eso es un insulto o un cumplido.

-Oh, es un cumplido. Créeme -se puso en pie y fue hacia ella. Miró a un lado y a otro-. Tenías razón. ¿Sabes? Sobre lo del cristal. Lo hice poner así para poder verlo todo cuando quisiera. Me pone nervioso no saber quién viene o qué está pasando. Pero por una vez me gustaría tener cortinas o cristales tintados. Cerraría la puerta con llave y te llevaría al sofá. Te haría acostarte, te quitaría la camisa y te tocaría los pechos. Después deslizaría mis manos lentamente por dentro de tu pantalón hasta llegar a tus braguitas. Y seguiría adelante hasta sentir esos rizos suaves. Me pregunto si ya están húmedos.

-¡Basta! -grito Paula, apretando los brazos con tanta fuerza contra su pecho, que casi no podía respirar.

Estaba sudando. Su corazón latía con rapidez. Miró a su alrededor. Estaban rodeados de gente que trabajaba con la cabeza baja. Volvió a mirar a Pedro y se sintió mareada. Cualquiera que los observara desde fuera solo lo vería con las manos en los bolsillos, charlando con una chica cualquiera que había empezado a trabajar para él. Bajó la vista. Los pantalones de Pedro apenas podían ocultar la fuerza de su potencia masculina.

-La cocina. -dijo, intentando reconducir la conversación y evitando la mirada de Rocco-. Esta mañana. ¿La señora Jones?

Pedro le agarró la barbilla. Se había acercado más. Olía a calor, a sexo, a lujuria.

-No. Lo recogí todo yo.

Una ola de alivio inundó a Paula por dentro.

-No sé por qué no te puedo imaginar haciéndolo.

-Sé recoger cosas del suelo -le dijo él, soltándole la barbilla-. No soy tan inútil.

Paula se estremeció. No era ningún inútil. Era una especie de depredador urbano, magnífico e imponente. De repente se lo imaginó recogiendo sus braguitas del suelo, y ese vestido desgarrado. Reprimiendo un gruñido, dió media vuelta.

-Espera.

Lentamente ella se dió la vuelta. Él estaba de pie detrás del escritorio. Paula respiró.

-¿Tienes el pasaporte en regla?

Ella asintió, preguntándose a qué venía eso.

-Bien. En ese caso nos vamos esta tarde a Tailandia un par de días. Y de ahí a Nueva York.

Paula apenas podía creerse lo que estaba oyendo. Sacudió la cabeza.

-¿Tailandia?

-Es un país que está en el sureste de Asia.

-Ya lo sé -le dijo ella con impaciencia. Tenía que ser una broma-. Pero. ¿Por qué?

-Porque tengo negocios que hacer y quiero que vengas conmigo.

-¿En calidad de qué?

Él apoyó las manos en el escritorio. Había una mirada felina en su rostro.

-Como mi amante, por supuesto.


Horas más tarde, Paula seguía sin dar crédito. Iba en la parte de atrás del coche de Pedro, con las piernas estiradas por delante. Tenía el pasaporte en la mano y miraba por la ventanilla, contemplando el paisaje campestre de las afueras de Londres. El avión de él estaba en una pista privada. De repente le quitaron el pasaporte de las manos.

-¡Hey! -exclamó, dándose la vuelta.

Llevaba toda la tarde evitándole, desde que había regresado al departamento para recogerla. Él la había mirado de arriba abajo con desprecio y había murmurado algo antes de hacer una llamada. Después, la había llevado al coche sin decir ni una palabra más.

-No has viajado mucho, ¿No? -le dijo en ese momento, examinando su pasaporte.

Paula trató de quitárselo, pero Pedro lo sujetó en alto. El movimiento del coche la hizo caer hacia atrás, pero él la agarró de la mano en el último momento y la atrajo hacia sí. Con las mejillas encendidas, trató de guardar la compostura. Quería tocar su boca. Estaba tan cerca. Pedro enredó los dedos en sus rizos, sujetándole la cabeza.

-Paula. -dijo con voz ronca.

Pasión: Capítulo 25

Volvió a la cama y se sentó. Sonrió al ver que ella fruncía el ceño, en sueños. Su boca seguía hinchada. Se inclinó y le dió un beso. Ella abrió los ojos. Él se apartó un instante, para contemplarla.

-Hola -le dijo ella con voz ronca y adormilada.

Todo era tan sencillo, tan natural. Pedro sintió una punzada en su interior, pero decidió ignorarla. Se inclinó sobre ella y la besó con fiereza.

Cuando Paula se despertó parpadeó varias veces y trató de protegerse del sol que entraba a chorros por las ventanas del dormitorio. Era el dormitorio de Pedro. Miró a su alrededor, tratando de ignorar las agujetas que le agarrotaban los músculos de las piernas. No había nadie más en la habitación. Todo estaba en silencio. Miró el reloj y vio que era la una de la tarde. Reprimiendo un grito, se puso en pie de un salto, pero tuvo que volver a sentarse de inmediato para no caerse. Un aluvión de imágenes desfiló por su memoria. Esa noche interminable en brazos de Pedro, su cuerpo poderoso empujando una y otra vez. Y esa misma mañana, justo al amanecer, se lo había encontrado sentado en la cama, junto a ella, observándola con esos ojos oscuros e intensos. Entonces la había besado, y todo había empezado de nuevo. Trató de mover una pierna e hizo una mueca de dolor. Se incorporó como pudo y fue hacia el cuarto de baño, sujetando la sábana a su alrededor. Las toallas de Pedro estaban por el suelo, y sobre el lavamanos. Su inconfundible aroma impregnaba la estancia, reanudando el ataque de los recuerdos...

Finalmente no fue capaz de ducharse en ese cuarto de baño, así que regresó al dormitorio y fue hacia la puerta. La abrió con sumo cuidado, temiendo encontrárselo al otro lado. No había nadie. Salió corriendo y se dirigió hacia su propia habitación. Entró y bloqueó la puerta. Se metió en la ducha y se restregó hasta borrar todo rastro de la noche. Cuando salió se puso unos pantalones sueltos y una camisa, procurando estar lo más tapada posible. Se recogió el cabello en una coleta. Al abrir la puerta, oyó un ruido proveniente de la cocina. De repente recordó el desorden que habían dejado allí y la cara le ardió de vergüenza. Se imaginó al grandullón de Jorge en medio de todo aquello, mirando a su alrededor, perplejo. Roja como un tomate, corrió hacia la cocina. Pero lo que se encontró allí fue tan inesperado, que no tuvo más remedio que pararse en seco. Había una mujer fregando el suelo, y todo estaba en su sitio. No quedaba ni rastro del frenesí de la noche anterior. Habían puesto flores frescas sobre la mesa donde Pedro y ella.

-Tú debes de ser Paula.

Confundida, Paula miró a la mujer que se dirigía hacia ella con la mano extendida. Se la estrechó y asintió con la cabeza.

-Sí. Soy Paula. Lo siento, pero. ¿Quién eres tú?

-Soy la señora Jones -dijo la mujer, sonriendo-. Soy la nueva ama de llaves, todavía en periodo de prueba -se apoyó contra la fregona-. Acabo de reincorporarme al trabajo a tiempo completo ahora que los chicos están en la universidad -añadió en un tono conspiratorio-. Así que no sé cómo van a salir las cosas, pero él parece muy agradable.

Paula no entendía nada. La mujer hablaba como si todo estuviera en orden. Pero si ella era el ama de llaves, entonces. ¿En qué lugar la dejaba eso?

-¿Te encuentras bien, cariño?

Paula volvió a mirar a la mujer. Asintió vagamente.

-¿Jorge está fuera?

-¿El grandullón?

Paula volvió a asentir, le dio las gracias a la señora Jones y salió fuera del apartamento. Jorge leía el periódico tranquilamente. Al sentirla levantó la vista y sonrió. Lo miró con ojos de sospecha. Parecía igual que cualquier otro día. No debía de haber visto el desorden de la cocina.

-¿Sabes dónde está el señor Alfonso?

-Debería estar en su despacho -dijo Jorge, frunciendo el ceño-. Se fue para allá hace un par de horas, justo después de llegar el ama de llaves.

Asintió y se dirigió hacia los ascensores. Al oír la voz de Jorge se detuvo en seco y dió media vuelta. Él le miraba los pies. Porque estaba descalza. Sonrió vagamente y regresó al departamento para ponerse unos zapatos.

Pedro estaba parado frente a la ventana. Se pasó una mano por la nuca. No podía ignorar el cosquilleo de placer que le recorría el cuerpo, como si acabara de disfrutar de un festín. Hizo una mueca. Sí había sido un festín. De repente sintió algo. Se dió la vuelta. Ella estaba allí. Se dirigía hacia su despacho a toda prisa. Por primera vez se arrepintió de tener ese despacho diáfano, de cristal. Ya casi había llegado a la puerta. Sus ojos oscuros estaban fijos en él, su gesto era serio. Aquella situación era tan diferente a todas las demás que casi resultaba divertido. Pero él no se reía cuando ella entró por fin.

jueves, 23 de abril de 2020

Pasión: Capítulo 24

Después cerró el grifo, buscó dos toallas y la envolvió en una de ellas. De pronto fue como si un viento frío hubiera pasado entre ellos. Paula estaba ansiosa, expectante. ¿Había hecho algo mal? ¿Se había mostrado demasiado fácil? ¿Cómo iba a explicarle que se había sentido como si lo conociera de toda la vida? Le observó mientras se secaba sin decir ni una palabra. No podía evitar devorarle con la mirada. Sus músculos se contraían y se estiraban con cada movimiento. Aunque reticente, se obligó a decir algo.

-¿Estás...? ¿Todo bien?

Él se detuvo.

-¿Y por qué no iba a estarlo? -le dijo él, sin mirarla a la cara.

Parecía tan remoto y cortante que Paula dió un paso atrás, agarrando con fuerza su toalla.

-Si te arrepientes de lo que acaba de pasar.

Él se dió la vuelta de golpe y se puso la toalla alrededor de la cintura.

-¿Pero qué dices? -le dijo, fulminándola con la mirada-. ¿Por qué me iba a arrepentir de nada? Es el mejor sexo que he tenido jamás.

Paula se puso blanca como la leche y sintió un calor repentino.

-Bueno, no tienes por qué enfadarte por ello. No tiene por qué volver a pasar.

De repente él estaba demasiado cerca.

-No ha sido algo de un día. Va a pasar de nuevo y seguirá pasando hasta que nos curemos de esta locura.

-Bueno, para tu información, creo que he tenido bastante. No necesito curarme de nada. Esto ha sido una muy mala idea.

Se tapó con la toalla y echó a andar hacia la puerta, pero él la hizo detenerse poniéndole las manos sobre los hombros. Se taladraron con la mirada durante un segundo. El aire echó chispas.

-¿Adónde crees que vas?

-Oh, entonces ahora me tienes prisionera en esta habitación, no solo en tu departamento.

-Maldita sea -Pedro tiró de ella y, en un abrir y cerrar de ojos, la estaba besando, echándole atrás la cabeza, aplastándole los labios.

Desafiante hasta el final, Paula mantuvo la boca cerrada y se puso rígida. Contuvo la respiración, pero finalmente no tuvo más remedio que abrir los labios. Pedro aprovechó la oportunidad para invadir su boca. Tirándole de las caderas, la atrajo hacia sí. Y ella pudo sentir cómo resurgía su deseo. De repente volvía a estar sumergida en ese remolino. Y una necesidad imperiosa la atravesaba de lado a lado. Después de probar a Pedro, después de sentir todo el poder de su pasión, ya no había vuelta atrás. Él se apartó un instante después de unos cuantos segundos de vértigo.

-No voy a hacerte el amor como un animal de nuevo.

Se agachó, la tomó en brazos de nuevo y la llevó de vuelta al dormitorio. La colocó sobre la cama y se quitó la toalla de la cintura. Paula no pudo dejar de mirarlo a medida que se acercaba. Pedro se acostó encima de ella y apartó la toalla que la cubría, dejándola desnuda ante sus ojos. Deslizó el dorso de la mano entre sus pechos hasta llegar a la entrepierna. Ella se retorció un momento, se mordió el labio. Hubiera querido tener fuerza suficiente para agarrarle la mano y apartársela. Hubiera querido decirle que no iba a sucumbir de nuevo, pero no pudo. Él le separó las piernas y empezó a tocarle en el sitio más íntimo. La miró a los ojos.

-Eres mía, Paula Chaves, y vas a serlo una y otra vez, hasta que ya no sepas quién eres.

«Eres mía, Paula Chaves, y vas a serlo una y otra vez,  hasta que ya no sepas quién eres.». Pedro estaba de pie frente a la ventana del dormitorio, de espaldas. Los primeros rayos de luz del amanecer teñían de rosa el cielo de Londres. Tenía los brazos cruzados y contemplaba con gesto serio a la mujer que dormía en la cama. La noche anterior le había demostrado que, por mucho autocontrol y uso de razón que hubiera ganado con los años, el deseo más primario era más fuerte. Cuando Micaela había hecho esos comentarios tan desagradables, había tenido ganas de inclinarse sobre la mesa y hundir ese rostro perfecto en el postre que había preparado Paula.

-La velada ha terminado -le había dicho a la despampanante rubia, poniéndose en pie-. Te agradezco que hayas venido, pero creo que los dos sabemos que esto no va a pasar de aquí.

Micaela también se había puesto en pie, temblando de rabia.

-¿He terminado porque andas detrás de esa sirvienta respondona? ¿Es por eso que te niegas a acostarte conmigo? No lo entiendes, ¿Verdad? Puedes tenerme a mí y tenerla a ella también. Así es como se hace. Yo solo espero discreción. Puedes acostarte con quien te dé la gana siempre y cuando guardemos las apariencias y finjamos ser un matrimonio feliz.

Ella había dicho exactamente lo que él se había propuesto conseguir.

-Vete. He cambiado de opinión -le había dicho al final, rechazando sus palabras como si fueran venenosas.

Micaela se había limitado a sacudir la cabeza. Sus ojos eran dos témpanos de hielo llenos de malicia y desprecio.

-No volverás a tener otra oportunidad como esta.

-Yo creo mis propias oportunidades, como siempre he hecho.  Ahora, lo que quiero que hagas es que te disculpes ante Paula y que te vayas.

Micaela se había echado a reír y se había marchado dando un portazo. De eso no hacía más que un día, pero bajo la fría luz de la mañana, Pedro apenas daba crédito a lo que había hecho. Había arruinado su reputación sin remedio. Alguien como Micaela Winthrop no tardaría en difamarlo. Pero eso tampoco le preocupaba demasiado, no cuando tenía delante a esa mujer maravillosa, cuyo cuerpo llevaba la marca de una noche de pasión desenfrenada. Sonrió con cinismo. A pesar de las amenazas de Micaela, el dinero siempre obraba milagros. Al final sería alguna otra de esas gatas de alta sociedad la que cayera en sus redes, y así se colaría en ese círculo al que tanto ansiaba pertenecer. Podía tenerlo todo, y Paula estaba incluida.

Pasión: Capítulo 23

-No. Para. Es demasiado.

Finalmente pareció que Pedro la oía. Se puso sobre ella. Su cuerpo era enorme y esbelto. Tan poderoso que cortaba el aliento y la hacía olvidar todo lo demás. De repente le pareció ver que él se protegía. Y entonces, metiendo una mano entre sus cuerpos pegados, dirigió su poderoso miembro. Paula sintió cómo pugnaba por entrar dentro de ella. La intrusión la hizo contener el aliento unos segundos. Miró sus cuerpos pegados un instante. La piel pálida de sus propios muslos estaba tensa contra las caderas de Pedro. Él estaba entrando en ella, con fuerza y decisión, empujando y dilatando su cuerpo de mujer. La sensación era arrolladora. Estiró un brazo e hizo ademán de pararle, pero su mano se topó con su tenso abdomen, sus músculos fuertes, húmedos de sudor. Una ola de calor la inundó por dentro, abriéndose camino dentro de ella.  Y después de una fracción de segundo que pareció eterna, él estaba totalmente dentro. Podía sentirle en su interior, en toda su plenitud, llenándola por completo, lanzando dardos de placer que se dirigían a todos los rincones de su cuerpo. Él empezó a moverse de nuevo y esos temblores de placer se incrementaron. La hicieron arquear la espalda.

Él inclinó la cabeza y empezó a mordisquearle un pezón, succionando con frenesí mientras empujaba con todas sus fuerzas. Esa vez la facilidad de movimiento fue diferente. Los músculos de Paula se tensaron alrededor de él, como si no soportara dejarle ir. Enroscó las piernas alrededor de las caderas de él, obligándole a acercarse más. Los empujones de él se hicieron cada vez más frenéticos, profundos. Ella podía sentir cómo llegaba la descarga de placer. Justo en el momento en que empezaba a abandonarse a los delirios del clímax, pudo ver la expresión de Pedro. Él estaba aguantando, esperando por ella. Y cuando la felicidad más eufórica y poderosa se cernió sobre ella, sintió también una profunda ternura. Pedro siguió empujando. Los músculos de ella se contrajeron una vez más alrededor de su grueso miembro. Y entonces él se rindió por fin y dejó que su propio cuerpo sucumbiera a las delicias del orgasmo.

Finalmente, una calma fugaz cayó sobre ellos. Y el único sonido que se podía oír era el de sus respiraciones entrecortadas. Paula fue consciente en ese momento de tener las piernas alrededor de la cintura de Pedro. Su pecho, húmedo, la aplastaba contra la fría superficie de la mesa. Estaba desnuda, tumbada boca arriba, con las piernas alrededor de un hombre, bajo la luz de la cocina. De repente fue como si le acabaran de dar una ducha fría. Pedro Alfonso estaba entre sus piernas. Su propio cuerpo todavía le acogía en el más íntimo de los abrazos. Antes de que esa realidad pudiera imponerse por sí sola, él se retiró y bajó la vista. El pelo le caía de forma sexy sobre la frente. Paula todavía podía sentirle dentro. y todavía estaba excitado. Como si pudiera leerle el pensamiento, él sonrió.

-Si no nos movemos, creo que repetiremos dentro de poco.

Se separó del todo y salió de su cuerpo. Paula se sintió vacía de inmediato, y muy desnuda. Pedro la tomó en brazos y salió de la cocina, evitando los obstáculos que habían tirado al suelo. La llevó al dormitorio, la puso sobre la cama con toda la dulzura del mundo, como si estuviera hecha de porcelana y entonces entró en el cuarto de baño. Un segundo después, ella oyó el sonido de la ducha.

Pedro regresó unos minutos más tarde, volvió a tomarla en brazos, como si no pesara más que una pluma, y la llevó a la ducha. Se enjabonó las manos y empezó a frotarla por todo el cuerpo, lavándola. Paula decidió dejar de intentar sacarle sentido a todo aquello y guardó silencio mientras él la enjabonaba. Cuando deslizó las manos por su entrepierna, abrió los ojos y contuvo la respiración. Era tan viril y hermoso. El agua corría por su rostro perfecto, por su pectoral duro, y esas manos poderosas la frotaban en la entrepierna, haciéndola gemir suavemente. Se le acercó por detrás entonces, pegándose a ella hasta hacerla sentir el poder de su erección. Metió las manos por debajo de sus axilas y le agarró los pechos jabonosos, atrapando sus pezones entre las yemas de los dedos.

-Estabas tan tensa a mi alrededor. Me gustó.

Ese sentimiento de vulnerabilidad se desvaneció cuando recordó lo que había sentido en ese primer momento, al tenerle dentro de ella.

-A mí también me gustó -le dijo, volviéndose y mirándolo a los ojos con timidez.

Él se limitó a mirarla durante unos segundos, mientras el agua caía a su alrededor, y entonces la metió bajó el chorro para quitarle el champú y el jabón. El tacto de sus manos ya no era seductor, era rápido e impaciente.

Pasión: Capítulo 22

Paula levantó la vista hacia Pedro. Sacudió la cabeza y le agarró el cinturón.

-No pares.

Él esperó un segundo, como si la estuviera poniendo a prueba, y entonces se quitó la camisa y empezó a bajarle el vestido por los brazos hasta quitárselo del todo. También le quitó el sujetador. Paula quedó totalmente desnuda excepto por las braguitas. De repente se sintió expuesta, vulnerable. Pero Pedro empezó a desabrocharse el cinturón. Se quitó los pantalones. Ella contempló su imponente físico. Músculos duros, una piel bronceada y radiante. Una fina línea de vello que descendía por su pecho y que se hacía cada vez más larga a medida que sus pantalones bajaban. sobre sus muslos. Llevaba unos calzoncillos ceñidos que dejaban ver todo el esplendor de su potencia masculina. Se quedó boquiabierta. Sus miradas se encontraron. Fue como si estuvieran en el ojo de la tormenta. De repente, todo se volvió lánguido, lento. Él enredó las manos en su cabello, le soltó el moño. Encontró sus labios, la besó, descubriendo su sabor. Y entonces empezó a besarla por el hombro, por los pechos, llenos y doloridos. Abarcó sus pechos con las manos y empezó a morderle los pezones con avidez, haciéndola gemir de puro placer.

La necesidad y la tensión no tardaron en crecer de nuevo. Paula se apretaba contra Pedro, la espalda arqueada, moviendo las caderas con urgencia. Él deslizó una mano a lo largo de su espalda, por dentro de sus braguitas. La agarró del trasero y empezó a apretárselo. Volvió a besarla, la atrajo hacia sí, rozándose contra sus pezones sensibles. Ella se aferraba a sus hombros, incapaz de hacer otra cosa que no fuera sucumbir a ese arrebato sensual. Él empezó a bajarle las braguitas poco a poco y entonces buscó su entrepierna. Contuvo el aliento al tiempo que unos dedos exploraban los rizos húmedos que rodeaban su sexo. Se agarró de los hombros de él, sintiendo cómo este se adentraba en los rincones más secretos del centro de su feminidad. Él encontró la parte más íntima de su sexo y empezó a frotarla adelante y atrás. Paula empezó a temblar. Pedro metió el dedo aún más adentro, llevándola a un nivel más alto. Ella llegó al clímax rápidamente; su cuerpo se estremecía alrededor de la mano de Pedro. Esa ola repentina de placer fue tan intensa que unas lágrimas repentinas brotaron de sus ojos. Su cuerpo se tensó como una piedra durante unos segundos.

Cuando todo terminó, Pedro retiró la mano lentamente. Paula se sentía convulsionada, insensible. Llamaradas de sensaciones corrían por su piel. Jamás había experimentado nada parecido. Lo único que recordaba de sus pocas experiencias sexuales era que nunca había encontrado ningún tipo de placer. Pensaba que el sexo era sobrevalorado. No podía creerse que acabara. De repente sintió que la levantaban en el aire.

-Pon las piernas alrededor de mi cintura.

De forma automática, hizo lo que le pedía. Entrelazó los pies sobre el trasero de él y le rodeó el cuello con los brazos. Él la llevó a la enorme mesa donde solían tomar el desayuno. Sujetándola con un brazo, tiró todo lo que había sobre la mesa al suelo. Los libros de cocina aterrizaron con un golpe seco. Una copa se hizo añicos. Pedro la hizo acostarse boca arriba, todavía enroscada alrededor de su cintura. Paula podía sentir su erección, golpeándole el trasero. La hizo soltar las piernas, sin dejar de mirarla ni un segundo. Metió las manos por dentro de sus calzoncillos y se los quitó con un movimiento rápido y ágil. Ella bajó la vista y contempló el alcance de su erección. Le había parecido grande, pero se había quedado corta. Era descomunal. Una descarga de expectación y miedo la recorrió de arriba abajo. Él tenía las manos sobre sus braguitas, y se las estaba quitando. Levantó las caderas en silencio. Sus miradas se encontraron. Vió cómo la mirada de Pedro iba a parar a los rizos dorados que tenía en la entrepierna. Él respiró hondo, sus ojos se hicieron aún más grandes. Y entonces le separó las piernas con esas manos enormes. Bajó la cabeza.

El corazón de Paula se detuvo. Nunca antes. Sintió su aliento cálido sobre la piel. Apretó los puños. Y entonces sintió el primer roce de su lengua. Un temblor de puro éxtasis la sacudió por dentro al tiempo. Él jugaba con ella, lamiéndola, tentándola. Ella podía sentir cómo su cuerpo volvía a tensarse otra vez. La llegada del clímax era inminente de nuevo, y de repente no podía soportar lo fácil que era tener un orgasmo con él. No podía soportar que él la viera sucumbir. Trató de cerrar los muslos, buscando su cabeza con las manos, tirándole del pelo antes de que fuera demasiado tarde. Ya podía sentir sus músculos, contrayéndose y dilatándose.

Pasión: Capítulo 21

No tenía nada que ver con su hermano Gonzalo. Ese vínculo primario existía desde antes de conocerlo. Levantó las manos y lo agarró de la cabeza; su pelo suave y sedoso entre los dedos. Le hizo acercarse y le dió un beso. Él tomó la iniciativa entonces. La agarró de la cintura, abrió la boca y tomó el control. Sus lenguas se encontraron con fiereza. Paula se pegó a su duro pectoral, aplastando los pechos contra él, buscando la manera de aplacar el dolor que crecía por todo su cuerpo. Sus caderas estaban pegadas.

Paula podía sentir la línea de su miembro erecto contra el abdomen, así que abrió las piernas casi de forma automática. Pedro le quitó el delantal y deslizó las manos por su cuerpo hasta encontrar los botones del vestido. Los agarró con fuerza y tiró hacia fuera, arrancándolos de cuajo. Ella sintió que una bocanada de aire frío aplacaba el ardor que sentía en la piel. Quería soltarse, liberarse de la ropa. Casi gritó de placer cuando Pedro le tiró del vestido, dejándole los pechos al descubierto. El tejido se desgarró. Él se apartó de ella un instante y bajó la vista, respirando con mucha dificultad. Ella se sentía mareada. Su corazón latía sin control, como un tren de alta velocidad. No le llegaba suficiente oxígeno al cerebro. Los ojos de Pedro estaban velados, sumidos en un sopor. Le bajó las mangas del vestido todo lo que pudo, destapando aún más sus pechos. Su piel pálida resplandecía como el marfil bajo un sostén de color negro. La prenda no era picante ni sensual, pero a Paula le traía sin cuidado. Necesitaba sentir el tacto de sus manos, su boca.

Como si pudiera leerle la mente, Pedro le destapó un pecho,  bajándole la copa del sujetador. Hipnotizado, lo abarcó con la mano y empezó a acariciarla, estimulando el pezón arriba y abajo con la yema del pulgar. Paula se mordió el labio para no suplicarle más y más. Una descarga de excitación le corría por las venas. Él  bajó la cabeza y abarcó el pezón con los labios. Deslizó la lengua sobre él, chupando hasta endurecerlo del todo. Paula apoyó la cabeza contra la pared. Ya casi no sentía dolor en aquel maremágnum de placer que inundaba su cuerpo. Sus caderas se mecían contra las de Pedro. Había separado aún más las piernas y podía sentir su erección, dura y larga, contra su propio sexo. Quería verle desnudo, así que empezó a buscar los botones de su camisa. Sus manos torpes apenas podían desabrocharlos. Él se apartó un momento y entonces pudo verle bien. Una llamarada de lujuria hacía brillar esos ojos negros; un deseo demasiadogrande como para negarlo. La tenía atrapada contra la pared. La empujaba con las caderas, y eso debía de ser lo único que la mantenía en pie.

Pedro la miró fijamente. Su respiración entrecortada hacía que sus pechos pálidos subieran y bajaran rápidamente. Tenía unos pezones pequeños y sonrosados, rodeados de aureolas algo más oscuras. Tenía pecas por toda la piel. De repente sintió que el peso del destino, como algo inevitable, caía sobre él. Ella le pertenecía. Presa de una impaciencia que no le caracterizaba en absoluto, atinó a abrirse la camisa con manos temblorosas. Los botones cayeron a su alrededor. Agarró el vestido de Paula por las costuras y se lo arrancó del todo, desgarrándolo hasta el dobladillo. La sangre bullía en sus venas; estaba imparable. La prenda le cayó hasta las rodillas, dejándole ver una braguitas negras. Se sentía como un salvaje, un cavernícola, presa de los instintos más primarios. Nunca se había sentido así. La miró un instante y le habló por última vez.

-Vamos a hacerlo aquí y ahora. A menos que digas que no. Tienes diez segundos para decidirte.

martes, 21 de abril de 2020

Pasión: Capítulo 20

En ese momento el mundo podría haber dejado de girar, pero ella no se habría dado cuenta. Lo único que veía eran los ojos negros de Pedro, insondables y enigmáticos; se estaba hundiendo en ellos. Tuvo que luchar contra la marea más fuerte que jamás la había llevado.

-Pedro. -la voz le temblaba-. ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué estás aquí?

Le estaba presionando el pecho con ambas manos, como si aún quisiera soltarse, zafarse de él. Él ya no la agarraba con tanta fuerza, pero ella seguía sin poder escapar. Un letargo fatal se había apoderado de sus músculos. Él la atrajo hacia sí. No habló durante unos segundos y entonces fue como si le estuvieran sacando las palabras.

-Te deseo. Estoy aquí porque te deseo. Esta noche, la semana pasada, desde que te conocí. Siempre te he deseado. A ella no. Y creo que se dio cuenta. Por eso fue tan cruel contigo.

Paula sacudió la cabeza. Jamás hubiera pensado que él llegaría a notar su obsesión secreta.

-No. Te aburres. O tratas de darle celos o algo así. Yo solo te vengo bien en este momento.

-No es que me vengas bien. Y no me aburro. Me da igual si ella siente celos, porque se acabó y no voy a volver a verla.

Paula sintió que la cabeza le daba vueltas.

-Pero tenías una relación con ella, ¿No? Ibas a casarte.

Pedro guardó silencio durante unos segundos. El peso de esas palabras cayó sobre él. Acababa de terminar su relación con Micaela Winthrop, y al hacerlo había puesto fin a sus planes de boda. Lo había hecho porque deseaba acostarse con Paula desesperadamente. Lo deseaba más de lo que había deseado nada en toda su vida. La única parte de su mente que aún era gobernada por la razón le decía que aún no era tarde. Si alcanzaba a Micaela justo al llegar a su casa, no todo estaba perdido. Pero no tenía ganas de ir detrás de ella. Esa horrible sensación de claustrofobia en la que había estado sumido durante semanas se había disipado por fin.

-No teníamos una relación -Pedro sacudió la cabeza-. En realidad, no. Lo que teníamos era un arreglo de conveniencia.

-Pero eso suena muy frío.

Pedro se encogió de hombros.

-Así es la vida. Todavía no le había pedido que se casara conmigo. Y tampoco me he acostado con ella.

Paula estaba intentando asimilarlo todo. Pedro la atrajo hacia sí. Se sentía como si estuviera en un tren de un único destino, y ya no tenía forma de bajarse. Sin darse cuenta se había puesto de puntillas. En ese momento él bajó la cabeza hacia ella. Esos labios hermosos se acercaron más y más. Ella cerró los ojos y una ola de calor impregnó sus labios, marcándola con fuego. Al principio el beso fue como caer en un remolino. De forma instintiva, se aferró a la camisa de él, porque ya apenas sentía las piernas. Y entonces una extraña urgencia se apoderó de los dos, como si el primer contacto no fuera suficiente. Pedro le tocó la cara, la acorraló contra la pared. Paula se recostó contra la superficie y apoyó todo el peso en ella. La boca de él se movía sobre la suya con frenesí, pero sus labios eran suaves, seductores. Sintió la caricia de su lengua contra sus propios labios, todavía sellados. Lentamente apretó los puños y fue abriendo la boca, dejándole entrar. El beso se hizo más intenso. Él apretó el pecho contra ella, aplastándole las manos en el proceso, pero a ella no le importaba. Era maravilloso sentir sus manos aterciopeladas, sujetándole las mejillas mientras la besaba. Ella se estaba cayendo, deslizándose, escurriéndose, adentrándose en otra dimensión. El aroma de Pedro la embriagaba. Su lengua la acariciaba con ternura y habilidad. Sus dientes le mordían el labio inferior. Era tan dulce y pícaro al mismo tiempo. De repente la besó en la comisura del labio. Paula abrió los ojos. Sentía la boca hinchada, magullada. Era como si hubieran dado un salto en el tiempo. Levantó la mirada. Al estar tan cerca, podía ver llamaradas de oro en aquellos ojos tan negros. Él también estaba sonrojado.

-¿Qué es esto?

Pedro le quitó las manos del rostro y le agarró un mechón de pelo, enroscándolo alrededor de un dedo.

-Esto. -le dijo, mirándola a los ojos-. Se llama química. Pero nunca antes la había sentido así.

Paula sacudió la cabeza.

-Yo tampoco he sentido nada así antes.

Pedro deslizó una mano sobre su cadera hasta llegar a la cintura, y después siguió subiendo hasta tocarle un lado del pecho. Con una sonrisa perezosa, movió la mano hacia dentro hasta abarcar todo su pecho y entonces empezó a acariciarle el pezón arriba y abajo, endureciéndolo más y más. Paula contuvo la respiración.

-Esto. es lo que empezó la noche en que nos conocimos.

Paula buscó sinceridad en sus palabras. Él también lo había sentido. Esa conexión extraordinaria. Era como un cable de alta tensión que se cargaba de corriente cada vez que lo miraba.

Pasión: Capítulo 19

Paula se quedó clavada en el sitio durante unos segundos. No podía creerse que aquella mujer la estuviera menospreciando de esa manera, como si no estuviera presente. Pedro la miró fugazmente, pero no pudo devolverle la mirada. Dió media vuelta y huyó hacia la cocina, oyéndole hablar en bajo a sus espaldas. No podía distinguir lo que decía. Temblorosa, apoyó las manos en la encimera y trató de calmarse, pero las lágrimas no tardaron en salir. Oyó una risotada proveniente del salón. Era la risa irritante de esa mujer. Poco después se oyó un portazo. Ella dió un salto. Seguramente él y su invitada habían salido, rumbo a un exclusivo local nocturno. Se secó las lágrimas que corrían por sus mejillas y se puso a limpiar, llorando sin parar. No oyó la puerta que se abría.

-Paula. -dijo alguien de repente a sus espaldas.

Paula se dió tal susto que soltó la cacerola que tenía en las manos. La cazuela metálica golpeó el suelo con gran estruendo. Dió media vuelta, demasiado sorprendida como para reparar en el aspecto que tenía. Los ojos se le habían aclarado, pero las mejillas todavía le escocían. Pedro estaba allí. Se había quitado la chaqueta y llevaba la corbata floja, como si hubiera tirado de ella con impaciencia. El último botón de su camisa estaba desabrochado. Tenía el pelo alborotado. Reparó en todos esos detalles en un abrir y cerrar de ojos.

-He oído la puerta de salida -dijo, confusa,  preguntándose si era un espejismo-.  Pensaba que te habías ido.

Pedro sacudió la cabeza. Tenía las manos metidas en los bolsillos. Paula tuvo que aguantar las ganas de bajar la mirada.

-La señorita Winthrop se ha ido a casa y no va a volver. Te pido disculpas por su grosería. No quiso entrar a disculparse ella misma.

Paula abrió la boca y la cerró de inmediato.

-¿Le pediste que entrara? ¿Y que se disculpara?

Pedro asintió.

-Ni siquiera debería haber tenido que pedírselo. No tenía derecho a hablarte así. Y estaba equivocada. La comida estaba exquisita -sacudió la cabeza suavemente-. No tenía ni idea de que sabías cocinar así.

-Una de mis madres adoptivas trabajó en París como jefe de cocina en los años sesenta -dijo ella, abrumada ante tanto halago-. Terminó trabajando de cocinera en el comedor de un colegio cuando regresó a Inglaterra, porque siendo mujer nadie quería contratarla como jefe de cocina -Paula se encogió de hombros-. En realidad no se me da tan bien. Aprendí lo básico y me gusta cocinar.

Pedro se adentró un poco más en la cocina. Paula tragó en seco y retrocedió. Tropezó con la cacerola. Bajó la vista y se dió cuenta de que la salsa se había derramado. De forma automática se agachó para limpiar. Un segundo después, él estaba a su lado, agarrándola del brazo y ayudándola a incorporarse, quitándole la cacerola de las manos.

-No. Ya lo limpiará otra persona.

Paula levantó la vista. De repente estaba demasiado cerca. Su presencia física era arrolladora y ella tenía los ojos rojos. Lo que más temía de todo era que él notara que había estado a punto de llorar.

-No tienes por qué disculparte. Fue ella quien me trató mal.

-Pero fui yo quien te puso en esa situación. Lo siento -dijo él.

La confusión y el pánico libraban una batalla en el interior de Paula. No sabía qué estaba pasando. Él la miraba tan fijamente.

-Deja de decir eso. No lo sientes en absoluto.

Las lágrimas le emborronaban la visión de nuevo. Paula intentó contenerlas, parpadeando deprisa. La había convertido en una criatura llorona y furiosa. ¿Por qué no se iba y la dejaba en paz? Trató de soltarse de él con brusquedad.

-¿Sabes lo que se siente cuando te humillan así? ¿Como si no existieras? ¿Tienes idea de lo que se siente? Soy una persona, Pedro. Soy una persona con esperanzas, sueños, sentimientos. No soy una mala persona, independientemente de lo que puedas pensar tú. Cuando alguien te humilla con una mirada como esa, como si fueras invisible.

-Paula.

Pedro la tenía agarrada de los dos brazos. Estaba justo delante de ella, sujetándola con fuerza. Ella respiró profundamente.

-Sí sé. Sí sé cómo es.

-¿Pero cómo vas a saberlo? -exclamó Paula con desprecio-. No tienes idea de lo que estoy diciendo.

Él la agarró con más fuerza.

-Sí que lo sé.

En ese momento aflojó la presión de sus manos y Paula levantó la vista, más confundida que nunca. Él la agarró de la barbilla para que no pudiera rehuirle la mirada.

-Yo sí te veo.

Paula sintió un torbellino de emociones. Sentía calor por todas partes.

-Tú no. -sacudió la cabeza-. No puedes. No soy nadie.

Él sacudió la cabeza con fuerza.

-No.

De repente Paula se dió cuenta de que durante el forcejeo se habían movido hasta un rincón de la cocina que apenas estaba iluminado, junto a la ventana.

Pasión: Capítulo 18

Pedro salió de la ensoñación y miró a la mujer que estaba a su lado. Micaela había arqueado una ceja y sus ojos azules, perfectamente maquillados, lo miraban con curiosidad.

-Lo siento -le dijo él, sonriendo.

Paula acababa de servir los entrantes. Puso la oreja contra la puerta para tratar de oír la conversación. Oyó la voz grave de Pedro y después una risita ligera y un tanto irritante.

-¡Oh, Pedro, eres terrible!

Paula se sonrojó. La cara le ardía de calor. Se sentía paranoica, como si Pedro pudiera entrar en cualquier momento con su plato de entrantes de linguine y trufas para decirle. «¿Te estás burlando de mí? ¿Creíste que esto sería apropiado?». Pero eso no pasó, así que  siguió adelante con el primer plato. Después de un tiempo prudencial, volvió a salir para rellenarles las copas de vino. Pedro se había terminado los entrantes, pero la señorita Winthrop apenas los había tocado. La mujer apenas la miró. Simplemente empujó el plato hacia el borde de la mesa. Se mordió la lengua al ver que él  le lanzaba una mirada de advertencia.  Les rellenó las copas y retiró los platos. Tenía ganas de hacer una reverencia, pero tuvo que aguantar las ganas. Cuando les llevó el primer plato, no pudo evitar sentir una gran satisfacción al ver la cara de sorpresa de Pedro. El olor a cacciatore de gallina de Guinea era exquisito. Les sirvió a los dos y volvió a retirarse a la cocina. Estaba empezando a enojarse mucho con la cita de él. En el bar donde trabajaba, la gente al menos la miraba a la cara, aunque fuera un sitio sin ninguna clase. Empezó a recoger y a limpiar, ignorando el murmullo de voces y tratando de no imaginar de qué podían estar hablando. ¿Planes de boda?  Dió un golpe con un pañito de cocina. Celos locos. Cualquier sentimiento hacia Pedro Alfonso que no fuera antipatía y cansancio, era totalmente absurdo. Oyó un ruido y dió media vuelta. Jorge acababa de entrar por la otra puerta de la cocina, que daba al vestíbulo de la entrada. Al terminar su turno le había dado la misma cena que les había servido a Pedro y a su invitada.

-Ésta ha sido la cena más increíble que he tomado jamás.

Paula sonrió de oreja a oreja.

-¿En serio? ¡Oh, Jorge, gracias! -fue hacia él y le dió un beso espontáneo.

Pero justo en ese momento se abrió la otra puerta. Paula retrocedió de inmediato, con las mejillas ardiendo. Pedro estaba allí de pie, con cara de pocos amigos, con la servilleta en la mano.

-Si estás lista, nosotros hemos terminado.

Jorge se escabulló tan rápido como pudo y Paula se centró en Pedro, sintiéndose culpable sin motivo alguno. Él  se quedó en la puerta, obligándola a pasar por su lado. Sus caderas se rozaron brevemente. Retiró los platos. Por suerte esa vez la gélida rubia no la miró ni una vez. Habiendo recuperado la compostura, volvió con el postre y el café.

-Cariño. -decía la señorita Winthrop-. ¿Cómo pudiste llevarte a Luis del Four Seasons? ¡Roberto tiene que estar hecho una furia! La comida estaba divina.

Paula sintió una descarga de satisfacción al tiempo que dejaba la bandeja sobre una mesa cercana. En el silencio que siguió, se dió cuenta de que estaba conteniendo la respiración, esperando a ver qué decía Pedro. A medida que pasaban los segundos, la espera se hizo cada vez más importante.

-En realidad. -dijo, por fin, aclarándose la garganta-. Luis no se encontraba bien esta tarde, así que fue Paula quien nos preparó la cena. Es mi ama de llaves, de forma temporal -añadió.

Paula, que estaba recogiendo los platos y cubiertos, volvió a ponerlos sobre la mesa. De repente se sintió un poco mareada. No podía creerse que Pedro le hubiera reconocido el mérito. Por primera vez en toda la tarde, la rubia le lanzó una mirada recelosa y inquisitiva.

-Oh. Qué bien.

Las palabras desprendían condescendencia.

-No iba a decir nada. -añadió, volviendo a mirar a Pedro-. Pero pensé que quizá Luis se había tomado el día libre, o que había mandado a uno de sus ayudantes de cocina. La gallina de Guinea sabía un poco raro. Espero que supiera lo que hacía. Mañana tengo un evento familiar. No puedo ponerme enferma.

Pasión: Capítulo 17

Él se volvió en ese momento, con tanta brusquedad que la sorprendió mirándolo. Paula se sonrojó.

-Espero que no estés mintiendo sobre tu habilidad para cocinar. No tolero insolencias de ningún tipo, Paula.

Una lanza de dolor atravesó a Paula y las palabras la traicionaron.

-¿Porque vas a cenar con tu prometida?

Pedro frunció el ceño.

-¿Cómo sabes eso?

-Lo ví en el periódico.

Pedro se limitó a mirarla durante unos segundos.

-No es mi prometida todavía. Pero eso tampoco es asunto tuyo.

Paula recordó lo que le había dicho antes.

-Si te sirviera palitos de pescado, no podrías culpar a nadie excepto a tí mismo.

Una vez más, Paula tuvo la extraña sensación de que él estaba aguantando las ganas de reír. Pero entonces la fulminó con una mirada.

-Ni se te ocurra.

-¿Eso es todo?

Él asintió con seriedad. Paula dió media vuelta y salió antes de decir o hacer algo de lo que pudiera arrepentirse. Pedro la siguió con la mirada.

A media tarde, Paula estaba enfrascada en los preparativos para la cena. Estaba sudando a chorros cuando Jorge apareció en la cocina con una caja blanca bastante grande.

-Para tí. Del jefe.

Paula se limpió las manos y tomó la caja. Su corazón empezó a latir locamente y su mente sucumbió a las fantasías más delirantes. Un vestido de gala, en tonos rosados, hecho de una gasa fina. La cena podía ser para los dos. Puso la caja sobre la mesa y la abrió con manos temblorosas. Los castillos en el aire se derrumbaron en un abrir y cerrar de ojos. Era un traje de sirvienta de color negro con un delantal blanco, medias y zapatos negros cómodos. Entre la ropa había una nota. "Ponte esto luego, por favor"..., decía el mensaje, escrito con esa letra tan arrogante. Sintió ganas de reírse y de llorar al mismo tiempo. Nunca antes en su vida se había permitido fantasear de esa manera. Su vida siempre había estado sujeta a la cruda realidad. Había tenido un solo novio, pero nunca le había regalado nada, ni siquiera una tarjeta de felicitaciones por su cumpleaños. Y derepente. Allí estaba. Soñando con el cuento de Cenicienta. Enojada consigo misma, tiró el vestido dentro de la caja con todo el desprecio que pudo y deseó que se arrugara mucho. Respiró hondo y se centró en los preparativos. En ese momento nada la hubiera hecho tan feliz como ir directamente a esa pecera de despacho y echar la salsa que estaba preparando sobre la cabeza de Pedro Alfonso.


Esa noche, caminando de un lado a otro del salón, Pedro no recordaba la última vez que había estado tan tenso. Había vuelto al apartamento una media hora antes y se había ido directamente a la cocina. La puerta estaba cerrada.

-Vete. Estoy ocupada -le había gritado Paula desde el otro lado.

-Espero que lo tengas todo listo.

-Oh, no te preocupes -le había dicho ella en un tono dulce-. Todo está en orden. Los palitos de pescado ya casi están.

Pedro se había mordido la lengua para no exigirle que abriera la puerta de inmediato. De repente llamaron al timbre. Un segundo después entró el guardia de seguridad, acompañado de Micaela Winthrop. Tan fría como siempre, estaba radiante con un vestido de seda negro y drapeado; sencillo, pero provocativo gracias a unas transparencias atrevidas. Fue a saludarla, ahuyentando todos esos pensamientos que lo atormentaban y que giraban en torno a cierta pelirroja.

Paula oyó voces en el salón y respiró hondo. Por desgracia, el traje de sirvienta no se había arrugado. Además, era un poco pequeño para ella y se le pegaba a los pechos, al trasero y a las caderas. Se arregló un poco el pelo, se lo recogió en un moño alto y agarró la bandeja con las copas de champán y los canapés. Cuando entró en el salón, se hizo el silencio. Era consciente de las miradas que la seguían. Tenía que ser la mujer que había visto en la foto del periódico. Por el rabillo del ojo vió a una rubia escultural que estaba cerca de Pedro, junto a la ventana. De repente él la sorprendió acercándose y quitándole la bandeja de las manos.

-Gracias, Paula. Vamos a comer dentro de veinte minutos.

Ella soltó la bandeja y trató de descifrar esa mirada ambigua que había en los ojos de él, pero no pudo, así que dió media vuelta y se marchó. Terminó de preparar los entrantes y ahuyentó de su mente esas imágenes turbadoras en las que veía a Pedro brindando con la rubia.

Pedro no podía sacarse de la cabeza la imagen de Paula, entrando en el salón, con el uniforme... Se había grabado con fuego en su memoria. Claramente le quedaba demasiado pequeño. La prenda se ceñía a su menudo cuerpo y mostraba curvas que normalmente estaban escondidas. Él era el único culpable.

-¿Pedro?

jueves, 16 de abril de 2020

Pasión: Capítulo 16

Sin saber muy bien lo que hacía, soltó el periódico y fue directamente hacia el ascensor. Paula estaba junto a Jorge en el ascensor, intentando averiguar si le afectaba tanto saber que Pedro estaba comprometido. Apenas lo conocía, así que no tenía por qué sentirse. traicionada. Frunció el ceño. Estaba muy confundida. El ascensor se detuvo. Miró a Jorge, pero este se limitó a encogerse de hombros. Todavía no estaban en el ático. Las puertas se abrieron y Pedro apareció ante ellos, con las manos apoyadas en las caderas. Sin chaqueta, con la corbata floja, un botón desabrochado. Paula contuvo el aliento de inmediato y su corazón empezó a latir con más fuerza.

-Solo fuimos a comprar algo para la cena -le dijo.

¿Por qué se sentía tan culpable cuando él debía de saber muy bien dónde habían estado? Pedro miró a Jorge y le quitó las bolsas de las manos a Paula.

-Paula subirá enseguida -le dijo, dándole la compra-. Tengo que hablar con ella.

Echó a andar y Paula no tuvo más remedio que ir tras él. La condujo a través de un laberinto de despachos acristalados hasta llegar al suyo propio. Le sujetó la puerta un momento, dejándola pasar primero. De alguna manera, ese gesto tan caballeroso la hizo sentir más vulnerable que nunca. En cuanto entró en el despacho recurrió al modo de ataque para esconder sus sentimientos. Se volvió hacia él justo cuando él estaba cerrando la puerta.

-Si vas a echarme la bronca porque fuimos a comprar.

Pedro levantó una mano.

-¿He dicho algo?

Paula cerró la boca y sacudió la cabeza. Se sentía como una pordiosera al lado de Pedro. Se había cambiado y se había puesto un traje. Le observó con ojos recelosos. Él rodeó el escritorio y se sentó. De pronto ella reparó en las magníficas vistas.

-¿Siempre tienes las mejores vistas? -le preguntó, yendo hacia la ventana.

-Claro que sí -le dijo Pedro con cinismo-. ¿No sabes que se juzga a la gente por lo altos que están y por lo lejos que llegan a ver?

-Me pregunto si hay algún límite para eso.

El peso del silencio se hizo casi insoportable. Paula apartó la vista, avergonzada. ¿De dónde había salido esa observación tan filosófica? Para evitar la oscura mirada de Pedro, se fijó en los muebles modernos y en las obras de arte contemporáneo que colgaban de cables de acero sobre los paneles de cristal. Se veía a muchos empleados a través de las paredes de cristal de sus cubículos, pero nadie levantaba la vista. Todos estaban muy ocupados, ganando millones para él  y para sus clientes. Su hermano había sido uno de esos empleados. Y había terminado robándoles su dinero. Volvió a mirar a Pedro rápidamente. No quería que él adivinara en qué dirección iban sus pensamientos. Buscó algo que decir.

-¿No te importa?

-¿El qué?

Paula gesticuló con la mano.

-¿No te preocupa que todo el mundo te vea? ¿Es que nunca tienes privacidad?

-El despacho está insonorizado, así que nadie puede oír mis conversaciones privadas. Y así puedo ver a todo el mundo.

Paula lo miró fijamente. Su rostro era una máscara impenetrable. No había expresión alguna.

-Querrás decir que así lo puedes controlar todo.

-No pude controlar a tu hermano -Pedro se encogió de hombros.

Paula bajó la vista y entrelazó las manos. Él acababa de dar voz a sus propios pensamientos. Le oyó moverse y levantó la vista hacia él. Estaba parado junto a la ventana, de espaldas a ella, con las manos metidas en los bolsillos. Por un momento, su imponente físico pareció fuera de lugar frente a aquel paisaje urbano, como si tuviera que estar fuera, luchando contra las fuerzas de la Naturaleza o algo parecido.

Pasión: Capítulo 15

Paula no pudo evitar chocarse con él. Retrocedió rápidamente, como si se hubiera quemado. Una ola de calor recorría su cuerpo como un tsunami. Sentía calor y frío al mismo tiempo. Podía oler su aroma en el aire. Él la atravesó con una mirada afilada y ella tuvo que reprimir las ganas de disculparse.

-¿Qué estás haciendo aquí?

-A veces trabajo en casa, si te parece bien.

-¿Pasa algo? -le preguntó Paula, casi sin pensar lo que estaba diciendo.

Pedro la miró de arriba abajo y Paula sintió que le ardía el cuerpo.

-Mi cocinero acaba de llamarme para decirme que está enfermo. Esta noche viene a cenar una persona y no tengo ganas de salir, pero ahora parece que no me va a quedar más remedio.

Paula sintió una extraña punzada en su interior. ¿Sería una cita? ¿Su amante quizás?

-Yo puedo cocinar, si quieres.

-¿Tú? ¿Cocinar? -exclamó Pedro con una sonrisa irónica.

-Sé hacer algo más que judías y tostadas, si es eso lo que te preocupa -le espetó.

Después de aguijonearle, retrocedió. ¿Por qué había tenido que decir eso?

-Mira, olvida lo que he dicho. Ha sido una estupidez.

Al pasar por su lado, sintió que la agarraban del brazo.  Contuvo el aliento, tragó con dificultad. Lentamente, se dió la vuelta y levantó la vista. La expresión de él era sosegada, pero no la soltaba.

-¿De verdad sabes cocinar?

Paula asintió y resistió las ganas de soltarse. No quería que viera lo mucho que la afectaba.

-Si me das una lista de lo que quieres, haré lo que pueda. ¿Para cuántos es la cena?

Pedro se puso serio de repente. La soltó bruscamente.

-Para dos.

Paula sintió la misma punzada de antes. Cruzó los brazos.

-Puedo hacerlo.

Él la miró fijamente durante unos segundos hasta hacerla sentir ganas de gritar de pura tensión.

-Muy bien, entonces. Te doy la lista y comemos a las ocho. Después del champán y los canapés.

Más tarde Paula y Jorge volvían a casa después de hacer la compra. Pedro le había dado una tarjeta de crédito y una lista de cosas. Ella la había leído con cuidado.

-No sé si voy a poder conseguir pescado sin mercurio de Hawái con tan poco tiempo. ¿Hay alguna otra cosa a la que nos seas alérgico? -le había preguntado.

-No es por mí. Es por la otra persona -le había dicho Pedro, haciendo una mueca.

-Oh -Paula no había querido preguntarle quién era el invitado o invitada. Se había limitado a dejar el papel y a sonreír con dulzura-. Me las arreglaré lo mejor que pueda.

Para sorpresa de Paula, Pedro casi se había echado a reír, pero entonces esa mirada había desaparecido.

-Muy bien -había dicho-. A ver qué puedes hacer.

Cuando estaban a punto de atravesar la entrada privada que conducía al departamento de Pedro, Paula reparó en el titular de un periódico que estaba en un quiosco. Se detuvo en seco cuando leyó la noticia. "Alfonso se casa con una belleza de la alta sociedad, Micaela Winthrop"...

-Es la novia del jefe -le dijo Jorge, al ver su evidente interés en el titular.

-Querrás decir su prometida -apuntó Paula.

No sabía por qué, pero de pronto se sentía como si no tuviera fuerzas. Jorge murmuró algo más que Paula no llegó a captar y entonces entraron en el edificio justo a tiempo para escapar de las primeras gotas de una llovizna veraniega.


En el mismo momento, un piso por encima, en su despacho de cristal, Pedro estaba leyendo el mismo titular. Por fin había llegado. Otro peldaño en su escalada hacia la alta sociedad. Sin embargo, se sentía extrañamente vacío, apagado. Se aflojó la corbata y se desabrochó el último botón de la camisa sin ser consciente de lo que estaba haciendo. Lo único en lo que podía pensar era en la cara de Paula esa misma mañana, cuando le había hablado de aquellas absurdas exigencias para la cena. Había estado a punto de echarse a reír. Nadie le hacía reír. Algo llamó su atención. La luz del ascensor estaba encendida. Alguien estaba subiendo. Probablemente fuera Jorge o alguno de los otros guardaespaldas, pero aun así sentía un cosquilleo en la piel. Podía ser ella.

Pasión: Capítulo 14

Pedro Alfonso estaba de pie en medio de la cocina, con una toalla alrededor de las caderas que apenas le tapaba los muslos. Paula sintió el golpe de cien sensaciones a la vez, además de la descarga de adrenalina. Debía de acabar de ducharse, porque tenía el pelo húmedo. Su piel bronceada resplandecía bajo la luz. Su pecho era ancho, musculoso. Una fina línea de vello descendía hasta perderse por dentro de esa toalla que parecía estar a punto de caerse. De repente ella se dió cuenta de que le estaba mirando como si nunca antes hubiera visto a un hombre. Apartó la vista.

-Se suponía que tenías que estar dormido.

-Bueno -dijo él con sequedad-. En realidad, no. Siempre me levanto pronto.

Paula no quiso mirarlo. El corazón se le salía del pecho, de la sorpresa.

-¿No deberías... ponerte algo de ropa?

-Tú tampoco estás vestida. Podría preguntarte lo mismo, pero no sé si quiero.

Al oír esas palabras, Paula sí que lo miró. Sintió una ola de calor que le subía por el pecho hasta la cara. La mirada de Pedro era oscura, perezosa. Se tomó su tiempo para mirarle las piernas, la camiseta que le llegaba hasta los muslos. Y finalmente la miró a la cara. Sabía que no debía de tener muy buen aspecto, con todo el pelo revuelto. De pronto se acordó de ese momento cuando la había cacheado. Su cara de desprecio y de disgusto hablaba por sí sola. Tenía la garganta muy seca, pero hizo todo lo posible para no tragar. Por ello su voz sonó ronca, ahogada.

-Solo quería un poco de agua.

-Claro -Pedro gesticuló con la mano-. Que no se diga que mato de sed a mis prisioneros.

Aquel comentario sarcástico la hizo recuperar un poco la compostura. Fue hacia las estanterías, consciente en todo momento de sus pies descalzos y de la mirada de Pedro. Ignorándolo, se puso de puntillas y quiso tomar un vaso de la estantería. Estaba demasiado cerca de él. No llegaba. La camiseta se le subía en el trasero, dejando ver las braguitas de algodón blanco que llevaba, gastadas y viejas. De repente sintió una ola de calor a sus espaldas, una fragancia familiar. Él estaba justo detrás de ella. Extendió el brazo y agarró el vaso de la estantería. Casi le estaba tocando la espalda con el pecho. Paula sabía que si se echaba atrás, se tropezaría con él. ¿Cómo sería sentir sus brazos fuertes alrededor? No pudo evitar preguntárselo. Él puso el vaso a su lado sobre la encimera con un golpe seco y se apartó de inmediato. Asió el vaso lentamente y se dió la vuelta. Él ya estaba al otro lado de la cocina, bebiendo de una taza, mirándola con la frialdad de siempre. Ella se dirigió hacia el fregadero para echarse agua del grifo.

-Hay botellas de agua en el frigorífico.

-El agua del grifo está bien. El agua embotellada en una pérdida de dinero -se volvió, asiendo el vaso con ambas manos.

Pedro arqueó una ceja.

-Bueno, ¿Ahora eres ecologista?

Paula se puso tensa.

-Sí que me importa el medio ambiente.

Él dejó la taza sobre la mesa.

-Si me disculpas, hoy tengo un día muy ajetreado.

Fue hacia la puerta con una magnificencia digna de un rey. Antes de salir se volvió. Había un brillo peligroso en su mirada.

-Recuérdame que te enseñe a hacer la cama como en los hospitales. Así es como me gusta que me la hagan.

Paula se quedó mirando el umbral vacío durante unos segundos, tantos como le llevó darse cuenta de lo que acababa de decir. Cuando por fin lo entendió, sintió ganas de tirar el vaso por la puerta. Pura arrogancia. Apretó los labios con fuerza. No podía dejar que sus palabras le hicieran mella. Se lo repitió una y otra vez de camino al dormitorio. Consiguió evitar a Pedro durante un par de días levantándose más tarde por las mañanas y acostándose antes de que él llegara al departamento. Por suerte, parecía que estaba muy ocupado. El tercer día, no obstante, no pudo salirse con la suya. Él emergió repentinamente de su despacho, mascullando toda clase de improperios. Estaba furioso y absolutamente guapísimo con unos vaqueros desgastados y una camiseta.

Pasión: Capítulo 13

Pedro iba sentado en la parte de atrás de su coche. El tráfico de Londres estaba detenido. Podía sentir la tensión del conductor.

-Tranquilo, Emilio. No tengo prisa.

Se echó atrás y subió la persiana de privacidad, sorprendido por lo que acababa de decir. Normalmente nunca se molestaba en tranquilizar a los demás. La gente nunca estaba del todo cómoda a su lado. Excepto Paula Chaves. Ella tampoco se sentía cómoda a su lado, pero se le enfrentaba como nadie lo había hecho antes. Sus contactos de seguridad tenían acceso a información confidencial. Sí que figuraba como la hermana de Gonzalo y no tenía antecedentes, a diferencia de su hermano. No había más hermanos, ni se mencionaba a los padres por ningún lado. Al parecer, una abuela se había hecho cargo de ellos temporalmente y al final los servicios sociales se los habían llevado. Provenían de una de las zonas más conflictivas de Londres y, aunque no conociera todos los detalles, podía cerrar los ojos e imaginarse la escena. Mientras registraba sus objetos personales, se había topado con una carpeta llena de dibujos y textos. Parecía un boceto de un libro de niños y era inesperadamente bueno. También se había encontrado con una foto de ella con su hermano de niños. Ella tenía muchas pecas y una sonrisa en la que faltaba algún diente, el pelo rojo recogido en coletas. Abrazaba a su hermano, más pequeño que ella en estatura, delgaducho y nervioso, escondiéndose detrás de unas gafas con cristales muy gruesos. Sintió una repentina presión en el pecho. Apretó los puños. No iba a dejarse engatusar por esos ojos azules. Ella era tan dura como el hierro y estaba dispuesta a proteger a su hermano a cualquier precio, fuera cual fuera su implicación. De repente levantó la vista y miró por la ventanilla. Ante él pasaban los frondosos barrios residenciales. Llevaba horas sin acordarse de Micaela Winthrop. Sacó el teléfono y la llamó.

Paula se despertó de un sueño agitado a las cinco de la mañana siguiente. Al principio estaba muy desorientada, pero en cuanto se dió cuenta de dónde estaba, un nudo empezó a formarse en su estómago. Los primeros rayos de sol vestían de plata a la ciudad de Londres. Repasó los acontecimientos del día anterior. Por suerte ya estaba en la cama cuando Pedro había llegado, y solo había oído algún ruido que otro. La había llamado a última hora de la tarde para decirle que iba a cenar fuera y no había podido evitar preguntarse con quién iba a cenar. Al marcharse Pedro esa mañana, había abierto la puerta de salida. Fuera se había encontrado con un atrio enorme y un armario empotrado de hombre sentado frente a una mesa que parecía tener una docena de monitores. Nada más verla, el hombre se había levantado.

-¿Tiene que ir a alguna parte, señorita Chaves?

Paula había sacudido la cabeza.

-Solo quería echar un vistazo.

-Soy Jorge -le había dicho el guardia, deshaciéndose en amabilidad-. Y estoy aquí para llevarla adonde necesite ir, así que si necesita algo, llámeme.

Paula había murmurado algo casi incoherente. Evidentemente, Jorge también estaba allí para asegurarse de que no salía huyendo, tal y como Pedro le había advertido. Había vuelto al departamento y había llamado a la anterior ama de llaves. La señora, muy agradable, le había dado la lista de tareas que el señor Alfonso esperaba que hiciera. Se había parado en el dormitorio de él y había mirado las sábanas revueltas. Su aroma inconfundible estaba en todas partes, almizclado y masculino. Pensando en esa cama y en esas sábanas, ella se dió cuenta de que tenía mucha sed. Se levantó de la cama y salió de la habitación. Todavía estaba medio adormilada. Al entrar en la cocina se dio cuenta de que la luz estaba encendida. Tuvo que cerrar los ojos. Al ver que una sombra enorme se movía de repente, dejó escapar un grito.

martes, 14 de abril de 2020

Pasión: Capítulo 12

-Dame el teléfono.

-¿Por qué? -preguntó, cada vez más testaruda.

-Porque no te creo. Porque creo que harás todo lo que esté en tu mano para ponerte en contacto con tu hermano y advertirle que no aparezca por aquí. Y porque si trata de contactar, lo atraparemos.

Paula cruzó los brazos. Se fulminaron con la mirada durante unos segundos.

-No me hagas volver a cachearte -le dijo con un disgusto evidente.

Al oír esas palabras Paula sintió una punzada de vergüenza al recordar cómo la había tocado el día anterior, lo mucho que le había repugnado. Intentando esconder sus emociones, se levantó de la silla, sabiendo que él encontraría el teléfono al final. Salió de la cocina, buscó el teléfono en el bolso y se lo entregó a Pedro.

-No va a volver a llamarme. Sabe que está en un buen lío.

-Tengo una propuesta que hacerte -Pedro se guardó el teléfono-. No tengo ama de llaves ahora mismo. Necesito una -la miró de arriba abajo con desprecio-. Creo que no se te puede dar mal un trabajo tan sencillo. Ni siquiera tendrías que cocinar. Tengo un chef que prepara comida cuando la necesito. Solo tendrías que limpiar y ocuparte del departamento. Entregas, correspondencia.

-¿Me  estás ofreciendo un trabajo?

-Bueno, no es tanto un trabajo como algo para mantenerte ocupada mientras estés aquí. Porque no vas a irte de mi lado hasta que tengamos a tu hermano.

El corazón de Paula empezó a latir con más fuerza. Cruzó los brazos.

-No puedes hacer esto. Es una vergüenza. No puedes tenerme prisionera.

-No tienes adónde ir, ni tampoco trabajo -dijo Pedro, arqueando una ceja-. Tienes un capital de nada menos que cincuenta libras. No estás en posición de reafirmar tu independencia y tu libertad. Al final te darás cuenta de que te estoy haciendo un favor, que no te mereces.

-Has estado registrando mis cosas.

-Claro que sí -dijo él, encogiéndose de hombros.

Paula sintió vergüenza de verse tan expuesta y ridiculizada. Desde que había terminado la carrera no había hecho más que sobrevivir. No había tenido tiempo para sueños e ilusiones, pero Pedro Alfonso no sabía lo que era ganarse el pan de cada día.

-¿Entonces me estás ofreciendo este trabajo por pura bondad? -le preguntó en un tono corrosivo.

Él sonrió, pero su sonrisa estaba desprovista de humor.

-Algo así, sí. No estás en posición de discutir, Paula. Tu hermano y tú se han metido solos en esta situación. Míralo de esta manera. Eres mi aval, por valor de un millón de euros, hasta que tu hermano aparezca.

Paula trató de buscar una salida. No podía dejar a su hermano a merced de aquel hombre. Se puso erguida y se incorporó, decidida a recuperar algo de control en una situación tan desesperada.

-Si voy a ocuparme de tu casa, entonces quiero que me pagues lo mismo que cobraba en el bar. Tengo que pagar el préstamo de estudiante.

Pedro se sorprendió al ver que se rendía tan fácilmente, pero no se dejó llevar por los golpes de la consciencia. Se traía algo entre manos y seguramente se comportaba así para hacerle dudar de su culpabilidad. Sintiendo una gran curiosidad, le preguntó cuánto le pagaban, esperando que triplicara la suma. Paula, sin embargo, mencionó una cifra totalmente inesperada. Él  tuvo que hacer un esfuerzo para no dejar ver el asombro que sentía. La expresión de ella era tan diáfana, inocente y desafiante, que casi sin darse cuenta accedió a pagarle esa suma patética. ¿Sería el salario mínimo por lo menos?

Paula observó a Pedro mientras sacaba un bolígrafo y un papel de un cajón. Garabateó un par de números y nombres y entonces se lo entregó en la mano.

-Es el número de mi asistente personal, por si necesitas contactar conmigo. Estaré todo el día reunido al otro lado de la ciudad. Puedes usar los teléfonos de la casa -sus ojos brillaron-. Sobra decir que todas las llamadas que le hagas a tu hermano serán grabadas. También te he apuntado el número de la antigua ama de llaves. Puedes llamarla y consultarle cualquier duda.

Paula miró el papel y entonces oyó su voz burlona.

-Mi jefe de seguridad está justo en la puerta del departamento y controla cada entrada y salida de la casa. Si intentas marcharte, te traerán de vuelta.

Ella miró atrás y levantó el papel en la mano.

-¿Quieres decir que no tengo línea directa con Dios?

Pedro esbozó una sonrisa maliciosa.

-Me reservo mi número privado para la gente con la que realmente quiero hablar. No para escoria y ladrones.

Paula sintió que una ola caliente le subía por la cara.

-No sabes nada de mí. Nada.

-Sé todo lo que tengo que saber -le dijo él con una mirada fría- . No te metas en líos hasta que nos volvamos a ver -dió media vuelta y se marchó.

Paula se lo quedó mirando, pensando en qué clase de persona sería digna de tener su número privado para hablar de cosas íntimas.

-No creas que te vas a salir con la tuya -le gritó de repente, presa de un arrebato de soberbia-. No eres más que un autócrata megalómano.

Pedro se volvió lentamente y el corazón de Paula se detuvo un instante al ver la furia que había en su mirada. Una ola de miedo se apoderó de ella.

-Si estás tan preocupada, entonces llama a la policía. Y ya de paso los pones al día sobre las actividades más recientes de tu hermano, ¿No? Estoy seguro de que estarán encantados de conocer sus progresos en el mundo real desde su salida de la cárcel.

Paula tragó con dificultad. De repente sentía náuseas.

-Ya sabes que no puedo hacer eso.

En ese momento Paula podía ver esa larga lista de antepasados aristocráticos retratados en los rasgos arrogantes de Pedro.

-Bueno, será mejor que te acostumbres al departamento, porque va a ser tu hogar durante una temporada.

Cuando se marchó, Paula trató de sacar toda la rabia y el odio que sabía tenía dentro, pero para su sorpresa, lo único que le vino a la mente fue la forma en que él había insistido en darle de comer.

Pasión: Capítulo 11

-No, Gonzalo. No puedes. Por favor.

Volvió a la Tierra de golpe. Una vez más era como si ella hubiera ejercido su influjo mágico, haciéndole olvidar quién era y por qué estaba allí. Ella no era nadie. No era más que una ladrona, cómplice de su hermano, que había sido tan temerario como para creer que podía abusar de la confianza de Pedro Alfonso. Dió un paso atrás, se alejó de ella y reprimió cualquier indicio de preocupación o deseo. Juró que no la dejaría marchar hasta llevarla ante la justicia junto con su hermano. Cuando Paula se despertó al día siguiente tuvo la extraña sensación de no saber dónde estaba, o qué día era. El entorno le era totalmente desconocido y suntuoso. Estaba tumbada encima de una cama enorme, con un albornoz. Poco a poco, lo recordó todo. Se incorporó y vio que las cortinas seguían abiertas. Podía disfrutar de las vistas más espectaculares de Londres desde su ventana. El Támesis zigzagueaba como una serpiente entre los edificios grises de acero. Se apartó un momento de la ventana. Algo llamó su atención. Sus maletas viejas estaban junto a la puerta. Se sonrojó violentamente. Pedro había entrado en la habitación mientras dormía.  Sintiéndose en clara desventaja, ella se levantó de la cama y acercó las maletas. Sacó unos vaqueros, una camiseta y unas zapatillas. Después de lavarse la cara, se recogió el pelo en un moño y salió.

El departamento estaba en silencio. Paula miró la hora. Todavía era pronto. A lo mejor Pedro no se había levantado todavía. Al llegar a la puerta de la enorme cocina, se lo encontró sentado frente a la mesa. Su corazón se detuvo un instante. Estaba leyendo Financial Times. Tenía el pelo húmedo y se lo había echado hacia atrás. Su piel bronceada resplandecía a la luz de la mañana. Estaba impecablemente vestido con una camisa azul y una corbata a juego. De repente él levantó la vista. Bebió un sorbo de la pequeña taza, que parecía diminuta en su enorme mano.

-Buenos días.

-Buenos días -repitió ella vagamente, como si hubiera sido un huésped cualquiera, y no una prisionera.

Pedro hizo un gesto señalando la cocina.

-Me temo que tendrás que servirte tú misma. Estoy sin ama de llaves.

Paula se sirvió un poco de café y una tostada. Las manos le temblaban, pero no podía controlarlo. No le tenía miedo a casi nada, pero a él sí. Se quedó parada frente a la enorme isla en el medio de la cocina.

-Ven a sentarte. No muerdo.

Ella apretó los dientes, agarró su taza y su plato y se sentó en el otro extremo de la mesa. Se comió la tostada con esfuerzo, esquivando su mirada con sumo cuidado.

-Investigué un poco a tu hermano anoche y encontré cosas muy interesantes.

Paula se quedó helada. Dejó la taza sobre la mesa. Al revelarle su nombre real también le había dicho el de Gonzalo. Lo miró a los ojos fijamente. Pedro casi parecía estar aburriéndose mucho, pero percibía la rabia que bullía debajo de esa superficie aparentemente en calma.

-Tiene un historial impresionante. Tres años en la cárcel por tráfico de drogas, por no mencionar el hecho de que falsificó papeles para conseguir un empleo en mi empresa. Sus delitos no hacen más que aumentar, Paula.

-Él no es así -le dijo Paula, desesperada-. De verdad estaba intentando empezar de nuevo. Quería usar su talento, su inteligencia, darle un giro a su vida. Hizo una carrera. Tiene que haber una buena explicación para lo que ha hecho. No se habría arriesgado a ir a la cárcel de nuevo.

Pedro parecía más serio que nunca.

-Creo que muchos estarían de acuerdo en que un millón de euros es una muy buena razón.

Paula se echó atrás en la silla y se miró las manos. Temblaban sin parar, así que las entrelazó con fuerza. Sentía el escozor de las lágrimas en los ojos. Oyó suspirar a Pedro, pero no levantó la vista.

-No obstante, no creo que estés a punto de llamarlo para decirle que lo deje, ¿No?

Reprimiendo la emoción, Paula levantó la vista.

-Sí que hablé con él ayer, pero no quiso decirme dónde estaba, o adónde iba, y cuando traté de devolverle la llamada su teléfono estaba apagado. Creo que lo tiró.

Decidió no mencionar que su hermano le había dicho que trataría de contactar con ella cuando pudiera. Paula se prometió a sí misma que si eso llegaba a pasar, le diría que se mantuviera lejos y que no volviera nunca. Pedro se puso en pie y extendió una mano.