La noche había caído cuando Pedro entró en su casa con su hija, Camila, en brazos. Dejó el maletín cerca de la puerta, ajustó el peso de la niña sobre su hombro y la llevó al piso de arriba. Ésta no se movió, ni siquiera cuando la dejó sobre la cama. Se quedó tumbadita, con los brazos estirados y los labios entreabiertos. Si la dejaba así, seguiría en la misma posición cuando fuese a despertarla por la mañana. La niña tenía dos velocidades: a toda marcha o calma total. Pedro envidiaba la primera y vivía por la segunda. Sólo con mirarla se le derretía el corazón, pero a veces la quería más cuando estaba así, dormida como un angelito. Era difícil creer que cumpliría tres años en una semana.
Pedro le quitó los zapatos y los calcetines, asombrado de que se hubieran ensuciado tanto en un solo día. Luego le puso el pijama de conejitos y la tapó con la sábana. Sonriendo, se inclinó para darle un beso en la cabeza llena de rizos… y al incorporarse vió la fotografía sobre la cómoda. Su mujer. Jimena. Era una fotografía tomada mientras esquiaban en las montañas de Colorado. Levantó el marco y lo colocó a la luz para verlo mejor. Tenía las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes, el pelo rubio oculto bajo un gorro de lana y una sonrisa de oreja a oreja. Entonces vivían en Lubbock, antes de que ella se quedase embarazada. Vivían para el momento, el uno para el otro. Ésos habían sido los mejores momentos de su vida. Jimena se llevó tal alegría al saber que estaba embarazada… Era lo que los dos querían, una familia. Una vida juntos. Se mudaron a Blossom y abrieron juntos una oficina en la que él tenía su bufete y ella, junto con su hermana Luciana, se dedicaba al negocio inmobiliario. Nueve meses después nació Camila. Su preciosa niña. Un milagro. Su vida era maravillosa, la mejor del mundo. Y entonces todo terminó. Su vida quedó destruida por un accidente. La madre de Camila murió porque estaba en el sitio equivocado en el peor momento: un coche que se saltó la mediana cuando el conductor sufrió un infarto. Y, de repente, Pedro se quedó solo con una niña de un mes. No había tenido tiempo de llorar por Jimena, de llorar por la muerte de su esposa. De su vida. Pero la echaba tanto de menos… Seguía echándola de menos.
Se había enfrentado a la muerte de Jimena como se enfrentaba a cualquier crisis en su vida, yendo paso a paso, siguiendo una rutina, teniéndolo todo bajo control. Entonces, ¿Por qué empezaba a tener la sensación de que las cosas se le escapaban de las manos? Quizá porque su madre se había ido a Europa con la tía Estela. O porque su hermana se había vuelto muy reservada últimamente. O quizá porque su niña estaba creciendo. No podía estar empezando a desanimarse porque su propia necesidad de control se hubiera convertido en una obsesión, no. Mantener su vida controlada significaba que los suyos estarían a salvo. Pedro puso la fotografía sobre la cómoda, dejó la puerta medio cerrada y se dirigió a su habitación. Había salido con algunas chicas en esos tres años, más por obligación que por auténtico deseo de hacerlo. Pero todas sabían que no tenía la menor intención de mantener una relación seria. Especialmente, con una morena que conseguía ponerlo nervioso con sólo mirarlo y que se metía donde no la llamaban. Para demostrar que Lady Pandora se había equivocado, Pedro se acercó a la mesilla y miró debajo, convencido de que no iba a encontrar nada. Casi esperando no encontrar nada. Pero no tuvo suerte. Porque enseguida vio una alianza de oro sobre la moqueta azul. Atónito, metió la mano bajo la mesilla y sacó la alianza, que había tirado, furioso, la primera noche que salió con otra mujer e… hizo algo más que cenar con ella. Había dejado de sentirse culpable tras la muerte de Jimena, pero perder el símbolo de ese amor fue algo terrible. Encontrar la alianza lo consolaba un poco. Pero sentirse atraído por la echadora de cartas que lo había ayudado a encontrar la alianza era algo muy diferente. Y preocupante.
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