–Bienvenida a Súper Rizos, yo soy Mónica Mae –un golpe de laca acompañó a sus palabras.
–¿Puede atenderme sin que haya pedido cita? –preguntó Paula. Como esperaba, el salón estaba lleno de mujeres.
–Claro que sí. Espere un momento, por favor.
Paula miró alrededor. Además de Mónica Mae, había dos peluqueras y una esteticista que hacía las uñas. En la pared había un cartel anunciando de todo, desde peluquería a servicios de depilación o tatuaje. ¿Tatuaje? Vaya, vaya, qué moderno se había vuelto Blossom. Mónica Mae le quitó la capita a su clienta, una mujer mayor con el pelo de color rosa formando una especie de casco.
–Ya está, señorita Sara. Esta noche en el bingo, seguro que Alfredo le echa un ojo.
La mujer, que debía de tener unos ochenta años, se puso colorada como una adolescente.
–¿Tienes ese pintalabios rosa que tanto me gusta? El color rosa es el favorito de Alfredo.
–Claro que sí –Mónica Mae llamó a la chica que hacía las uñas y le dio una palmadita en la espalda a la señorita Sara–. Practique el sexo seguro, ¿Me oye?
Muy moderno, desde luego. Paula disimuló una sonrisa mientras pedía un servicio de pedicura. Mónica Mae le advirtió que tendría que esperar un poco y luego le indicó que se sentara en la camilla de masaje. No le importaba esperar. Así tendría oportunidad de observar a la gente de Blossom. Sonriendo, se presentó como Lady Pandora a la mujer que estaba a su lado: Beatríz Dressler, una mujer gordita de más de sesenta años, que llevaba rulos calientes en el pelo. Estuvieron charlando un rato y Paula le dijo cómo le entristecía no poder actuar en la feria. Luego abrió una revista de moda, echando un vistazo por encima de vez en cuando. Veía miradas suspicaces, como había esperado, pero también curiosidad e interés.
Veinte minutos después, los susurros sobre la recién llegada habían terminado. La puerta se abrió, la campanita tintineó de nuevo y una rubia embarazada entró en el salón con un niño muy enfadado de la mano. Todas las mujeres se acercaron a ella enseguida, con rulos y sin ellos. La futura mamá, Tamara, recibió todo tipo de atenciones. Una señora le quitó al niño de la mano, otras la ayudaron a sentarse y a levantar los pies… El niño se calmó de momento, pero cuando empezaron a pasarlo de manoen mano de nuevo volvió a llorar. Pobre Joaquín. Entre la gente de la feria, Paula era conocida por tener muy buena mano con los niños y la verdad era que solía intuir si estaban tristes, enfermos… Le encantaría ser comadrona algún día, pero no había hablado de ese sueño en algún tiempo. A su abuela no le gustaba que dejase de estudiar por su culpa pero, en realidad, su abuela sólo era parte del problema. Era más bien una cuestión de cobardía. Prefería no pensar en ello, de todas formas. Le gustaría tomar a Joaquín en brazos para calmarlo, pero le pareció que eso sería forzar la suerte. Sin embargo, él parecía tener otras ideas. El niño la miraba con sus ojitos marrones llenos de lágrimas y, cuando le sonrió, se bajó del regazo en el que estaba sentado para acercarse.
–Hola –lo saludó ella. Era una monada, no podía tener más de dieciocho meses–. Me llamo Paula.
–Guapa –dijo el niño, tocando uno de sus rizos.
–Gracias –sonrió ella, apartando el rizo de las regordetas manitas. Por si acaso.
–Sube –dijo Joaquín entonces, levantando los brazos.
A Paula se le encogió el corazón.
–¿Puedo? –preguntó, mirando a su madre–. Se me dan bien los niños y me gustaría echar una mano.
Tamara Wright la estudió un momento y luego asintió con la cabeza. Sonriendo, Paula sentó al niño sobre sus rodillas y él, inmediatamente, se puso a explorar. Tiró de sus pendientes, jugó con su reloj y con sus pulseras… Por fin, apoyó la cabeza en su hombro y se quedó dormido.
–Pobrecito, está agotado –suspiró Mónica Mae, echando agua en la palangana–. ¿Quiere que le dé un masaje? Yo le recomiendo el nivel tres. Lo llamamos «la zona erógena».
Eso sonaba tentador. Sus zonas erógenas necesitaban un poco de atención,desde luego. ¿Por qué eso la había hecho pensar en el pelo oscuro y los ojos grises de Pedro Alfonso?, se preguntó entonces.
–No, mejor no. No quiero despertar a Joaquín.
–No, no, por favor, dese el masaje –dijo Tamara, levantándose.
Cuando estaba cerca, Paula sintió su tensión, su dolor, su agotamiento. Incluso notó que su hijo estaba a punto de nacer. Al día siguiente por la mañana, Tamara tendría a su niña en brazos.
–Me alegro de que haya podido dormir un ratito –siguió la madre de Joaquín.
Paula hizo un gesto con la mano.
–Estoy bien, de verdad. Deje que siga durmiendo. Pasará algún tiempo hasta que tenga usted otra oportunidad de descansar.
Tamara y Mónica Mae miraron a Paula con una expresión de curiosidad. Ella sonrió, serenamente.
–Cuando se trata de predecir nacimientos, nunca fallo.
Siempre sabía cuándo una mujer embarazada iba a tener a su hijo. Y aunque apreciaba el don, reconocía la broma cósmica del asunto. Ella había perdido a su madre porque se puso de parto en medio de ninguna parte. Paula no había llegado al mundo con facilidad, no. Cuando llegaron a Blossom, era demasiado tarde para salvar a su madre. Pero su hija tenía el don de intuir los partos, de modo que eso no iba a pasarle a nadie que ella conociera.
Me gusta mucho esta historia!
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