–No exactamente un problema –sonrió Paula–. Bianca Dupres me dijo amablemente que una echadora de cartas no era bienvenida en el pueblo.
Pedro se encogió de hombros.
–Bianca lo hace con buena intención, pero el Comité es un grupo pequeño con más tiempo libre que sentido común. En realidad son inofensivos. El comisario ha dado su aprobación… después de una investigación exhaustiva, así que tendrás tu caseta en la feria. Pero tengo que pedirte que no des consejos financieros. Ninguno.
–Te lo prometo –dijo ella–. Y gracias. Gracias de verdad.
A pesar de que había confiado en que lograría hacerle cambiar de opinión, la verdad era que Paula no las tenía todas consigo hasta aquel momento. Y tan emocionada estaba que se puso de puntillas par darle un beso en la cara. Piel contra piel. Y, de repente… paf, todo cambió para siempre. Sintió el calor de su piel, la flexión de sus músculos, su aroma… a jabón, a cuero, a hombre. La realidad del amor. Su sistema nervioso absorbió el golpe. Y supo en aquel momento que aquel hombre, aquel extraño, era su alma gemela. Oh, no, no, no. Eso no podía ser. Era imposible.
–¿Paula? ¿Qué pasa?
–Nada –contestó ella. Pero no podía decir nada más porque tenía un nudo en la garganta. Eso mismo le había pasado a su abuela. Un beso y se había enamorado como una loca de su abuelo.
–Te has puesto pálida. ¿Qué ocurre?
–Yo… es que… tengo que irme.
Paula se dió la vuelta y prácticamente salió corriendo, sin preocuparse por la impresión que eso diera. Estaba corriendo para salvar su vida.
Pedro la vió salir corriendo, atónito. ¿Qué había pasado, qué había dicho? Nunca había visto a Paula más que calmada, segura de sí misma. Pero acababa de ver pánico en sus ojos. Había pasado algo y algo malo. Y pensaba averiguar qué era. Mirando alrededor para buscar a Camila, la encontró hablando con Mariana Tucker, una vecina.
–Mariana. ¿Te importa quedarte con Camila un momento?
–No, claro que no.
Pedro buscó a Paula por todo el recinto y la encontró detrás del establo grande. Toda la actividad se concentraba delante de los establos, de modo que estaba completamente sola.
–¿Paula? ¿Se puede saber qué ha pasado?
–Sí, no… –contestó ella–. No lo sé.
–¿He dicho algo que te haya molestado?
–No, no… es que…
–¿Qué?
–Que mi mundo se acaba de poner patas arriba.
–No te entiendo –suspiró Pedro.
–Lo sé, tampoco lo entiendo yo –dijo ella, paseando de un lado a otro–. A lo mejor lo he imaginado. Eres guapísimo, desde luego. Y me siento atraída por tí…
–¿Qué?
–Y tú por mí, así que deja de disimular. Pero no pasa nada, es una reacción natural y…
–Paula, estás empezando a preocuparme –la interrumpió él, tomándola de un brazo para que dejara de moverse.
Pedro la miró a los ojos. En ellos había esperanza, desesperación, miedo, anhelo. Y una repentina decisión antes de que se pusiera de puntillas para echarle los brazos al cuello. Paula cerró los ojos un segundo antes de besarlo. Después de eso no vió nada. Él cerró los ojos también y dejó de pensar.
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