–Señorita Chaves, soy Luciana.–se presentó. Llevaba una chaqueta rosa sobre una camiseta blanca y vaqueros, cómoda pero chic a la vez.
–Yo soy Paula.
En cuanto tocó su mano, Paula sintió alegría, esperanza y miedo; emociones que la mujer ocultaba bajo una fachada de serenidad.
–Siento llegar tarde.
Recuperó su mano en cuanto pudo, como hacía siempre, pero en esos segundos había descubierto que Luciana estaba embarazada… y la ansiedad de una madre temiendo perder otro hijo. Raramente se permitía la intimidad de un contacto piel con piel para prevenir tales intrusiones, pero había ocurrido sin que pudiera evitarlo. Además, unas personas emitían más vibraciones que otras.
–¿Señorita Chaves? ¿Paula? –la llamó Luciana, evidentemente no por primera vez.
–Este sitio es estupendo –dijo ella rápidamente, como si la distracción fuera a causa de la casa y no porque acababa de descubrir que aquella mujer tenía un problema.
No le gustaba que pasara eso. Porque ahora no sabía si olvidar lo que había visto o decirle algo.
–Tiene todo lo que necesitas: un pequeño jardín delantero, un jardín trasero, una cocina más o menos grande, dos baños y un aseo. Sólo tiene dos dormitorios, pero los dos son grandes, con baño incorporado y vestidor.
–¿Vestidor? –repitió Paula. Demonios, aquello casi era suficiente para hacer que se olvidase de la carretera.
–Por aquí, por aquí –dijo la niña, llevándola hacia el pasillo.
–Es una monada –sonrió Paula–. Y parece muy lista.
–Desde luego que sí –se rió Luciana–. Es listísima, pero sólo me la han dejado prestada. Es mi sobrina, estoy cuidándola por mi hermano. Mi marido y yo aún no tenemos hijos.
Paula leyó el anhelo que había en su voz. Sabía que podía darle una alegría, pero decidió esperar.
Dos horas más tarde, cuando estaban de vuelta en la casa amarilla, había tomado una decisión: quería comprar aquella casa, quería vivir allí. Pero sabía que no debía mostrarse muy ilusionada. Aquélla era una decisión importante y no iba a tomarla ella sola. Lo pensaría por la noche y llamaría a su abuela por la mañana. Pero todo eso era una formalidad. Porque aquélla sería la nueva casa de su abuela.
–Gracias por todo. Has sido de gran ayuda.
–Para eso me pagan –sonrió Carla–. Además, veo que te gusta esta casa y me alegro –dijo, ofreciéndole las llaves–. Si tú abres la puerta, yo me encargo de la Bella Durmiente.
Mientras estaban viendo casas, Camila se había quedado dormida en brazos de su tía. Ahora estaba dormidita sobre el asiento de la ventana, mientras Paula le decía a Luciana que le gustaría pensárselo unos días. Como profesional que era, ella asintió sin protestar.
–Si quieres seguir mirando casas, dímelo.
–Lo haré –sonrió Cherry. Pero en lugar de tomar su bolso, tomó la mano de Luciana–. Tú me has ayudado y ahora yo quiero ayudarte a ti. Verás, yo tengo un don para… ver la dirección en la que va el futuro de la gente. No es algo completamente seguro al cien por cien, pero sí lo que puede pasar si tu vida sigue yendo en la misma dirección. ¿Me permites que te lea la mano?
Carla la miró, sorprendida.
–Tú eres Lady Pandora, ¿verdad?
–Sí, ése es mi nombre profesional.
–Tú ganaste ayer la rifa del niño de Tamara… bueno, de la niña. Pero le has dado el dinero a ella. Eso ha sido muy generoso por tu parte.
Paula se encogió de hombros modestamente.
–Tengo un don para adivinar cosas. Por ejemplo, sé que tú esperas un niño.
Luciana parpadeó.
–Sí, es verdad. Pero aún no se lo he contado a nadie.
–Tienes miedo de perderlo.
La joven se puso pálida.
–Sí. He sufrido dos abortos espontáneos y no podría soportar… Dime la verdad, ¿Mi hijo nacerá esta vez?
–Recuerda –le advirtió Paula–. Lo que yo veo es un posible futuro, pero si sigues las indicaciones de tu médico, yo diría que sí.
–¿Qué cuernos está pasando aquí? –oyeron entonces una voz masculina.
Muy airada, además.
Paula hizo una mueca.
–¿Conoces al alcalde?
–Claro que lo conozco, es mi hermano –contestó Luciana.
–Oh, no.
Paula maldijo el don que servía para ayudar a los demás, pero nunca le advertía cuando estaba pisando una trampa.
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