jueves, 5 de marzo de 2020

La Adivina: Capítulo 11

Paula miró su reloj discretamente. Aún tenía tiempo, pero se había citado con la agente inmobiliaria en media hora, de modo que salió temprano del hostal para desayunar en el BeeHive y luego dar un paseo por el parque. Había ganado la rifa del bebé el día anterior.

–Señoras, muchas gracias por su apoyo. Por favor, díganle al alcalde lo que piensan y yo les daré hora en mi caseta de la feria –se despidió de la señora White y la señora Davis, que le habían dado la noticia.

¿Para qué servía remover las aguas si uno no las removía en el sentido que más le convenía? Hacía un bonito día. El cielo azul, la hierba recién cortada y una agradable brisa que levantaba el bajo de su falda azul turquesa la hacían pensar que aquél podría ser su hogar. Una reacción extraña, ya que el único hogar que había conocido en toda su vida era una roulotte. Quizá estaba disfrutando demasiado de aquellos días en Blossom. El lugar, la gente, estaban empezando a gustarle demasiado.

–¡Señorita, aquí! ¡Señorita! –la llamó alguien entonces.

Era un hombre mayor, sentado en un banco del parque con un amigo de su misma edad. Los dos llevaban petos vaqueros y frente a ellos, en el suelo, había una lata de café a la que golpeaban con el pie. Mientras se acercaba, Paula vió que tenían un brillo travieso en los ojos. Esos dos se habían metido en más de un lío cuando eran jóvenes, pensó.

–Usted es de la feria, ¿Verdad? ¿La echadora de cartas?

–Así es.

–Pues queremos que nos lea el futuro. Yo soy Darío, él es Bernardo.

Con los brazos en jarras, Cherry Paula de uno a otro.

–Sí, muy bien. Pues predigo una nueva lata de café en su futuro.

-Vaya, menuda noticia –dijo Bernardo, escéptico–. Graciela, del BeeHive, nos da una lata nueva todas las semanas.

–Oye, espera. Ella no tenía por qué saber eso. Yo creo que es adivina de verdad –Darío se frotó las manos–. Venga, léanos el futuro.

Paula tuvo que disimular una risita.

–Señores, ¿Qué es lo que quieren saber exactamente?

Los dos hombres miraron primero a la derecha y luego a la izquierda.

–Hay una conspiración contra nosotros.

–¿En serio?

–Quieren que nos vayamos del parque. Esos idiotas de la moral –dijo Darío–. Llevamos en este banco más tiempo que cualquiera de ellos en Blossom. No tienen por qué decirnos dónde podemos o no podemos sentarnos.

–Desde luego que no –asintió Bernardo.

–Lo que queremos, señorita, es que mire en su bola de cristal y nos diga cómo quitarnos de encima al Comité ése de las narices.

Paula no sabía de qué Comité hablaba, pero suponía que tendría algo que ver con el Ayuntamiento.

–Bueno, vamos a ver. No he traído conmigo la bola de cristal, pero veremos lo que puedo hacer.

Luego, ceremoniosamente, rodeó el banco tres veces.

–Me estoy mareando, señorita –protestó Darío–. ¿Tiene algo que decirnos o no?

Nada especial ocurrió mientras estaba rodeando el banco, pero le dió tiempo a pensar. Desgraciadamente, los dos hombres habían levantado demasiados escudos protectores durante sus años de vida como para que pudiera leerlos. De modo que debía fiarse del lenguaje corporal y del sentido común. ¿Qué daño podían hacer aquellos dos viejos?

–Darío, Bernardo –Paula hizo una pausa dramática–. Por lo que yo veo, nadie va a poder sacarlos de aquí.

–¡Ji, ji! –se rió Darío, golpeándose la rodilla con la mano–. ¿No te había dicho que esta chica sabía lo que se hacía?

–Desde luego que sí –Buster se partía de risa. Un sonido inquietante, desde luego.

Paula sentía pena por ese Comité. Sonriendo para sí misma, les deseó un buen día y siguió adelante. Pero no había caminado mucho cuando sintió que alguien estaba mirándola. Siempre sabía cuándo Pedro Alfonso estaba cerca. Su mirada la envolvía como una mano, tan intensa como un beso. Pero enseguida se espabiló al recordar que Pedro representaba todo lo que ella no sería nunca: una vida conservadora, estable, asentada. También era un hombre decidido, protector y que se movía por el sentido del deber. Todas cualidades admirables… salvo que a ella la dejaban fuera dela feria. Se dió la vuelta y miró alrededor. Ah, allí estaba. En los escalones del ayuntamiento, hablando con un empleado del parque. Pero estaba mirándola a ella. Se dirigió hacia él, moviendo las caderas.

–Haz lo que puedas –le estaba diciendo Pedro al empleado–. Y busca la pancarta de la feria donde haga falta. Quiero que esté colgada al final del día.

–Jo, Pedro, no sé si podremos hacerlo –protestó el hombre–. Hemos buscado por todas partes y nadie la encuentra.

–Vuelvan a buscar.

–¿Ha perdido algo, alcalde? –preguntó Paula, toda inocencia–. Ya sabe que se me da muy bien encontrar cosas.

–No, gracias –contestó él.

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