martes, 10 de marzo de 2020

La Adivina: Capítulo 13

–Bianca no quiere que haya feria y punto –dijo Beatríz entonces–. Lo hace con buena intención, pero a veces se pasa.

Paula decidió terminar con aquello antes de que la discusión aumentase de tono.

–No hay por qué ponerse dramático. Como tengo intención de cooperar, estoy dispuesta a compartir esta información… la pancarta está en el cenador.

–¿En el cenador? –repitió Beatríz, confusa.

–Hay un pequeño almacén en la base –dijo el empleado–. Pero ya he mirado allí.

–Pues tendrá que volver a mirar –sonrió Paula–. A la izquierda. Está doblada y apoyada en la pared.

El hombre la miró un momento y luego miró a Pedro, como esperando indicaciones.

–Ve a ver –dijo el alcalde.

–Dame las llaves –sonrió Beatríz, bajando los escalones con expresión victoriosa. El empleado fue trotando tras ella.

Pedro clavó los ojos en Paula.

–No entiendo por qué insistes en enfrentarte al fracaso delante de la gente.

–Y yo no entiendo por qué tú no tienes más fe en mí.

–Porque no puedes acertar siempre.

–No, es verdad –respondió ella honestamente–. Conozco mis limitaciones. Y eso significa que si hago algo en público, deberías confiar en mí.

Pedro suspiró, incrédulo y enfadado. Pobre hombre. La verdad era que estaba fuera de su elemento en lo que concernía al mundo de la adivinación. Mejor. Necesitaba toda la ventaja posible para luchar contra él. Pero, sintiéndose con ventaja, Paula bajó los escalones moviendo las caderas de manera provocativa.

–Esto ha sido de regalo.



Paula fue prácticamente dando saltos por la acera hacia la casa amarilla, la tercera desde la esquina en la calle Cypress. Esperaba que la agente inmobiliaria la hubiese esperado porque tenían que ver tres casas aquella mañana. Su abuela había hecho tres demandas para su nuevo hogar: que tuviera jardín, una cocina grande y dos cuartos de baño. Se había pasado los últimos cincuenta años de su vida compartiendo una roulotte y no pensaba compartir baño otra vez. Ella estaba de acuerdo. El jardín fue lo primero que llamó su atención. Una alfombra de hierbaverde que iba desde los macizos de flores del porche hasta la acera. Su abuela había mencionado también las rosas, pero imaginaba que podrían plantarlas. Contenta con esa primera impresión, empujó la verja de entrada y se dirigió hacia el porche por el caminito de ladrillo. La puerta se abrió entonces y una cosita morena de ojos azules salió corriendo a recibirla.

–Hola –la saludó, inclinando a un lado la cabeza–. ¿Tú eres el helado?

–Hola –respondió Paula–. ¿Cómo te llamas?

–Camila –contestó la niña, haciendo una pirueta para que viese su tutú rosa–. Mi cumpleaños es dentro de muchos días. Cumplo tres años –añadió, levantando tres deditos.

Paula sonrió. Era una monada de niña.

–¿Tú vives aquí?

–No –contestó la cría–. ¿Tú eres el helado? –volvió a preguntarle.

¿El helado? Ah, ya.

–Sí, bueno, me llamo Paula.

–¡Ya está aquí, ya está aquí! –gritó la niña entonces, corriendo hacia el interior de la casa.

Paula entró tras ella.

–¿Hola?

–¡Estoy aquí! –oyó una voz femenina.

Tomándose su tiempo para echar un vistazo, Paula atravesó el salón, que era bastante grande y estaba lleno de luz. La cocina no era muy amplia pero, además de un gran ventanal con asiento, que podría convertirse en la zona de desayuno, tenía una puerta corredera que daba a un pequeño jardín. Las paredes estaban pintadas en un tono amarillo muy alegre. Los electrodomésticos, la encimera y los armarios eran blancos, como la cenefa que había alrededor de la ventana. Muy bien, no era una cocina demasiado grande, como había estipulado su abuela, pero el asiento en la ventana le daba amplitud. Además, cuando una estaba acostumbrada a una cocina del tamaño de un sello, el adjetivo «grande» era más bien relativo. Camila bailoteaba alrededor de una mujer alta y delgada, con el cabello de color caramelo, que estaba inclinada sobre la encimera mirando un montón de papeles. La mujer levantó la cabeza y Paula se percató de que tenía los mismos ojos azules que la niña.

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