–¿Encontraste la alianza?
–Sí, gracias.
–De nada.
Pedro bajó la mano para apretar sus nalgas, acercándola a él para que sintiera su erección.
–¿Qué haces? ¿No habíamos acordado que esto no volvería a pasar?
–Es que no puedo apartarme de tí. Además, tienes una cola estupenda. Me gusta mucho tu pantalón de cuero negro, por cierto –sonrió él, apretando de nuevo–. Aunque estos vaqueros tampoco están mal. No sé si cambiar de opinión…
–Pedro…
–Sí, lo sé, lo sé. Pero nunca volveré a mirar el algodón dulce sin pensar en tí.
–Espero que te haga sudar.
–No tengas la menor duda –sonrió Jason, apretando sus nalgas apasionadamente.
Incapaz de resistirse, Paula movió las caderas para restregarse contra él y vió cómo cerraba los ojos, excitado.
–No me hagas esto.
–¿Por qué?
–Porque ahora no puedo moverme.
–Eso no es justo. Que yo no tenga órganos que se ponen rígidos no significa que esté en mejor estado que tú.
Pedro soltó una carcajada.
–Siempre me haces reír, bruja.
–¿La frustración sexual te parece divertida?
Le encantaba el sonido de su risa, tan masculina.
–Merece la pena por esto –dijo él, tomando su cara entre las manos para besarla en los labios.
Paula se sintió querida y deseada al mismo tiempo. Y tuvo que hacer un esfuerzo para no volver a echarle los brazos al cuello cuando se apartó y, después de hacer un gesto con la cabeza, se alejó de ella. Mientras estaba «ocupada» con Pedro, se había perdido la llegada de sus amigos. Encontró a Carlos dirigiendo a todo el mundo mientras colocaban las roulottes en formación, en semicírculo como era la costumbre. Su caseta ya estaba montada al otro lado del recinto, junto con las de comida, las de tiro al blanco, los puestos de caramelos y todo lo demás.
–¡Carlos! –exclamó, echándose en los brazos de su amigo, casi su hermano. Esperaba experimentar la sensación de estar en casa, como le ocurría siempre, y al no hacerlo se dió cuenta de que había dejado esa sensación en el establo, en los brazos de un futuro que nunca sería suyo–. Me alegro muchísimo de que por fin estés aquí.
–Hola, preciosa. ¿Cómo va todo? Esperaba que estuvieras esperándonos a la entrada.
–Sí, bueno, es que tenía cosas que hacer… Pero me alegro muchísimo de verte.
–¿Cómo te están tratando los ciudadanos de Blossom? ¿Voy a tener que pelearme con el alcalde o por fin ha entrado en razón?
–Tengo una caseta, no te preocupes.
Poco después llegaron Karen y Macarena, especialistas en la danza del vientre, yel resto de la troupe. Si Paula no hubiera podido convencer a Pedro para que le dejara tener una caseta, no tenía duda de que sus amigas le habrían ofrecido participar en su exótico espectáculo. Se alegraba de no tener que hacerlo. No sólo no habría logrado el dinero que necesitaba; además, ella prefería una bola de cristal antes que unos adornos en el ombligo.
–Bueno, será mejor que empecemos a trabajar. Hay mucho trabajo que hacer –sonrió Carlos.
–¿Puedo echar una mano?
–Por supuesto.
–Pedro, no puedo creer que hayas permitido a la echadora de cartas tener una caseta en la feria –le espetó Leticia Twain, entrando en su oficina como una tromba.
Leticia se había convertido en la socia de Luciana un año después de la muerte de Jimena. Una empresaria seria, llevaba serios trajes de chaqueta en colores oscuros que hacían juego con el pelo castaño sujeto siempre en un severo moño.
–Siento mucho que el Comité no lo apruebe, pero tengo que hacer lo que me parezca mejor para el pueblo, ya lo sabes.
–¿Cómo puede ser bueno para Blossom que haya una echadora de cartas en la feria? ¿No recuerdas lo que pasó la última vez?
–Sí, pero no puedo dejar que el error o la mala suerte de unos cuantos afecte a la economía de todo el pueblo.
–Ya habías contratado a los feriantes, no había necesidad de contratar también a una adivinadora –insistió Leticia, agitada.
–Es que ella estaba contratada por el director de la feria y no quería arriesgarme a tener un problema legal…
–Esa mujer no tiene derecho a hacer nada en este pueblo. Tienes que decirle que has cambiado de opinión y debe irse.
Pedro se levantó. Leticia nunca había sido una de sus vecinas favoritas. La aceptaba por su hermana. Por Luciana, toleraba a aquella mujer en su vida, pero nadie iba a decirle cómo llevar los asuntos del pueblo.
–Sé que perdiste dinero y lo siento.
–No sólo yo perdí dinero. Los Clark, los Cahill, los Dupres… todos ellos perdieron dinero y tú lo sabes. Y no les hará ninguna gracia, te lo advierto.
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