jueves, 26 de marzo de 2020

La Adivina: Capítulo 34

Paula giró a la derecha para entrar en el camino que llevaba a casa de Pedro. Esperaba ver la casa enseguida, pero el camino seguía y seguía… Incluso había vacas a un lado y otro de la carretera. Y en la distancia podía ver el río. Un kilómetro después, por fin llegó a la casa. ¿Casa? Mansión más bien, con columnas en el porche, como la de Lo que el viento se llevó. Era una casa de dos plantas rodeada por un enorme jardín. A lo lejos había otros edificios, incluido un establo con un corral en el que podía ver varios caballos. Viejos robles, centenarios quizá, daban sombra a la casa. Sí, estaba claro que los Alfonso llevaban allí muchos años. De modo que no sólo eran los dueños del banco, sino que también tenían un rancho… ¿Cómo sería tener raíces tan profundas en un sitio? Ser capaz de trazar tu árbol genealógico y encontrar a tus antepasados en los libros de historia como senadores, alcaldes, miembros del Congreso. Había buscado el apellido Alfonso en Internet y descubrió que Pedro era el último en una larga sucesión de hombres que, de una forma u otra, se habían dedicado a la política. Y que aquélla había sido siempre la casa familiar.Para una mujer que no había conocido un hogar sin ruedas, que no conocía ni siquiera el nombre de su padre y mucho menos cuántas generaciones de su familia había habido por el mundo, las diferencias entre ellos empezaban a parecerle insalvables.

Mientras estacionaba la camioneta al lado del coche de Luciana, Paula empezó a recordar… Como siempre estaban en la carretera, su abuela había sido su profesora. Cuando tenía once años, le había suplicado que la llevase a un colegio normal, con otros niños, Al menos durante el invierno, mientras «descansaban» en Florida. Su abuela aceptó, pero para ella fue una experiencia horrible. En ciertos aspectos, iba por delante de los demás niños, pero en otros iba muy por detrás y no sacaba buenas notas en los exámenes. Lo había pasado fatal. A los otros niños no les caía bien porque era nueva, rara y había llegado a clase a mitad de curso. Y sus amigos de la feria no lahablaban porque pensaban que se sentía por encima de ellos. Cuando llegó la primavera y de nuevo volvieron a la carretera, se alegró de dejar atrás el colegio. Nunca olvidó esa experiencia y tenía auténtica fobia a los exámenes. Era por eso por lo que no tenía estudios, por lo que no podía ser comadrona, como siempre había soñado. Con el regalo de Camila en la mano, un vestido de princesa, pasó por delante de un Mercedes y un Volvo y sintió que iban a examinarla otra vez. Y tuvo que hacer un esfuerzo para no volver a subir a su camioneta y desaparecer a toda velocidad. Pero el brillo de felicidad de los ojos de Pedro cuando abrió la puerta hizo que se alegrase de estar allí.

–Hola, preciosa.

–Hola, guapo –sonrió Paula, admirando los vaqueros oscuros y la inmaculada camisa blanca–. Estás muy elegante.

Cuando entró en la casa vio un aparador lleno de paquetes envueltos en papel de regalo. Camila debía de estar tan contenta con su fiesta que ni siquiera se había molestado en abrirlos. Pedro la llevó luego a la terraza, donde varios adultos tomaban refrescos a la sombra mientras los niños jugaban en la hierba.

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