–Melisa, no puedo leer tu futuro sin el permiso de tus padres. ¿Tu madre está por aquí?
Ella se miró los pies.
–Tengo que irme.
–Espera, espera… tienes que cuidarte. Tienes que pensar en ti misma. ¿Tu madre te ha llevado al ginecólogo?
Mirando por encima del hombro, la joven contestó:
–Mi madre ha muerto.
«Mi madre ha muerto». Esas palabras se habían repetido en la cabeza de Paula durante toda la noche y toda la mañana. Pobre Melisa. Su encuentro con aquella chica la había hecho pensar en su propia madre. Hacía que se preguntara cómo habría sido la mujer que confundió las atenciones de un chico en la feria con un auténtico noviazgo, la mujer que le había puesto el nombre de un pueblo, la que había vivido sólo lo suficiente para ver nacer a su hija. De modo que allí estaba, poco después del amanecer, frente a la tumba de su madre. Su abuela la mencionaba a menudo y nunca había vacilado al contestar a las preguntas de Paula, pero lloraba siempre que hablaba de ella. Incluso después de tantos años. Aquel día, llevaba en la mente la cara de una mujer joven en años, anciana en espíritu, amiga de todos, temeraria con uno. Le habría gustado poder hablar con ella al menos una vez, pero no pudo ser. Se puso de rodillas para apartar las hojas secas de la tumba y dejar un ramito de margaritas sobre la lápida de mármol. Su padre era otra cuestión enteramente. No tenía ninguna referencia suya salvo que era moreno y de ojos oscuros. Los reflejos rojos del pelo de Paula eran herencia de su madre. Ya se había resignado al hecho de que nunca sabría quién era su padre, pero… Sobre la tumba de su madre, sintió una inmensa tristeza por no haberlos conocido. No se sentía sola porque siempre había tenido a su abuela, pero ocasionalmente experimentaba una sensación de soledad por lo que nunca había tenido. A veces soñaba con cosas imposibles: una casa de verdad, un trabajo ayudando a traer niños al mundo, tener una familia propia. Todo parecía muy lejano para ella. Al menos podía ver a su abuela en su propia casa, pensó. Eso sería unsueño hecho realidad. O lo sería cuando Pedro Alfonso por fin dejase de impedirle tener una caseta en la feria. Un escalofrío le advirtió que alguien la estaba mirando. Pensando en él quizá había conjurado la presencia de Pedro, se dijo. Paula miró por encima del hombro y, por supuesto, allí estaba, a unos metros, esperando a que terminase la visita.
–Me estás siguiendo, ¿verdad?
Él se quitó las gafas de sol y las guardó en el bolsillo de la camisa.
–He visto tu moto y he decidido parar un momento para saludarte.
–¿Ah, sí? Qué considerado.
–¿Tu madre? –preguntó Pedro, señalando la tumba.
–Sí.
–Lo siento. Sé lo difícil que es para una niña crecer sin su madre. Pero tienes suerte de tener a tu abuela.
–Desde luego –suspiró Paula. Había tenido suerte. Y como él estaba criando solo a su hija, debía de entenderla–. Le debo mucho a mi abuela.
–Camila también está creciendo sin su madre. Sé que no es fácil.
–Pero te tiene a tí.
–Lo llevamos bien, pero a veces me pregunto… no sé, sólo tenía un mes cuando su madre murió. Y no quiero que se pierda nada por mi culpa.
–Pero tienes a tu madre, a tu hermana. Supongo que ellas te ayudarán con Camila.
–Sí, bueno, eso es verdad. De todas maneras, me preocupa.
–Los buenos padres se preocupan por sus hijos, es lo normal.
–Sí, claro.
–Dicen que uno no puede echar de menos lo que nunca ha tenido, pero yo creo que no es verdad –murmuró Paula–. Mi abuela ha sido como una madre para mí desde el principio, pero a veces… es como si hubiera un agujero en mi vida porque está esa persona a la que nunca pude conocer, a la que nunca pude querer.
–Vaya, creo que deberías dejar de intentar animarme –bromeó Pedro.
–Ah, perdona –sonrió ella, tomándolo familiarmente del brazo–. No lo he dicho para asustarte.
–Demasiado tarde.
–Miedoso.
–En lo que se refiere a mi hija, desde luego. Y si ésos son los consejos que das, no creo que sean buenos para tu negocio.
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