martes, 31 de marzo de 2020

La Adivina: Capítulo 40

–Pues conviértelos en uno solo –dijo Rosa.

–¿Cómo?

–Cuando dos personas se quieren son capaces de cualquier cosa, cariño.

–Pero yo no puedo… yo vivo en la carretera, yendo de un sitio a otro todo el tiempo. Si no lo hago, no podré pagar la casa. Y tú te mereces tener tu propia casa…

–Yo siempre he tenido una casa, hija. Donde tú estés, es mi casa. Lo que a tí te haga feliz, a mí me hace feliz. Y si crees que yo seré feliz por tener una casita mientras tú lo pasas fatal yendo de un pueblo a otro, estás más que equivocada. Tienes que hacer lo que te dicte el corazón, ¿Me oyes? Yo nunca lamenté haber seguido a tu abuelo. Ni un solo día de mi vida. Podemos alquilar en lugar de comprar, yo qué sé, ya se nos ocurrirá algo. O tú podrías ponerte a estudiar, conseguir el título de comadrona de una vez por todas…

–Pedro dice que puedo hacer todo lo que me proponga.

–¿Lo ves? Ya me gusta ese hombre –sonrió Rosa–. Claro que yo llevo años diciéndote lo mismo.

–Sí, es verdad. Cuando estoy con él me siento… no sé, más guapa, más lista, más valiente. Pedro me hace creer que puedo conseguir todo lo que quiera. Y tiene una niña de tres años que es para comérsela. Se llama Camila.

–¿Una niña pequeña? Qué bien.

Paula suspiró.

–Pero todavía no es momento para cambiar de planes. Pedro no me ha dicho lo que siente por mí. Y puede que no me acepte en su mundo.

–Ya me has contado lo complicado que es Blossom. Pero si te deja escapar, no es el hombre que crees.

Paula asintió, con los ojos llenos de lágrimas. Por eso había hecho un viaje de doscientos kilómetros, para encontrar el apoyo incondicional de su abuela.

–No cambies nunca –murmuró, abrazándola.

–No tenía intención de hacerlo.

–Voy a hacer una oferta por la casa. Aunque las cosas no funcionaran entre Pedro y yo, tú vas a conseguir tu hogar en Blossom. Te lo juro, abuela.

Paula volvió a Blossom mucho más alegre de lo que se había ido. Su abuela la había ayudado a entender lo que le pasaba. Recordarle el grado de confianza que supuso seguir a su abuelo por todo el país, sólo por amor, yque no lo hubiera lamentado nunca, la había ayudado mucho. Ella quería ser parte de aquel pueblo que, el primer día, le había parecido gris, aciago. Ahora no le parecía así, todo lo contrario. Porque en aquel pueblo estaba su alma gemela, el hombre de su vida. Y una niña que le había robado el corazón. De modo que iba a hacerle caso a su abuela: iba a agarrarse con las dos manos a la oportunidad de vivir el amor de verdad. Y sabía cómo hacerlo, además.

La Adivina: Capítulo 39

–No lo sé. No puedo leer mi propio futuro. Y tú eres como una pared. Puedo ver algunas cosas de tu pasado, pero nada más.

Pedro apoyó la barbilla en su hombro.

–Bueno, en el fondo es un alivio.

–Ya me imagino.

–Pero estaría bien saber la respuesta.

–La vida no es tan fácil.

–Dímelo a mí –sonrió Pedro.

Paula le contó entonces su sueño de convertirse en comadrona y por qué no se había hecho realidad nunca.

–Pero entonces eras una niña. Ahora eres una mujer… inteligente y valiente. Eres capaz de conseguir todo lo que te propongas.

–No soy valiente. Tengo miedo. Y no sólo del sistema educativo.

–¿Qué te da miedo?

–Dejar sola a mi abuela, por ejemplo. ¿Y si le ocurre algo? ¿Y si está sola y se vuelve a caer? Hemos estado juntas toda la vida –suspiró Paula–. Tiene más de setenta años y… no quiero perderme estos últimos años con ella.

–Pues entonces quédate en Blossom –dijo Pedro.

No podía creer que lo hubiera dicho, pero no se arrepentía en absoluto.

–Sí, claro. Y podría abrir un local de adivinación en la plaza, ¿No? –se rió Paula.

–Bueno, quizá no en la plaza precisamente.

–No, será mejor que siga haciendo lo que de verdad sé hacer.

Los dos se quedaron en silencio porque Pedro, como alcalde, no podía animar a una echadora de cartas para que abriese un negocio en Blossom. Por mucho que quisiera acostarse con ella.




Como era de esperar, Paula no pudo pegar ojo en toda la noche. A las cinco de la mañana dejó de intentarlo y encendió la cafetera. Mientras se hacía el café se dio una ducha rápida y, después, guardó las fotografías de la casa amarilla en un sobre y se dirigió hacia Lubbock para visitar a su abuela. Rosa la recibió con los brazos abiertos.

–Cuánto te he echado de menos.

–Y yo también a tí, abuela. ¿Cómo estás?

–Mejor que nunca. En unos minutos puedes venir conmigo a la sesión de terapia y te demostraré lo bien que camino. Prácticamente no necesito ya la silla de ruedas.

–¿En serio? ¡Pero eso es maravilloso! ¿Cuánto tiempo ha dicho el médico que tienes que estar aquí?

–Dice que dos semanas más, por lo menos. Luego puedo marcharme cuando quiera. Pero necesito un sitio al que ir, claro. Tendré que seguir haciendo terapia durante unos meses… pero eso es más bien para recuperar la fuerza en los músculos.

–Genial. He traído fotografías de la casa de la que te hablé.

A su abuela le encantó la casa, como ella había imaginado.

–Preciosa, es preciosa. Y ahora dime por qué has venido.

–Tenía que verte –suspiró Paula–. Para recordar quién soy y cuál es mi propósito en la vida.

–Ah, comprendo. Cuestiones profundas –sonrió Rosa–. El príncipe azul, ¿Verdad?

–Estoy enamorada de él, abuela –suspiró Paula. Decir eso en voz alta fue como quitarse un peso de encima–. Y no sé qué hacer.

–Pues agarrarte a él con las dos manos, hija.

–Lo supe en cuanto le toqué, como te pasó a tí con el abuelo.

Rosa le tomó una mano a su nieta.

–Recuerdo muy bien ese momento. La atracción, la sorpresa, cómo me decía a mí misma que no podía ser verdad…

–Eso es, a mí me pasa lo mismo. Y me da pánico. Somos de dos mundos diferentes. Literalmente.

La Adivina: Capítulo 38

–¿Dónde está Paula?

–¿No está en el jardín? –preguntó su hermana–. Fue a llevarte la salsa barbacoa hace rato.

–No la he… ¡Maldita sea! –exclamó él, saliendo a toda prisa de la cocina.

Paula debía de haberlo oído hablar con Bainca y seguramente se habría hecho su propia composición de lugar. Cuando salió a la puerta comprobó que su camioneta había desaparecido… y con ella cualquier oportunidad de disfrutar de la fiesta.

–Maldita sea.

Pedro se abrió camino entre roulottes, camiones y coches. El recinto ferial estaba muy tranquilo a esa hora. Las luces estaban encendidas en las roulottes y había algunas personas sentadas fuera, disfrutando del fresco de la noche. Fue directamente a la roulotte de Paula. No tenía tiempo que perder. Tenía que disculparse con ella y explicarle lo que había pasado. La luz de su roulotte estaba encendida, de modo que llamó a la puerta, nervioso.

–Paula, soy Pedro. Sé que estás ahí.

–Vete –dijo ella.

–Quiero hablar contigo.

–No tenemos nada que hablar.

–Sé que oíste algo en mi casa… quiero que hablemos de eso.

–Parece que tuviste oportunidad de hablar y no lo hiciste –respondió ella, sin abrir la puerta.

–Sé que eso es lo que piensas, pero…

–No –suspiró Paula–. Es lo que oí.

–Por favor, déjame entrar. Deja que te lo explique.

–No hace falta que me lo expliques. Lo entiendo muy bien. Tendrás que soportar a Bianca mucho después de que yo me haya ido de Blossom, así que debes quedar bien con ella. Y aunque mi abuela se instalara aquí, tú y yo no tendríamos por qué vernos para nada. De hecho, lo más fácil sería evitarnos por completo. Y sugiero que empecemos a hacerlo ahora mismo.

–Mira… Bianca es amiga de mi madre y de verdad lo hacía con buena intención. Pero te aseguro que le dije lo que pensaba de sus comentarios sobre tií

–¿Ah, sí?

–Sí. Mi madre me va a matar cuando vuelva, pero le dije a Bianca que se metiera en sus cosas. En mi casa hago lo que quiero e invito a quien me da la gana…

–Claro, tú eres el alcalde y tienes que pensar en todo.

–Por favor, Paula, déjame pasar.

Pero ella seguía sin abrir. Pedro se golpeó la cabeza contra la puerta un par de veces, frustrado. Camila llevaba alegría a su vida, pero no recordaba la última vez que se había reído con una mujer. Su corazón podía decirle que eso era una traición a Jimena, pero su cuerpo y su mente no querían que aquello acabase. Pero entonces la puerta se abrió y Paula apareció vestida de cuero, con dos cascos en la mano.

–Vamos a dar un paseo.

Apretado contra su espalda, volaron con la Harley por la carretera oscura, iluminada sólo por los faros de la moto. Pedro disfrutaba como un loco de la velocidad y del viento en la cara. Si pudiera, seguiría adelante para siempre… Por fin, Paula dió la vuelta y él le indicó cómo llegar a uno de sus sitios favoritos: una colina desde la que podía verse el río.

–Gracias por venir aquí conmigo.

–Yo también he disfrutado del paseo –murmuró ella.

Y entonces, sin decir nada más, tomó su cara entre las manos y buscó sus labios. Pedro no necesitaba otra invitación. La envolvió en sus brazos y empezó a besarla con una pasión que casi había olvidado, una pasión que lo cegaba… Suspirando, la tumbó sobre la hierba tocándola por todas partes, pero cuando Paula empezó a tirar de su camisa, la detuvo.

–No podemos seguir.

–¿Por qué no?

–Porque no llevo preservativos.

–Ah, qué pena.

–Desde luego que sí –suspiró él–. Me encanta este pantalón de cuero.

–Pues si te gusta el pantalón, deberías ver mi tatuaje.

–¿Tienes un tatuaje o sólo lo dices para torturarme?

–La frustración me vuelve malvada.

–Me gusta eso de tí.

La verdad era que le gustaban muchas cosas de ella.

–Esto sería más fácil si pudiéramos ver el futuro. ¿Qué ves para nosotros, Paula?

La Adivina: Capítulo 37

Pedro escuchaba la charla de Bianca intentando contener su impaciencia. Murmuró algo, sin pensar, mientras contaba hasta diez mentalmente para no decirle a su vecina que dejase de meter las narices en sus asuntos. No quería tener una discusión con ella en la fiesta de cumpleaños de Camila.

–Gracias.

Sí, gracias por nada. Apretando los dientes, volvió a contar hasta diez, recordándose a sí mismo que Bianca era amiga de su madre, una viuda intentando encontrar su sitio tras la muerte de su marido. Recordando a los niños que jugaban en el jardín y el hecho de que él era el alcalde y el encargado de mantener la paz en Blossom. «Elementos perjudiciales». «Elementos perjudiciales». No podía dejar de repetir esa frase en su cabeza. Que alguien pudiera pensar en Paula de esa manera hacía que se pusiera enfermo.

–Mira, Bianca, tú tienes tu propia opinión, pero yo conozco bien a Paula. Puedes protestar por la feria, puedes protestar porque dos viejos se sienten en el mismo banco del parque todos los días, pero ésta es mi casa.

–No creo que tengas que adoptar ese tono conmigo.

–Pues yo creo que sí. Ésta es mi casa y Paula Chaves es mi invitada. Y nadie me dice lo que es mejor para mi hija.

–Sólo quería ayudar –se defendió Bianca.

–Sin duda.

–Quizá lo mejor sería que me fuera –dijo la mujer.

Sus palabras eran a medias una súplica, a medias una amenaza.

–Puedes quedarte si quieres –asintió Pedro–.  Si puedes contener tus deseos de «ayudarme», claro. Y si puedes tratar a mi invitada con el respeto y la cortesía que se merece.

Esperaba que se fuera y rápidamente, además. Pero la había subestimado.

–Me quedaré… por Camila –dijo Bianca, estirándose la blusa. Y luego se alejó como una reina hacia el jardín.

–¿Papá? –lo llamó Camila–. ¿Es hora de la tarta?

–No, cariño, todavía no. Antes tenemos que cenar. ¿Cómo quieres tu filete?

–Sólo hay una manera de comerse un filete –repitió la niña.

–Ni muy hecho ni muy crudo –dijeron los dos a la vez.

–Eso es –se rió Pedro, besando a su hija–. Diez minutos más y a cenar.

–Bueno.

Diez minutos después, Luciana y Patricia levantaron la mirada cuando vieron entrar a Pedro en la cocina.

jueves, 26 de marzo de 2020

La Adivina: Capítulo 36

–Sí, es muy extraño –asintió Luciana–. Hablé con Leticia hace un rato y me dijo que pensaban venir a la fiesta. Qué raro dejar los regalos y marcharse. Pero la verdad es que lleva toda la semana portándose de una forma muy extraña.

–Peor para ella –suspiró Pedro–. En fin, yo tengo que encender la barbacoa.

–¿Cuándo vamos a cenar?

–Las patatas están en el horno. Tú encárgate de la ensalada y yo me encargo de la carne.

–Muy bien. Estoy muerta de hambre. Paula, ¿Puedes llevarle la carne a mi hermano?

–Sí, claro. Si me dices dónde está la cocina.

La cocina era un sueño, con electrodomésticos cromados, dos hornos, un espacio para trabajar en el centro, un frigorífico gigantesco…

–Vaya, qué maravilla.

–Fabuloso, ¿Verdad? Es el reino de mi madre. Ahora está en Europa con mi tía. En Londres, en París, en Madrid. No sabes los celos que tengo.

Paula miró en la alacena y encontró estanterías tan cargadas de botes como en las mejores tiendas.

–¿De la cocina o del viaje?

–De las dos cosas –se rió Luciana–. Toma, aquí están los filetes y las hamburguesas.

–Hola, Luciana. Hemos entrado sin llamar –una mujer mayor con pantalones de color crema y una blusa del mismo tono acababa de entrar, acompañada de una joven. Las dos eran rubias y tenían un gran parecido, de modo que debían de ser parientes–. He traído una macedonia.

Bianca Dupres, la líder del Comité. Se habían conocido una vez, cuando ésta se acercó para decirle que «en nombre de la decencia», se fuera de Blossom. Como si su mera presencia fuera una amenaza para la moral de los ciudadanos.

–Genial, acabamos de sacar los filetes. Bianca, te presento a Paula Chaves. Paula, Bianca y Patricia Dupres.

Patricia le ofreció su mano.

–Hola, tú eres la echadora de cartas, ¿No? Tamara Wright es amiga mía y está encantada con su hija.

Paula se vió obligada a sonreír, aunque no le apetecía mucho.

–Yo sólo predije que sería una niña, el trabajo lo ha hecho ella. Hola, señora Dupres –dijo después, dirigiéndose a Bianca.

–Señorita Chaves –murmuró ella, sin mirarla–. Luciana, ¿Está Pedro por aquí?

–En el jardín. Si vas para allá, ¿Te importa llevarle la carne?

–No, claro.

Patricia se puso colorada, pero no dijo nada.

–Bueno, entonces sólo nos queda hacer la ensalada –dijo Paula para aliviar la tensión–. Si hay que cortar hortalizas, se me da muy bien.

–Tenemos tomates, pepinos, lechuga de varias clases, maíz, cebollas. Ah, y la salsa barbacoa que hace Pedro. Pero la ensalada ya está hecha, así que no hace falta que cortes nada por el momento. ¿Quieres llevarle la salsa barbacoa a mi hermano?

–Sí, claro –contestó Paula, deseando escapar de la cocina.

Pero cuando salía al pasillo oyó la voz de Bianca hablando con alguien en la terraza.

–… entiendo que ésta es tu casa e invitas a quien te da la gana, pero Camila es una niña muy pequeña y…

–Camila fue quien invitó a Paula –la interrumpió Pedro.

¿Camila la había invitado? Eso hizo que Paula se preguntara si se había equivocado al leer su expresión el día anterior. ¿Estaría de verdad encantado o simplemente la soportaba por su hija?

–Es normal que se sienta atraída por esa chica tan… llamativa –siguió Bianca–. Pero tú eres su padre y debes protegerla de elementos perjudiciales como ella.

–Bianca, entiendo tu preocupación, pero…

¿La entendía? Paula contuvo el aliento, esperando que Pedro la defendiera, que dijera algo a su favor.

–Gracias.

¿Gracias? Paula se llevó una mano a la boca para contener un sollozo. ¿Gracias? ¿Le daba las gracias a alguien que estaba insultándola? Con el corazón encogido, dejó el bote de salsa sobre un aparador y corrió hacia la puerta. Afortunadamente, llevaba las llaves de la camioneta en el bolsillo. ¿Cómo podía haberse equivocado tanto con Pedro Alfonso? Sí, se habían besado, pero eso no significaba nada, por lo visto. Se habían reído juntos, habían charlado de cosas íntimas. Pero eso, evidentemente, tampoco significaba nada para él. Había sido una tonta por creer que ella era más importante que su deseo de mantener la paz en el pueblo.

La Adivina: Capítulo 35

En el jardín había una hermosa rosaleda y un cenador. A la izquierda, una piscina con una valla de seguridad.

–¡Camila! ¡Ven a saludar a Paula!

–¡Paula! –gritó la niña, corriendo hacia ella con su habitual alegría–. ¡Has venido!

–No me perdería tu fiesta por nada del mundo.

–Éstos son mis amigos –dijo Camila, recitando un montón de nombres que Paula no sería capaz de recordar.

–Qué bien. Han venido todos.

–Luciana está aquí –sonrió Pedro, poniendo una mano en su cintura.

Para alivio de paula, reconoció algunas caras: el comisario, Mariana Tucker y Pablo Gray Feather… Y sentados en un banco, vigilando a los niños, estaban Darío y Bernardo, tonteando con la señora Davis y la señora White.

–Les presento a Paula Chaves–dijo Pedro. Pero en ese momento sonó el timbre–. Tengo que ir a abrir. Sírvete lo que quieras.

–Gracias.

Luciana se levantó y la llevó hacia la mesa donde estaban colocados los refrescos.

–Me alegro mucho de que hayas venido. Camila no para de hablar sobre tí desde el día de la feria.

–Me alegro de que lo pasara bien. Bueno, la verdad es que los tres lo pasamos bien.

–Lo sé. Y me asombra. Jimena murió poco después de que Camila naciera y desde entonces mi hermano asocia esas dos fechas…

–Ah, claro.

–Intenta poner buena cara, pero la verdad es que lo pasa fatal. Pero tú se lo has puesto más fácil este año. Gracias.

–Bueno, me alegro de haber podido hacer algo.

–Yo también. Y eso no es todo –siguió Hannah, apretándole la mano–. Más tarde, yo tengo que hacer un anuncio.

–Enhorabuena –sonrió Paula–. Me alegro muchísimo por tí.

–Estás siendo muy buena para todos nosotros. Especialmente para Pedro. No lo había visto tan contento en mucho tiempo. Sé que le gustas, además.

–Luciana, no te equivoques. No hay nada entre tu hermano y yo.

–No le hagas daño, Paula –siguió la hermana de Pedro, como si no la hubiese oído–. Es más vulnerable de lo que aparenta. Controlarlo todo es tan importante para él que quiere parecer invencible, pero no lo es.

–Lo sé. Me he dado cuenta de que necesita tenerlo todo bien sujeto.

–Siempre ha sido un hombre muy fuerte, un líder, pero su necesidad de control aumentó tras la muerte de Jimena. Igual que cuando mi padre murió. Incluso intentó que yo no fuera a la universidad –Luciana se mordió los labios, como si temiera estar revelando secretos familiares–. Es como si teniéndolo todo controlado pudiera evitarnos el sufrimiento.

–No quiere perder a nadie más, supongo.

–Sí, eso es.

–En fin, cada uno se enfrenta al dolor a su manera.

–Me alegro de que lo entiendas –sonrió Luciana–. Además, creo que tú eres lo que Pedro necesita. Me alegro mucho de que te haya conocido.

Pedro reapareció poco después.

–Qué raro. Eran Leticia, Francisco y los niños. Pero han dejado los regalos y se han ido.

La Adivina: Capítulo 34

Paula giró a la derecha para entrar en el camino que llevaba a casa de Pedro. Esperaba ver la casa enseguida, pero el camino seguía y seguía… Incluso había vacas a un lado y otro de la carretera. Y en la distancia podía ver el río. Un kilómetro después, por fin llegó a la casa. ¿Casa? Mansión más bien, con columnas en el porche, como la de Lo que el viento se llevó. Era una casa de dos plantas rodeada por un enorme jardín. A lo lejos había otros edificios, incluido un establo con un corral en el que podía ver varios caballos. Viejos robles, centenarios quizá, daban sombra a la casa. Sí, estaba claro que los Alfonso llevaban allí muchos años. De modo que no sólo eran los dueños del banco, sino que también tenían un rancho… ¿Cómo sería tener raíces tan profundas en un sitio? Ser capaz de trazar tu árbol genealógico y encontrar a tus antepasados en los libros de historia como senadores, alcaldes, miembros del Congreso. Había buscado el apellido Alfonso en Internet y descubrió que Pedro era el último en una larga sucesión de hombres que, de una forma u otra, se habían dedicado a la política. Y que aquélla había sido siempre la casa familiar.Para una mujer que no había conocido un hogar sin ruedas, que no conocía ni siquiera el nombre de su padre y mucho menos cuántas generaciones de su familia había habido por el mundo, las diferencias entre ellos empezaban a parecerle insalvables.

Mientras estacionaba la camioneta al lado del coche de Luciana, Paula empezó a recordar… Como siempre estaban en la carretera, su abuela había sido su profesora. Cuando tenía once años, le había suplicado que la llevase a un colegio normal, con otros niños, Al menos durante el invierno, mientras «descansaban» en Florida. Su abuela aceptó, pero para ella fue una experiencia horrible. En ciertos aspectos, iba por delante de los demás niños, pero en otros iba muy por detrás y no sacaba buenas notas en los exámenes. Lo había pasado fatal. A los otros niños no les caía bien porque era nueva, rara y había llegado a clase a mitad de curso. Y sus amigos de la feria no lahablaban porque pensaban que se sentía por encima de ellos. Cuando llegó la primavera y de nuevo volvieron a la carretera, se alegró de dejar atrás el colegio. Nunca olvidó esa experiencia y tenía auténtica fobia a los exámenes. Era por eso por lo que no tenía estudios, por lo que no podía ser comadrona, como siempre había soñado. Con el regalo de Camila en la mano, un vestido de princesa, pasó por delante de un Mercedes y un Volvo y sintió que iban a examinarla otra vez. Y tuvo que hacer un esfuerzo para no volver a subir a su camioneta y desaparecer a toda velocidad. Pero el brillo de felicidad de los ojos de Pedro cuando abrió la puerta hizo que se alegrase de estar allí.

–Hola, preciosa.

–Hola, guapo –sonrió Paula, admirando los vaqueros oscuros y la inmaculada camisa blanca–. Estás muy elegante.

Cuando entró en la casa vio un aparador lleno de paquetes envueltos en papel de regalo. Camila debía de estar tan contenta con su fiesta que ni siquiera se había molestado en abrirlos. Pedro la llevó luego a la terraza, donde varios adultos tomaban refrescos a la sombra mientras los niños jugaban en la hierba.

La Adivina: Capítulo 33

Paula los llevó a los caballitos antes de nada, a petición expresa de la niña.

–¿Quieres subir conmigo? –le preguntó Camila.

–Sí, claro.

–¿Dónde compramos las entradas? –preguntó su padre.

Carlos se acercó en ese momento.

–Eres amigo de Paula, así que es gratis. Además, es el cumpleaños de la niña, ¿No?

–¡Sí, es mi cumpleaños!

–Pues entonces, hoy son nuestros invitados.

–No, de verdad…

–Insisto –sonrió Carlos.

–Venga, Camila, vamos –dijo Paula entonces.

–¿Y mi papá?

–Él es demasiado alto. No puede subir en los caballitos.

Paula se subió a uno de ellos y colocó a la niña delante para sujetarla bien. Sonriendo de oreja a oreja, Camila se agarró a la barra con todas sus fuerzas y empezó a gritar en cuanto los caballitos se pusieron en marcha. Para cuando terminaron, a Paula le pitaban los oídos. Una vez en el suelo, la niña corrió hacia Pedro para contárselo todo sobre su aventura. Como si él no hubiera estado mirando con ojos de halcón y saludándolas con la mano cada vez que pasaban por delante.

–¡Mira, barcos! ¿Papá, podemos subir a los barcos?

La niña empezó a correr, pero su padre la tomó de la mano.

–Espera un poco, cariño. Más despacio.

–Papá… –protestó Camila, pero no se soltó. Al contrario, con la otra mano buscó la de Paula–. Venga, dense prisa.

Paula miró a Pedro y, al mismo tiempo, levantaron a Camila, que no paraba de reír mientras se acercaban al carrusel de los barcos. Era imposible que Paula cupiera en esos artilugios tan diminutos, de modo que tuvo que quedarse abajo, con Pedro.

–Lo está pasando de maravilla. Gracias –dijo él, apretándole la mano.

Piel contra piel, los sentimientos se mezclaron con las emociones, que se mezclaron con la reacción física. Pero Paula no quería pensar. Sólo quería concentrarse en la alegría que le producía estar a su lado. En la alegría de aquel día, en la risa de Camila. ¿Cómo podía resistirse a esa felicidad? Especialmente sabiendo que Pedro rara vez disfrutaba de momentos así. ¿Qué daño podía hacerle vivir el presente, aunque sólo fueran unas horas? Sabía que le dolería en el alma cuando se fuera de allí. ¿Por qué no disfrutar de lo que el destino ponía en su mano?

–No tienes que darme las gracias. Yo también lo estoy pasando fenomenal.

–Venga –sonrió Jason, golpeándola suavemente con el hombro–. Tú estás en las ferias todo el tiempo. Esto tiene que ser aburrido para tí.

Paula le apretó la mano.

–Pero momentos como éste hacen que todo parezca nuevo. Debería darte las gracias a tí, en realidad. La feria es mágica, pero de vez en cuando necesitamos que alguien nos lo recuerde. Sobre todo, los niños.

Camila les demostró eso corriendo hacia ellos con un brillo de pura felicidad en los ojitos azules. Luego fue charlando hasta el siguiente carrusel, aquella vez de coches. Y así estuvieron, la niña disfrutando de las atracciones, Pedro y Paula disfrutando el uno del otro. Después, fueron a la caseta de tiro al blanco donde, con la ayuda de su amigo Esteban, consiguieron un enorme elefante de peluche para Camila. Luego la niña quiso algodón dulce, pero Paula la convenció para que pidiese una manzana caramelizada. No podía soportar el olor del algodón después de haber tenido que limpiarlo con lejía. Al final, acabaron de nuevo en su caseta.

–Ah, por cierto, tengo algo para ti, Camila –sonrió.

En realidad, se habían encontrado con las bailarinas y Paula les había pedido que fueran a buscar el regalo a su roulotte y lo llevasen allí antes de que llegara la niña.

–¿Un regalo? ¿Para mí?

–Claro, por tu cumpleaños. ¿Quieres abrirlo?

–Pero aún no es mi fiesta. No será hasta el sábado. Mi papá lo ha dicho.

–Cariño, yo no podré ir a tu fiesta, pero seguro que no le importa que lo abras hoy.

–No, yo quiero que vayas a mi fiesta. Es el sábado –insistió Camila.

–Lo siento, pero me será imposible.

–¿Por qué?

–Porque tengo que estar aquí, trabajando.

–¿Y no puedes dejar de venir aquí? Mi papá no va a trabajar ese día.

–Es verdad. ¿Por qué no te tomas el día libre? –preguntó Pedro.

Paula se volvió hacia él.

–Tú sabes que no es buena idea.

–Es el cumpleaños de Cami y ella quiere que vayas.

Era un error, el sentido común se lo decía. Pero ¿Por qué iba a empezar a escuchar al sentido común ahora precisamente? Aunque deseaba hacerlo con todo su corazón.

-Muy bien. Allí estaré.

martes, 24 de marzo de 2020

La Adivina: Capítulo 32

–Porque me quiere –contestó ella, con expresión irónica.

–¿No crees que tu padre te quiera?

Melisa parpadeó. Parecía sorprendida por la pregunta.

–Claro que me quiere. Pero no confía en mí. Para él, soy una gran desilusión.

–Si te quiere, aprenderá a confiar en tí. Pero no si tú sigues ocultándole lo que te pasa.

–Pero tú no lo entiendes…

–No necesito los detalles para entender la naturaleza humana, Melisa. Es instintivo no confiar en la gente cuando intuimos que no están siendo sinceros con nosotros… especialmente gente a la que queremos. Porque eso duele mucho.

–Tú no lo entiendes.

–Melisa, mírame. Claro que lo entiendo. Y también entiendo que esto te duele mucho. Ya no eres una niña, tienes responsabilidades. Estás cansada, tienes hambre… vete a casa, date una ducha, come algo. Cuando te sientas un poco mejor, podrás tomar una decisión. Y hablar con tu padre de ello.

–No creo que me escuchase. Siempre me está diciendo que le he decepcionado…

–Entonces, ¿Qué puedes perder?

–Todo –contestó la joven–. Pero gracias por hablar conmigo.

–Melisa –la llamó Paula cuando iba a salir de la tienda–. Ese chico no va a volver.

Paula suspiró cuando la chica se dió la vuelta sin decir nada. Esperaba haberla convencido de que aquello era ahora su responsabilidad y tenía que hacerse cargo, de una manera o de otra.

–¡Paula, Paula! –oyó entonces una vocecilla infantil. Se dio la vuelta a tiempo para sujetar en sus brazos a Camila, que se lanzó sobre ella como una tromba.

–Hola, pequeña.

Por supuesto, Pedro estaba detrás de su hija, mirando a Melisa.

–Cuidado con Melisa Tolliver. Es una chica problemática.

–¿Qué quieres decir? ¿La conoces?

–Conozco mejor a su padre. El reverendo Tolliver apoya al Comité. Es uno de los que más protestan contra la feria.

–¿Y eso tiene algo que ver con Melisa?

–Todo. Hace siete u ocho meses, el almacén contrató a un grupo de teatro. Melisa se lió con uno de los actores y cuando se fueron del pueblo se fue con él.

–¿Se escapó de casa?

Pedro asintió.

–El reverendo Tolliver tardó un mes en encontrarla y traerla de vuelta a Blossom. Desde entonces no habla con nadie.

Esa revelación confirmó las sospechas de Paula. Pero no había anticipado la complicación de que su padre fuese un reverendo que apoyaba al Comité, además. Afortunadamente, no le había leído el futuro a la chica.

–Gracias por el aviso. Bueno, ¿Y qué hacen por aquí?

Camila se puso a dar saltos.

–Mi papá me ha traído a la feria por mi cumpleaños.

–Ah, es verdad –sonrió Paula, abrazando a la niña–. Pero tú te estás saltando las reglas –le dijo a Pedro.

–¿Qué reglas? –preguntó él, todo inocencia–. Sólo he venido para ver cómo estabas después del incidente de ayer.

–Estoy perfectamente –contestó ella–. He hablado con Carlos y todo el mundo está alerta, por lo que pudiera pasar.

–Me alegro.

–Paula, ¿No puedes venir con nosotros a jugar? –preguntó Camila.

–Bueno, a lo mejor puedo tomarme una hora libre para estar contigo. Al fin y al cabo, es tu cumpleaños.

–¡Papá, Paula va a jugar con nosotros!

–Ya lo he oído, cariño. ¿Seguro que puedes tomarte una hora libre?

–Sí, claro. Por la mañana no suele haber mucho trabajo. Además, quiero enseñarte mi feria.

–Entonces, cierra la caseta y vamos a dar una vuelta.

Tardaron apenas unos minutos en hacer eso. Paula tomó a Camila de la mano y fueron saludando a unos y a otros por el recinto. Por supuesto, la niña, con sus ojitos azules y sus rizos oscuros, se ganaba la simpatía de todos de inmediato. Y el hecho de que el alcalde fuera con Paula también le hizo ganar puntos entre sus compañeros. Los feriantes eran gente leal.

La Adivina: Capítulo 31

El martes, el primer día oficial de la feria, amaneció con un cielo brillante. No había una sola nube en el horizonte. El aire olía a café y a canela, dispuesto a tentar a los vecinos del pueblo cuando se abrieran las puertas. Paula iba tomando un café mientras se dirigía a su caseta. Las primeras actividades de la feria darían comienzo en quince minutos. La mayoría de las ferias ambulantes decidían empezar a trabajar un día de diario para poder solucionar los problemas de última hora antes de que llegase el grueso de la gente durante el fin de semana, cuando tenía lugar la gran inauguración oficial. Y algunas actuaciones, como la de las bailarinas, tenían lugar sólo después de la puesta de sol. Cuando su abuela trabajaba con ella se dividían. Una trabajaba por la mañana y la otra por la tarde-noche. Trabajando sola, había planeado empezar temprano y cerrar la caseta alrededor de las ocho. Podría tener un horario flexible si fuera necesario, pero generalmente la gente estaba más interesada en comer y beber a partir de la puesta del sol. Además de la lectura del tarot, las manos, etcétera… vendía algunos objetos místicos como bolas de cristal, polvo de hadas y barajas del tarot. Afortunadamente, no había llevado todas esas cosas a la caseta antes de que la destrozaran, pensó. También enseñaba el tarot y las clases eran muy populares.

–Hola, Paula –la saludó Diego, uno de los ayudantes de Carlos.

–Buenos días. ¿Qué te trae por aquí?

–Quería pedirte ayuda –contestó él, nervioso.

–Dime –sonrió Paula, señalando una silla.

–Es que verás… es sobre una mujer de Blossom, una morena con el pelo hasta aquí –contestó Diego, señalándose el hombro–. Y siempre me mira mal, no sé si sabes a quién me refiero.

Paula no lo sabía, por supuesto.

–Lo siento, pero no tengo ni idea.

–Yo sé que la conozco de algo. No sé de dónde, pero tengo la impresión de que hay algo raro en ella. Por eso esperaba que me ayudases a recordar dóndela he visto antes.

–Puedo intentarlo. Pero ¿Qué quieres decir con eso de «hay algo raro en ella»?

Diego se encogió de hombros.

–Algo raro, no sé, fuera de lugar. Y no me gusta nada, es un poco siniestro.

–Bueno, vamos a intentarlo. Lo que necesito es que visualices a esa mujer. Concéntrate… piensa en ella.

Paula intentó concentrarse también para entrar en su mente, pero algo la bloqueaba. Había alguien entorpeciendo su lectura. Una mujer, desde luego, pero no había nada siniestro en ella.

–¿Ocurre algo, Paula?

–Lo siento, Diego. Veo algo, pero… es una mujer muy triste, no una mujer malvada.

–No te preocupes. Vendré a verte más tarde, a ver si conseguimos algo.

–De acuerdo.

Diego salió de la caseta y, un segundo después, Melisa, la chica embarazada, entró a toda prisa.

–Hola, Melisa –la saludó Paula, sorprendida.

–Hola, Pandora. He traído dinero para que me leas el futuro –dijo la joven, tuteándola.

–Melisa… –Paula la llevó hasta una silla y se sentó frente a ella–. No puedo aceptar tu dinero. Necesito el permiso de tu padre para leer tu futuro.

–¿Y no puedes decirme sólo si él piensa volver? –preguntó la chica, angustiada.

–¿Por qué no me dices quién es?

Paula sabía que no debería intervenir, pero la pobre parecía tan perdida que no pudo evitarlo. Esperaba que Melisa se animase con su pregunta, pero en lugar de eso, la chica miraba fijamente la mesa con las cartas.

–¿No vas a usar las cartas?

–No voy a leerte el futuro. Ya te he dicho que no puedo hacerlo sin el permiso de tu padre. Sólo vamos a charlar un rato. Háblame de tu novio.

–No es mi novio –murmuró Melisa–. Bueno, lo era, pero mi padre lo estropeó todo.

–¿Cómo lo estropeó todo?

–Porque me llevó de vuelta a casa.

–¿Por qué?

La Adivina: Capítulo 30

Pedro frunció el ceño, pero asintió con la cabeza. Y luego recordó algo más que había querido comentarle a Marcos.

–El otro día, Leticia fue a mi oficina a darme la charla y mencionó el nombre de Bianca entre las víctimas de la estafa de hace dos años.

–Bianca no puso dinero.

–Eso es lo que yo le dije. Enseguida se corrigió a sí misma, pero quiero que lo compruebes. Aquí hay algo raro. Siempre he pensado que hubo alguien que le pasó información al estafador.

–Sí, menos mal que su objetivo eran familias con dinero para invertir. Pero lo comprobaré.

–Sé discreto. No quiero alertar al informador ni que Bianca pase un mal rato.

Marcos se guardó el cuaderno en el bolsillo.

–Lo haré personalmente.

Un minuto después, Pedro entraba en la caseta de Paula, que estaba colocando los pocos muebles que no habían quedado inservibles. Estuvieron trabajando en silencio durante unos minutos y luego ella se puso a limpiar el algodón dulce pegado al suelo mientras él colocaba cinta aislante en la abertura.

–Aguantará hasta que venga alguien a arreglarlo.

–Gracias. Tengo una amiga en la troupe que se encarga de ese tipo de cosas. Ella lo hará, no te preocupes.

–Sí, claro –murmuró Pedro.

Había olvidado que ahora contaba con el apoyo de su gente. Lo cual era bueno. No estaba sola. Sin embargo, eso no hizo que se sintiera aliviado. No, no había podido dejar de pensar en ella desde aquel beso. Y desde la muerte de su mujer nunca se había sentido tan… interesado por una mujer. Ni tan vivo. Sabía que no debería, pero no dejaba de buscarla.

–Siento que haya pasado esto.

–Yo también. Pero tú no tienes la culpa.

–Sí, pero…

–Mira, esto ha conseguido reforzar mi idea de que no debemos vernos. Lo de hoy ha estado bien, pero no debe volver a pasar.

Cuando Paula salió de la caseta, Pedro se dió cuenta de que estaban más lejos el uno del otro en ese momento que unos días antes, cuando él se negaba a dejarla instalarse en la feria.

–Esos locos… traer cuchillos a la feria. ¿Por qué no vienen a pasarlo bien, como todo el mundo? –suspiró Carlos.

–Algunos no saben cómo hacerlo. Especialmente si se sienten amenazados –dijo Paula.

–Eres demasiado blanda, cariño. Esta gente te ha atacado. Debes estar alerta. Yo, desde luego, he alertado a todo el mundo. Tu caseta y tu roulotte estarán siempre bajo vigilancia.

–Gracias, Carlos. No sé qué haría sin tí.

Y era cierto. El príncipe de la troupe, Carlos era la persona en la que todos podían confiar. Por él, la troupe nunca había tenido ningún problema. Por él, conseguían las mejores ferias. Por él, Paula estaba en Blossom.

–No me gusta que estés sola. Ya que Rosa no está aquí, quizá deberías pedirle a alguna de las bailarinas que durmiese contigo.

–Si me da miedo se lo pediré a alguien, no te preocupes. Pero por ahora prefiero estar sola –suspiró ella–. Además, el comisario está investigando el incidente.

–Sí, pero este pueblo tiene sus propios problemas. No me gusta que hayan usado un cuchillo… que hayan destruido la caseta. Es absurdo, ¿No te parece?

–Es incomprensible. Esta gente no me conoce de nada…

–Haré correr la voz para que nuestros chicos investiguen por su cuenta. No sé, hay algo que no me cuadra.

–Eres mi héroe –sonrió Paula, poniéndose de puntillas para darle un beso en la mejilla–. Pero las cosas mejorarán mañana, cuando se inaugure la feria.

–Lo mejor sería que no te metieras en líos. Y mejor aún, que no te acercases al alcalde.

No la sorprendió que Carlos supiera lo de Pedro… lo poco que había que saber. Ella tenía poderes, pero Carlos tenía sus fuentes.

–No te preocupes. El plan es que él se quede en su mundo y yo en el mío.

–Suena bien –dijo su amigo, sujetando un cartel–. No es muy inteligente tener un romance de algodón dulce con el alcalde del pueblo que te contrata.

–Sí –Paula miró el suelo. Lo había limpiado con lejía, pero seguía oliendo a azúcar–. La verdad es que ya no me apetece nada el algodón dulce.

La Adivina: Capítulo 29

–La familia Alfonso creó el pueblo de Blossom hace más de cien años – empezó a decir, intentando distraerla–. Abrieron el banco, las primeras tiendas… levantaron esta comunidad con sus propias manos. Siempre ha habido un Alfonso en la Alcaldía. Blossom prosperó y en 1889 se convirtió en el pueblo más importante de la zona. Ésta es la primera vez que me siento avergonzado de mis conciudadanos.

–No digas eso. Yo soy una extraña aquí –suspiró Paula–. No puedes condenar a todo el pueblo por la locura de unos cuantos.

Pedro no dijo nada. No podía decir nada porque tenía razón.

–Ven, vamos a tomar un café.

El comisario llegó poco después y, mientras inspeccionaba el desastre, tomó algunas fotografías.

–Preguntaremos por ahí. Quizá alguien haya visto algo.

–¿Van a tomar huellas?

–Sí, pero no podemos hacer mucho más. Los llamaré en cuanto sepa algo.

–Muy bien.

–Ya puede volver a entrar en la caseta, señorita. Si quiere, puedo darle el nombre de una persona que sabe coser telas fuertes como ésta.

–No, lo haré yo, gracias.

–A su servicio. ¿Puedo hablar un momento contigo, Pedro?

–Sí, claro.

Los dos hombres se alejaron de la tienda y Paula volvió a entrar, suspirando.

–Paula, espera. Enseguida voy a ayudarte.

–No hace falta.

–Yo creo que sí –insistió Pedro.

Luego se volvió hacia Marcos.

–¿Se puede saber qué hay entre la adivinadora y tú? –le preguntó su amigo.

Pedro se cruzó de brazos.

–Desgraciadamente, nada.

–Pues a mí no me lo parece.

–¿Qué? ¿Mi madre te dejó encargado de vigilarme mientras estaba en Europa?

–Venga, Pedro. Ya has visto a los del Comité en la carretera. La mitad de las pancartas son en contra de Paula. Y si los ven juntos se agravarán las protestas.

–No voy a vivir mi vida dependiendo de lo que digan esos insensatos.

–No seas idiota. Esto no tiene nada que ver contigo. Sólo quieren crear problemas entre la gente de Blossom y los feriantes, los de aquí y los de fuera. Necesito que me apoyes en esto.

–Te aseguro que no hay nada entre Paula y yo. Pero eso no significa que vaya a dejarla a merced del Comité. Especialmente si hay gente que lleva cuchillos. ¿Te lo puedes creer? –murmuró Pedro, pasándose una mano por la cara.

–¿No pensarás que ha sido Bianca Dupres? Esto lo han hecho unos gamberros, usando la disputa para crear problemas.

–Muy bien, demuéstramelo. Mientras tanto, quiero que haya dos alguaciles vigilando la feria. No podemos registrar a todo el mundo, pero quiero que estén alerta.

–De acuerdo, pero recuerda lo que he dicho. Por Paula, sobre todo.

jueves, 19 de marzo de 2020

La Adivina: Capítulo 28

–No puedes perder el amor que sentíais el uno por el otro –dijo, a modo de consuelo–. Siempre será parte de tí. Yo he leído algo sobre psiquiatría y muchos informes dicen que la persona que sobrevive en una relación suele volver a casarse. La conclusión es que están buscando esa feliz unión otra vez. Puede que tú nunca te cases, pero si lo haces deberías verlo como un tributo a la felicidad que compartiste con Jimena. No como una traición.

Él no contestó, pero asintió con la cabeza. Paula le había dado algo en lo que pensar. Sólo esperaba que lo ayudase. Mientras tanto, para distraerlo, lo llevó hacia el departamento de ropa infantil.

–Luciana es quien suele comprarle la ropa.

–Venga, hombre, no es para tanto. ¿Cuándo es la fiesta?

–¿Camila no te lo ha dicho? El sábado.

–Ah, sí, es verdad –sonrió Paula, tomando un vestido rosa y otro azul–. ¿Cuál?

–El rosa –contestó Pedro, sin dudar, tomando aquella cosita llena de puntillas y encajes–. Le va a encantar.

Poco después salían del almacén y se dirigían de nuevo hacia el recinto de la feria. A Paula no le apetecía decirle adiós. Sabía que no había futuro para ellos, pero eso no podría impedir que robase algunos momentos para estar con él. Cuántas oportunidades iba a tener, no lo sabía. Varias personas del pueblo habían parado a Pedro para saludarle o para mirarla a ella con curiosidad. Todos habían sido agradables, por supuesto, pero también había recibido algunas miradas de desaprobación. Recordando esas miradas, le dijo a que la dejase a la entrada del recinto para no tener que encontrarse con los que estaban manifestándose en contra de la feria. Sin embargo, él insistió en acompañarla hasta su caseta. Pero cuando se acercaban, notó que había algo distinto. Alguien había estado dentro. Lo supo antes de abrir. En el interior, los pocos muebles estaban patas arriba, los carteles arrancados, los pañuelos hechos jirones. Además, habían restregado algodón dulce por el suelo y las paredes, dejándolo todo completamente pringoso.

–Dios mío… ¿Quién haría algo así? –murmuró, recogiendo un pañuelo de su abuela que estaba en el suelo.

Pedro sospechaba que el responsable de aquel acto de vandalismo era alguien del Comité. Habían hecho una abertura con un cuchillo en la parte de atrás de la tienda. Un cuchillo de buenas dimensiones para que penetrase la fuerte tela.

–¿Te falta algo? –preguntó.

Paula miró alrededor, nerviosa.

–No –murmuró, con lágrimas en los ojos, intentando colocar la mesa.

–Déjalo –dijo Pedro, envolviéndola en sus brazos–. Llamaré al comisario McCabe. Tenemos que informar de esto.

–¿Y para qué va a servir? El daño ya está hecho…

–Hazlo por mí. Quiero que quede constancia de lo que ha pasado. Y te aseguro que intentaré encontrar al culpable.

–No, de verdad…

–Es importante para mí.

Suspirando, Paula asintió con la cabeza.

Pedro sacó el móvil y llamó a Marcos para contarle lo que había pasado.

–Sí, te espero aquí –dijo antes de colgar.

–Estoy acostumbrada a que recelen de mí –murmuró Paula después–. Pero nunca me había pasado algo así. No tiene ningún sentido. Y no me gusta nada.

A él tampoco le gustaba en absoluto. No le gustaba ver a aquella mujer tan orgullosa, tan alegre, angustiada por un acto tan cobarde. Había intentado olvidarse de ella, de sus besos, del olor de su pelo. Pero le resultaba imposible. No debería pensar en Paula Chaves, ni desearla. Su vida era su hija y los asuntos de Blossom. Pero…

La Adivina: Capítulo 27

–En realidad, llevan muy poco tacón, dos centímetros más o menos –se rió Paula–. Y cuantos más colores tengan y más plumas y más perlas, más les gustan a las niñas.

Pedro dejó escapar un suspiro.

–En fin, un padre tiene que hacer lo que tiene que hacer.

–Serás su héroe.

–Sí, eso me ayudará mucho cuando vaya a comprarlos a la tienda.

–¿Te da vergüenza?

–Pues la verdad es que sí, un poco.

–Buena suerte –sonrió Paula.

Habían logrado colocar la cortina y Pedro tomó su mano.

–En realidad, yo esperaba que fueras conmigo.

–No sé si sería buena idea…

–Probablemente no –reconoció él–. Pero ven conmigo de todas formas.

–Me lo estás poniendo difícil.

–Dime que sí.

–Pedro…

–Venga, Paula, sólo serán un par de horas. Y estaremos en público, rodeados de gente. No puede pasar nada –insistió él. Todos buenos argumentos, desde luego–. Además, es para Camila.

–Muy bien, de acuerdo, pero no podemos tocarnos… ni nada –le advirtió ella.

–Bueno, si insistes –sonrió Pedro, besando su mano antes de soltarla.

–Voy a cerrar la tienda antes de irme.

–Genial. ¿Puedo ayudarte?

–No, pero gracias.

Unos minutos después subían a la camioneta de Pedro y se dirigían al almacén local. Dentro del almacén, él  tomó un carrito y se dirigió a la sección de juguetes. Evidentemente, conocía bien el sitio. Paula se había preguntado si estaría usando el asunto de los zapatos para pasar algún tiempo con ella, pero su cara de susto cuando empezaron a mirar zapatos de princesa le dijo que no era así. El pobre estaba completamente perdido. Sintiendo pena por él, ella tomó un par de zapatos dorados con unas preciosas plumitas blancas en el empeine sujetas por una brillante piedra azul. Ella se habría muerto por unos zapatos así cuando era pequeña. Echándolos en el carrito, le aseguró:

–Camila se pondrá a dar saltos de alegría, te lo garantizo.

Él suspiró, aliviado.

–Gracias.

–¿Qué más cosas hay en tu lista?

Pedro la sacó del bolsillo y empezó a recitar… pero Paula le cortó, diciendo que su hija no necesitaba recibir tantos regalos para saber que la quería. De modo que compraron algunas de las cosas que Camila le había dicho el otro día, menos el poni y el hermanito pequeño, naturalmente. Luego descubrió que Jason tenía al poni escondido en el establo de su casa.

–Ah, claro, debería haberlo imaginado.

Al fin y al cabo, estaban en Texas.

–No sé si algún día tendrá un hermanito pequeño. Ni siquiera yo puedo controlar esas cosas. No sé… la verdad es que no he pensado en volver a casarme.

Al oír el dolor en su voz, Paula rompió la regla de no tocarse poniendo una mano en su brazo.

–Lo harás cuando llegue el momento. Hasta entonces, no hay razón para preocuparse.

–Conocí a Jimena en la universidad. Era tan… encantadora, tan guapa que no podía apartar los ojos de ella ni un segundo. Empezamos a salir de inmediato y en seis meses ya habíamos planeado toda nuestra vida. Pero eso no incluía que muriese.

Su tristeza era tan profunda que rompió el escudo protector bajo el que Paula solía protegerse. Sabía que le molestaría que estuviera leyéndolo, pero no hacía falta tener un don especial para ver lo que había sufrido. O para reconocer que Pedro Alfonso rara vez hablaba de sus sentimientos.

La Adivina: Capítulo 26

–Los Dupres no fueron víctimas del estafador, que yo sepa. Además, creo que deberías calmarte un poco, Leticia. La decisión está tomada con la aprobación de los concejales y no hay nada que hacer.

Leticia se puso pálida. Absolutamente pálida. Luego hizo una mueca de angustia y se cruzó de brazos.

–Muy bien, sí, tienes razón. Bianca me dijo que había estado a punto de invertir en el negocio… por eso la he mencionado. Afortunadamente para ella, no lo hizo. Quizá me estoy tomando esto como algo personal, pero es que para mí lo es.

–Nadie espera que tú seas objetiva, pero sí lo esperan de mí. Depende de mí que la economía de Blossom no siga hundiéndose por algo que pasó hace dos años.

–Pero esa echadora de cartas…

–Paula Chaves no va a robar a nadie –la interrumpió él–. Marcos ha investigado su pasado y tiene una reputación impecable. Ella y su abuela han trabajado con la policía en varias ocasiones para encontrar a personas desaparecidas.

–Ya veo –dijo Leticia, sugiriendo con su tono que veía más de lo que Jason habría querido revelar.

Quizá había defendido a Paula con demasiada pasión, pensó, pero se negaba a aceptar aquel absurdo y obstinado odio por los feriantes. Y, convenientemente, decidió olvidar que él había pensado lo mismo hasta unos días antes.

–Hemos tomado todo tipo de precauciones para asegurarnos de que lo que pasó hace dos años no vuelva a pasar. Es lo único que podemos hacer.

–Pues espero que estés dispuesto a pelear, Pedro –dijo Leticia entonces–. El Comité cree que hay maneras de conseguir dinero sin atraer a los malos elementos.

Impaciente, Pedro volvió a su sitio y se concentró en unos papeles.

–A esta feria vendrá gente de todos los pueblos de alrededor. Reservarán habitaciones, se gastarán el dinero en restaurantes, bares y tiendas… No se puede generar la misma cantidad de dinero vendiendo pasteles.

No se molestó en levantar la mirada cuando Leticia salió de su oficina dando un portazo.




Paula se puso los vaqueros y una blusa blanca de estilo campesino y se colocó un pañuelo malva a modo de cinturón. Le gustaba estar de vuelta en la roulotte, con sus colegas, sus amigos.

Pero después de un solo día echaba de menos a Pedro. Había decorado su caseta, que en realidad era una tienda de campaña, con carteles y pañuelos de colores. La bola de cristal la llevaba siempre con ella. A media mañana, tenía los carteles del tarot y los pañuelos colocados artísticamente para crear una atmósfera mágica, pero debía colocar una cortina en la puerta y era incapaz de sujetarla. Por alguna razón, la parte izquierda se negaba a quedarse enganchada. Murmurando palabrotas irrepetibles, se puso de puntillas y empujó con fuerza. Y se habría caído de bruces… de no ser porque alguien la sujetó entre sus brazos.

–Hola.

–¡Pedro!

–Parece que necesitas ayuda –sonrió él.

–¿De un hombre guapo y alto? Desde luego que sí –sonrió Paula, estirándose la blusa–. Sujétala por ese lado. A ver si podemos hacerlo juntos.

–Muy bien.

–¿Qué haces aquí, por cierto?

–Necesito tu ayuda.

–¿Mi ayuda?

–¿Qué son exactamente unos zapatos de princesa?

A Paula se le derritió el corazón. Y eso no podía ser. Lo había echado de menos, sí, pero con unas hormonas más tranquilas y la cabeza fría vería que lo mejor era no volver a estar con él. Pero ¿Cómo podía negarle su ayuda? Además, ¿Qué daño podía hacer pasar unos minutos en su compañía?

–Los zapatos de princesa son zapatitos de niña, pero con un poquito de tacón, decorados con piedrecitas de colores, lentejuelas o plumas.

–No lo dirás en serio.

–Completamente.

–¿Zapatos de tacón?

La Adivina: Capítulo 25

–¿Encontraste la alianza?

–Sí, gracias.

–De nada.

Pedro bajó la mano para apretar sus nalgas, acercándola a él para que sintiera su erección.

–¿Qué haces? ¿No habíamos acordado que esto no volvería a pasar?

–Es que no puedo apartarme de tí. Además, tienes una cola estupenda. Me gusta mucho tu pantalón de cuero negro, por cierto –sonrió él, apretando de nuevo–. Aunque estos vaqueros tampoco están mal. No sé si cambiar de opinión…

–Pedro…

–Sí, lo sé, lo sé. Pero nunca volveré a mirar el algodón dulce sin pensar en tí.

–Espero que te haga sudar.

–No tengas la menor duda –sonrió Jason, apretando sus nalgas apasionadamente.

Incapaz de resistirse, Paula movió las caderas para restregarse contra él y vió cómo cerraba los ojos, excitado.

–No me hagas esto.

–¿Por qué?

–Porque ahora no puedo moverme.

–Eso no es justo. Que yo no tenga órganos que se ponen rígidos no significa que esté en mejor estado que tú.

Pedro soltó una carcajada.

–Siempre me haces reír, bruja.

–¿La frustración sexual te parece divertida?

Le encantaba el sonido de su risa, tan masculina.

–Merece la pena por esto –dijo él, tomando su cara entre las manos para besarla en los labios.

Paula se sintió querida y deseada al mismo tiempo. Y tuvo que hacer un esfuerzo para no volver a echarle los brazos al cuello cuando se apartó y, después de hacer un gesto con la cabeza, se alejó de ella. Mientras estaba «ocupada» con Pedro, se había perdido la llegada de sus amigos. Encontró a Carlos dirigiendo a todo el mundo mientras colocaban las roulottes en formación, en semicírculo como era la costumbre. Su caseta ya estaba montada al otro lado del recinto, junto con las de comida, las de tiro al blanco, los puestos de caramelos y todo lo demás.

–¡Carlos! –exclamó, echándose en los brazos de su amigo, casi su hermano. Esperaba experimentar la sensación de estar en casa, como le ocurría siempre, y al no hacerlo se dió cuenta de que había dejado esa sensación en el establo, en los brazos de un futuro que nunca sería suyo–. Me alegro muchísimo de que por fin estés aquí.

–Hola, preciosa. ¿Cómo va todo? Esperaba que estuvieras esperándonos a la entrada.

–Sí, bueno, es que tenía cosas que hacer… Pero me alegro muchísimo de verte.

–¿Cómo te están tratando los ciudadanos de Blossom? ¿Voy a tener que pelearme con el alcalde o por fin ha entrado en razón?

–Tengo una caseta, no te preocupes.

Poco después llegaron Karen y Macarena, especialistas en la danza del vientre, yel resto de la troupe. Si Paula no hubiera podido convencer a Pedro para que le dejara tener una caseta, no tenía duda de que sus amigas le habrían ofrecido participar en su exótico espectáculo. Se alegraba de no tener que hacerlo. No sólo no habría logrado el dinero que necesitaba; además, ella prefería una bola de cristal antes que unos adornos en el ombligo.

–Bueno, será mejor que empecemos a trabajar. Hay mucho trabajo que hacer –sonrió Carlos.

–¿Puedo echar una mano?

–Por supuesto.

–Pedro, no puedo creer que hayas permitido a la echadora de cartas tener una caseta en la feria –le espetó Leticia Twain, entrando en su oficina como una tromba.

Leticia se había convertido en la socia de Luciana un año después de la muerte de Jimena. Una empresaria seria, llevaba serios trajes de chaqueta en colores oscuros que hacían juego con el pelo castaño sujeto siempre en un severo moño.

–Siento mucho que el Comité no lo apruebe, pero tengo que hacer lo que me parezca mejor para el pueblo, ya lo sabes.

–¿Cómo puede ser bueno para Blossom que haya una echadora de cartas en la feria? ¿No recuerdas lo que pasó la última vez?

–Sí, pero no puedo dejar que el error o la mala suerte de unos cuantos afecte a la economía de todo el pueblo.

–Ya habías contratado a los feriantes, no había necesidad de contratar también a una adivinadora –insistió Leticia, agitada.

–Es que ella estaba contratada por el director de la feria y no quería arriesgarme a tener un problema legal…

–Esa mujer no tiene derecho a hacer nada en este pueblo. Tienes que decirle que has cambiado de opinión y debe irse.

Pedro se levantó. Leticia nunca había sido una de sus vecinas favoritas. La aceptaba por su hermana. Por Luciana, toleraba a aquella mujer en su vida, pero nadie iba a decirle cómo llevar los asuntos del pueblo.

–Sé que perdiste dinero y lo siento.

–No sólo yo perdí dinero. Los Clark, los Cahill, los Dupres… todos ellos perdieron dinero y tú lo sabes. Y no les hará ninguna gracia, te lo advierto.

martes, 17 de marzo de 2020

La Adivina: Capítulo 24

Cómo había deseado aquello, besarla, tenerla entre sus brazos. Sabía tan dulce como el chocolate y su cuerpo era tan cálido, tan deseable… Sin pensar, la empujó suavemente para apoyarla contra la pared del establo. La necesidad de llevar aire a sus pulmones no parecía detenerlos, pero unas voces lo consiguieron. Dejaron de besarse, pero no se soltaron. Paula estaba temblando. En lugar de demostrar que no sentía nada por él, aquel beso había… le había demostrado que era real, que Pedro Alfonso era su alma gemela, el hombre de su vida. Cuando se tocaban, sentía un escalofrío desde la cabeza a los pies y en todas partes entre uno y otro sito. Pero no podía ser más equivocado para ella. Era un hombre arraigado en Blossom, con varias generaciones detrás de él. Ella era una mujer que siempre estaba en la carretera. No podían ser más diferentes.

–Muy bien, me parece que esto no ha sido buena idea.

–No sé si ha sido mala idea, pero a mí me ha sabido muy bien –murmuró Pedro–. Creo que me he hecho adicto.

–Ya, yo también. Una pena que no pueda volver a pasar.

–Sí, una pena.

–Entonces, ¿Estás de acuerdo en que no hay futuro para esto?

Pedro dejó escapar un suspiro.

–Ni siquiera sé qué es esto.

–¿Una aberración? –se rió Paula.

–No sé, supongo que podríamos llamarlo así –sonrió él.

–Ése es el problema. Que esto no va a funcionar. A menos que tú tengas interés en un romance de verano.

–Los romances temporales no son mi estilo. Y tengo la impresión de que tampoco el tuyo.

–Normalmente no –le confesó Paula–. Pero nunca había sentido algo así. Podemos llamarlo… un cortejo de algodón dulce.

–¿Qué? ¿Tienes un nombre para esas cosas?

–No, no, se me acaba de ocurrir. Sería… no sé, un cortejo de algodón dulce, algo que está lleno de aire, de nada. Algo dulce, pero que dura poco.

–Ya. ¿Y cuántas veces has vivido algo así?

–Una o dos –contestó ella–. Hace años, cuando era más joven y más tonta. Aunque sabía que todo iba a terminar después de unas semanas, siempre acababa con el corazón roto.

Pedro tuvo que sonreír, mientras apartaba un rizo de su cara.

–Si no fuera el alcalde… pero tengo que pensar en la gente de Blossom. Sobre todo en el Comité de Comportamiento Ético.

–¿No habías dicho que eran inofensivos?

–Sí, en general lo son. Pero que el alcalde tuviera una aventura con una echadora de cartas generaría demasiados rumores. Mi familia lleva generaciones en Blossom, Paula. Nosotros levantamos este pueblo y no quiero problemas. Además, tú y tus amigos de la feria se llevarían la peor parte.

–Entiendo –murmuró ella–. Entonces, ¿Estamos de acuerdo en que esto no puede volver a pasar?

–Es lo mejor.

–Sí, claro –dijo Paula, intentando disimular la tristeza que le producía ese sombrío acuerdo–. ¿Dónde está Camila?

–Con una vecina. Y debería volver con ella.

–Sí, claro.

Ninguno de los dos se apartó, todo lo contrario. Paula lo abrazó, sabiendo que debería apartarse, pero incapaz de hacerlo.

–Será mejor que te vayas –dijo por fin.

–No, vete tú –murmuró Pedro–. No me había sentido tan excitado… y tan en paz desde que murió mi mujer.

Una combinación extraña, desde luego. Pero Paula sabía lo que había querido decir.

La Adivina: Capítulo 23

–¿Qué sabes tú sobre el Comité? ¿Has tenido algún problema con ellos?

–No exactamente un problema –sonrió Paula–. Bianca Dupres me dijo amablemente que una echadora de cartas no era bienvenida en el pueblo.

Pedro se encogió de hombros.

–Bianca lo hace con buena intención, pero el Comité es un grupo pequeño con más tiempo libre que sentido común. En realidad son inofensivos. El comisario ha dado su aprobación… después de una investigación exhaustiva, así que tendrás tu caseta en la feria. Pero tengo que pedirte que no des consejos financieros. Ninguno.

–Te lo prometo –dijo ella–. Y gracias. Gracias de verdad.

A pesar de que había confiado en que lograría hacerle cambiar de opinión, la verdad era que Paula no las tenía todas consigo hasta aquel momento. Y tan emocionada estaba que se puso de puntillas par darle un beso en la cara. Piel contra piel. Y, de repente… paf, todo cambió para siempre. Sintió el calor de su piel, la flexión de sus músculos, su aroma… a jabón, a cuero, a hombre. La realidad del amor. Su sistema nervioso absorbió el golpe. Y supo en aquel momento que aquel hombre, aquel extraño, era su alma gemela. Oh, no, no, no. Eso no podía ser. Era imposible.

–¿Paula? ¿Qué pasa?

–Nada –contestó ella. Pero no podía decir nada más porque tenía un nudo en la garganta. Eso mismo le había pasado a su abuela. Un beso y se había enamorado como una loca de su abuelo.

–Te has puesto pálida. ¿Qué ocurre?

–Yo… es que… tengo que irme.

Paula se dió la vuelta y prácticamente salió corriendo, sin preocuparse por la impresión que eso diera. Estaba corriendo para salvar su vida.


Pedro la vió salir corriendo, atónito. ¿Qué había pasado, qué había dicho? Nunca había visto a Paula más que calmada, segura de sí misma. Pero acababa de ver pánico en sus ojos. Había pasado algo y algo malo. Y pensaba averiguar qué era. Mirando alrededor para buscar a Camila, la encontró hablando con Mariana Tucker, una vecina.

–Mariana. ¿Te importa quedarte con Camila un momento?

–No, claro que no.

Pedro buscó a Paula por todo el recinto y la encontró detrás del establo grande. Toda la actividad se concentraba delante de los establos, de modo que estaba completamente sola.

–¿Paula? ¿Se puede saber qué ha pasado?

–Sí, no… –contestó ella–. No lo sé.

–¿He dicho algo que te haya molestado?

–No, no… es que…

–¿Qué?

–Que mi mundo se acaba de poner patas arriba.

–No te entiendo –suspiró Pedro.

–Lo sé, tampoco lo entiendo yo –dijo ella, paseando de un lado a otro–. A lo mejor lo he imaginado. Eres guapísimo, desde luego. Y me siento atraída por tí…

–¿Qué?

–Y tú por mí, así que deja de disimular. Pero no pasa nada, es una reacción natural y…

–Paula, estás empezando a preocuparme –la interrumpió él, tomándola de un brazo para que dejara de moverse.

Pedro la miró a los ojos. En ellos había esperanza, desesperación, miedo, anhelo. Y una repentina decisión antes de que se pusiera de puntillas para echarle los brazos al cuello. Paula cerró los ojos un segundo antes de besarlo. Después de eso no vió nada. Él cerró los ojos también y dejó de pensar.

La Adivina: Capítulo 22

–¿Qué?

–Que Santino está enfadado con su madre.

–¿Por qué? ¿Su madre le pega? –preguntó Paula, sorprendida, abriendo sus sentidos para buscar un camino hacia aquel niño. Lo primero que notó fue el abrumador amor que rodeaba a Camila. La confianza, la alegría de vivir. Otra cualidad admirable para añadir a la lista de cualidades de Pedro Alfonso: era un padre estupendo.

–No, tonta. Es que ha sido malo y le ha castigado.

–Ah, bueno.

Paula notó confusión y desilusión… pero ningún elemento de violencia o dolor. Muy bien, nadie pegaba al tal Santino.

–¿Puedo contárselo a mi papá?

–Puedes contarle a tu papá lo que quieras.

–Sí, mi papá es muy listo. Y muy valiente. Como el príncipe de los cuentos.

Paula hizo una mueca ante la referencia a la «realeza». Para alguien que creyera en las señales, ésa era definitivamente una de ellas. Afortunadamente, su abuela no estaba allí para recordárselo.

–¡Ahí está mi papá! –gritó Camila, soltando su mano para correr hacia Pedro.

Él se inclinó, con los brazos abiertos para recibirla… La intimidad del abrazo hizo que a Paula se le encogiera el corazón. Por mucho que quisiera negárselo a su abuela, a sí misma, deseaba momentos como ése en su vida. Quería un hombre, un niño, quería amor. Era casi demasiado bonito para mirar.

–Hola.

–Hola –sonrió ella–. Bueno, aquí te dejo a tu hija.

–Gracias –dijo Pedro.

–De nada. Bueno, me voy. Adiós, Camila.

–Espera. ¿No quieres saber qué noticias tengo para tí?

–Ah, sí, Luciana me ha dicho algo…

–Papá, la cerdita…

–Cami, estoy hablando con Paula.

–Pero yo quiero ver a la cerdita con tres patas –insistió la niña, acariciando el pelo de su padre, que parecía a punto de derretirse.

–¿Ah, sí? ¿Vamos todos a ver a la cerdita?

–¿Por qué no? –sonrió Paula.

–¡Papá, bájame!

–Sí, bueno, pero no salgas corriendo. Quédate donde yo pueda verte.

Naturalmente, en cuanto estuvo en el suelo, Camila salió disparada.

–Cuando sea mayor te dará muchos quebraderos de cabeza –se rió Paula.

Pedro hizo una mueca.

–No sabes cómo me aterroriza esa idea.

–No te preocupes, te quedan muchos años por delante. Camila aún sigue pensando que eres el príncipe de los cuentos.

–¿En serio?

–Acaba de decírmelo.

–Me encanta oír eso –se rió Pedro.

Paula suspiró, en silencio. ¿Qué se podía hacer con un hombre tan enamorado de su hija y que mostraba tal alegría al ser considerado un héroe? Quizá dejar de luchar contra lo inevitable, dejar de luchar contra la atracción que sentía por él.

–Bueno, ¿Cuál es esa noticia que tenías que darme?

–¿No sabes leer los pensamientos? –bromeó Pedro.

–Ah, ¿Ahora quieres jugar? Leer los pensamientos de la gente no es lo mío –replicó Paula, poniendo los brazos en jarras–. Pero estoy dispuesta a intentarlo.

Pedro, con un brillo de deseo en los ojos que no podía disimular, dió un paso adelante; el guerrero que había en él no se dejó intimidar por su postura de reto. Pero, para no hacer algo que pudiese lamentar, se detuvo y metió las manos en los bolsillos del pantalón.

–Después de considerarlo debidamente, he decidido que puedes tener una caseta en la feria.

–¿De verdad?

¡Por fin! Paula lo celebró haciendo un bailecito. Y sin que le importase que Su Excelencia, el Alcalde, estuviera mirando.

–¿Y qué pasa con el Comité? –preguntó luego–. No creo que esa decisión les agrade mucho.

La Adivina: Capítulo 21

–No necesito usar mi don para saber que aún necesita curar de sus heridas. Pero te va a gustar Blossom, abuela. En general, la gente es muy simpática, aunque un poco excéntrica –Paula sonrió, recordando que había llegado el momento de animarla un poco–. Y podrás hacerte ese tatuaje con el que llevas años soñando. Aquí los hacen en el salón de belleza.

–No pienso hacerme un tatuaje. Soy una anciana enferma…

Paula levantó los ojos al cielo.

–Venga, por favor, tú sabes perfectamente que quieres hacerte un tatuaje como el mío.

–Qué niña más mala.

Entonces oyó una voz masculina al otro lado del hilo telefónico.

–Calla, estoy hablando con mi nieta.

–Has conocido a alguien, ¿Verdad? –exclamó Paula–. ¡Un hombre!

–No empieces con eso. Soy demasiado vieja para esas tonterías y sé que sólo lo dices para cambiar de tema.

–¿Ah, sí? Pues yo también sé cuándo alguien quiere cambiar de tema. Y quiero que me cuentes todos los detalles.

–Huy, no puedo. Aquí llega la enfermera con las pastillas. Voy a tener que colgar.

–Cobarde.

–Hablaremos mañana.

–Abuela –dijo Paula antes de que colgase–. Cuidado con el príncipe azul.

–Tonta –dijo Rosa antes de colgar.

Desde luego que hablarían al día siguiente, pensó Paula. Porque pensaba averiguar quién era aquel hombre del que su abuela no quería contarle nada. Un coche blanco se detuvo a su lado entonces. Luciana iba al volante y Camila la saludaba con la mano desde el asiento trasero.

–Hola, chicas. ¿Qué tal?

–Tenía que dejar a Camila en la oficina de Pedro, pero no está. Me han dicho que estaba en el establo grande… ¿Tú sabes cuál es el establo grande?

–Sí –contestó Paula–. Está detrás de esos dos pequeños. Pero la verdad esque no le he visto.

–Le he llamado al móvil, pero lo tiene apagado. Y llego tarde a la consulta del médico.

–Ah –sonrió Paula. Eso explicaba que estuviera tan nerviosa–. Si quieres, yo puedo llevar a Camila al establo.

En ese momento sonó el móvil de Luciana.

–¿Se puede saber dónde estás? No tengo tiempo para buscarte por todo el pueblo… No, yo tengo que irme. Paula llevará a Camila al granero… sí, ahora se lo digo –suspiró, antes de colgar–. Gracias por echarme una mano. Pedro va a salir para encontrarse contigo. Dice que tiene buenas noticias para tí.

–¿En serio?

Luciana había abierto la puerta del coche y Camila saltó directamente a los brazos de Paula.

–¿Vamos a ver gatitos?

–¿Gatitos?

–La gata de una amiga suya ha tenido gatitos –le explicó Luciana–. Bueno, me voy. Hasta luego.

Paula miró a Camila, que a su vez estaba mirándola con cara de expectación. Ah, sí, los gatitos.

–Me parece que aquí no hay gatitos, cariño. Pero seguramente habrá conejitos. Y también está Betsy, la cerdita que sólo tiene tres patas.

Emocionada por la idea de ver un cerdo con tres patas, Camila empezó a bombardearla con preguntas mientras daban la vuelta al corral para dirigirse al establo. Por supuesto, el tema principal de las preguntas era su fiesta de cumpleaños y una clara descripción de los zapatos de princesa que quería.

–Yo tenía zapatos de tacón cuando era pequeña –le confesó Paula–. Pero no tenían plumas. Los tuyos molan más.

–Molan –repitió Camila–. Tú también puedes venir a mi fiesta. Es el sábado por la tarde…

En ese momento vió a Pedro saliendo del establo. Alto y fuerte, llenaba los vaqueros y la camiseta negra como si fuera un cowboy de película. Aquel hombre debería tener alguna verruga o algo. O ser calvo. Cualquier cosa que lo hiciera menos atractivo. Tanta decencia en aquel envoltorio tan atractivo hacía que fuera irresistible.

–… Santino está enfadado con su madre porque es muy mala –estaba diciendo Camila en ese momento.

jueves, 12 de marzo de 2020

La Adivina: Capítulo 20

Por fin llegó el viernes y, con él, la troupe de feriantes con sus enormes camiones. Paula esperaba apoyada en una valla, viendo a sus compañeros ir de un lado a otro mientras instalaban las atracciones. Además de eso estaban los puestos de comida, de tiro al plato, las casetas en las que se rifaba de todo, las bandas de música… Tenían todo el fin de semana para instalar las casetas y las atracciones y la feria no empezaría hasta el martes. Pero en la carretera había ciudadanos de Blossom con pancartas, protestando contra la feria. Y contra ella. Carlos no había llegado todavía, pero Paula estaba deseando volver a ver a sus amigos que ni esperaban ni querían nada de ella. Estaba deseando ver a alguien que no la mirase con esperanza, con desesperación o con recelo. Alguien que la tratase como a una igual. Estar «de servicio» todo el día era agotador. Sabía cómo portarse, qué tipo de ropa llevar: pañuelos, faldas largas de gitana y todas esas cosas, pero empezaba a cansarse. Había llamado a su abuela por la mañana y tuvo que sonreír al oír su voz.

–Hola, preciosa. He oído rumores de que bailarás en mi boda.

Una carcajada sonó al otro lado del hilo telefónico.

–Mientras no te cases dentro de un par de meses… Ah, Paula, por primera vez siento que vuelvo a vivir. No sabes lo maravilloso que es moverse sin que me duela nada. La verdad es que casi estoy a punto de levantarme y ponerme a bailar.

–Abuela, abuela, prométeme que seguirás todas las indicaciones del médico.

–Promesas, promesas. ¿Qué tal van las cosas en Blossom? ¿El alcalde ha aceptado ya lo inevitable?

–Nada es inevitable, tú me has enseñado eso. Pero Pedro Alfonso es… no sé. A veces creo que quiere ayudarme y otras parece que está dispuesto a sacarme del pueblo a empujones.

–Paula.

–Lo cual, además de ser muy irritante, es completamente admirable.

-Te gusta –dijo su abuela.

Le gustaba. Maldición. Era un hombre guapísimo, interesante. Cuanto más tiempo estuviera en aquel pueblo, más peligroso sería para ella.

–Me hace desear cosas que no puedo tener.

–¿Como un hogar, por ejemplo? ¿Un trabajo respetable? ¿Una familia propia? Eres tú quien se impide a sí misma tener todo eso.

–Tengo que seguir en la carretera o no podremos tener la casa, abuela.

–Cariño, yo no puedo quedarme en Blossom si eso significa que tú vas a ser infeliz.

–No digas eso. Esto es lo que tú quieres, lo que necesitas y lo que te mereces. Ya llegará mi turno.

–¿Y qué pasa con el alcalde?

–El alcalde cambiará de opinión tarde o temprano. Aunque tenga que seducirlo, chantajearlo o lo que sea.

Su abuela soltó una risita.

–Suena bien.

–¿Recuerdas lo que pasó en Blossom hace unos años, cuando unos estafadores se llevaron el dinero de la gente?

–Sí, me temo que sí. Cuánto daño hacen esos canallas.

–Pues ahora hay un Comité de ciudadanos cuya misión es evitar que eso vuelva a pasar. Se llama el Comité de Comportamiento Ético.

–¿No me digas que se están metiendo contigo?

–No, no. Por ahora no, al menos. Me miran mal, me han dicho algunas cosas desagradables…

–Parece el mismo tipo de recelo con el que nos encontramos en todas partes.

–Sí, algo así. Pero el Comité no quiere que haya feria en Blossom. Hay un grupo de personas protestando en la carretera ahora mismo. Y eso que la mayoría de los feriantes no ha llegado todavía.

–Vaya, hombre. No me gusta que estés ahí sola, hija. ¿Cuándo llegará Carlos con el resto de los chicos?

Paula miró su reloj.

–Dentro de media hora.

–¿Y qué hace tu alcalde con esa panda de extremistas de la carretera?

–Abuela, son ciudadanos preocupados por el pueblo, no extremistas. Y no es mi alcalde. Pero ahora entiendo que sea tan cauto. Es un grupo pequeño,pero ruidoso. Y está formado por varios ciudadanos prominentes.

–Defendiendo al alcalde, ¿eh? Eso sí que es interesante. ¿Qué te dice la intuición, hija?

Paula eligió sus palabras cuidadosamente. No quería mentirle a su abuela, pero la verdad… que su instinto no le decía nada, sólo serviría para darle un disgusto.

La Adivina: Capítulo 19

–Ahora entenderás por qué es tan importante para mí tener una caseta en la feria. Los gastos de hospitalización de mi abuela se han llevado una gran parte de nuestros ahorros… necesito ese dinero para pagar la casa.

Suspirando, Paula puso las manos con las palmas hacia arriba, una especie de símbolo. Estaba poniendo las cartas sobre la mesa para que Pedro las viera. Sólo esperaba que fuese un hombre decente.

–¿Y qué pasará si no consigues el dinero? –preguntó él, mirándola a los ojos.

–Pues que mi abuela tendrá que seguir en la residencia y nuestros planes se verán retrasados un año, quizás más. Nosotros, los feriantes, ganamos dinero en verano sobre todo. Y con los gastos de la residencia, tendré que trabajar todo el verano para conseguir la cantidad que necesito.

–Pero eso no cambiaría tus planes a largo plazo, ¿No?

–No. Aquí es donde está enterrada mi madre y aquí es donde mi abuela quiere vivir el resto de sus días. Ella me lo ha dado todo en la vida y esto es lo único que me ha pedido, así que voy a conseguirlo como sea.

–¿Aunque tardes un año?

–Aunque tarde un año.

–¿No sería más fácil alquilar un departamento en Lubbock?

Paula se encogió de hombros.

–Sí, seguramente. Pero eso no es lo que quiere mi abuela. Y evitar que tenga una caseta en la feria no evitará que mi abuela se instale en Blossom, alcalde. Sólo retrasará lo inevitable y la única que sufrirá será mi abuela – Paula se inclinó hacia delante, mostrando más escote del que debería–. Y tú no querrás hacer sufrir a una anciana, ¿Verdad, Pedro?

–No, claro que no –contestó él, tragando saliva–. Desgraciadamente, este pueblo también ha sufrido lo suyo. Estamos empezando a recuperarnos y… por mucho que yo entienda tu problema o cómo haya respondido el público a esos trucos tuyos, tengo que pensar en Blossom antes que nada. Tu presencia en la feria podría cargarse lo que hemos conseguido en los últimos dos años.

–Sé lo que pasó con ese estafador. Siento mucho que la gente del pueblo sufriera por un canalla, pero yo no soy así. Mi abuela vivirá aquí y te prometo que yo no haré nada que cause problemas.

Por su expresión, Pedro supo que Paula Chaves consideraba esa promesa como su as en la manga. Y decía mucho de ella. Aunque, en realidad, él no era del todo imparcial con la preciosa Lady Pandora. Sería mejor esperar a que Marcos le diera el informe policial completo, pensó.

–No sé si puedo arriesgarme.

En lugar de mirarlo con expresión de tristeza, Paula sonrió.

–Pues piénsalo. Es lo único que tengo por ahora, ¿No?

–No te hagas ilusiones –le advirtió Pedro–. Seguramente no cambiaré de opinión.

Ella soltó una carcajada.

–No lo estropees, hombre. De hecho, estoy tan contenta que voy a decirte lo que Rikki quiere para su cumpleaños.

Pedro la miró con expresión suspicaz, pero ella levantó los ojos al cielo.

–Por favor, tu hija me contó lo que quiere.

Así era Camila.

–No hace falta, ya tengo una lista con todas las cosas que quiere: una Barbie, una muñeca que anda, un poni, un libro para colorear, un vestido nuevo y un hermano.

Paula se mordió los labios para no soltar una carcajada.

–Pues entonces, supongo que no puedo ayudarte.

Él hizo una mueca.

–Ya le he dicho que con respecto a lo último iba a llevarse una desilusión.

–Ah, yo me refería al poni –dijo Paula.

El comentario lo hizo reír. Aquella chica tenía una forma de decir las cosas que desarmaba a cualquiera.

–Zapatos de princesa –dijo entonces.

–¿Zapatos de qué?

–De princesa, eso es lo que Camila quiere para su cumpleaños –sonrió Paula.

–Zapatos de princesa –repitió Pedro. No tenía ni idea de lo que era eso y no pensaba preguntar–. Gracias.

La Adivina: Capítulo 18

–No tengas miedo de hablar con Camila sobre su madre, Pedro. Cuéntale cosas, muéstrale fotografías. Háblale de lo que le gustaba o le disgustaba. No de una manera forzada, sino natural. Puede que ahora no lo entienda, pero cuando sea mayor recordará lo más importante.

Pedro la miró, sorprendido.

–Tu abuela devolvió la vida a tu madre para tí.

–Sí, lo hizo de muchas maneras. Y me alegro mucho de que así fuera. Nunca conoceré a mi madre, pero sé quién era. Es el mejor regalo que podría haberme hecho.

–Lo tendré en cuenta.

–Deberías, te vendrá bien –sonrió Paula, señalando alrededor con la mano–. No es necesario decir adiós para dejarlos ir, ¿Sabes?

Inmediatamente, Pedro se cerró. Su expresión, su lenguaje corporal decía que se había apartado de ella.

–No soy un niño. No necesito ese tipo de consejos.

–No te enfades, hombre. Mi trabajo consiste en darle consejos a la gente. Y siempre les digo que la muerte no es un adiós definitivo. Uno nunca pierde el tiempo que ha vivido con sus seres queridos. Pero hay que evitar que la pena dirija tu vida.

Pedro no dijo nada y Paula metió las manos en los bolsillos de la cazadora.

–En fin, de todas formas, gracias por venir a saludarme.

–¿Por qué estás buscando una casa en el pueblo?

–Invítame a un café y te lo cuento.

–Muy bien.

Diez minutos después estaban en el BeeHive con sendas tazas de humeante café frente a ellos.

–¿Cómo lo haces? –preguntó Pedro entonces.

–¿Cómo hago qué?

–¿Cómo sabías que de pequeño me llamaban «general»? ¿Cómo sabías que Luciana estaba embarazada o que Tamara tendría una niña?

Otra vez estaba intentando probarla. Pero como Paula no tenía una respuesta que él estuviera dispuesto a aceptar, decidió no intentarlo siquiera.

–Es magia.

–¿Ésa es tu respuesta? ¿Magia?

–¿Creerías otra cosa?

–Inténtalo.

Paula se encogió de hombros.

–La verdad es que no tengo una explicación racional. A veces sé cosas, nada más.

–¿Eso es todo?

–Sí. Tengo este don desde que era pequeña y sería como intentar explicar por qué respiro. Así que ya ves, es más fácil decir que sólo es magia. Heredé ese don de mi abuela.

Como Pedro no contestó, Paula decidió que no tenía sentido esperar. Quizá hablarle de su abuela lo suavizaría un poco, se dijo.

–Antes has preguntado por mi abuela. Está en una residencia, en Lubbock. Hace un año se cayó y tuvieron que operarla de la cadera.

–¿Y sigue necesitando cuidados después de un año? ¿La operación no salió bien?

–La han operado tres veces. Y ha tenido más complicaciones de las que puedas imaginar –suspiró Paula, bajando la mirada–. Ha sido un año un poco difícil para las dos.

No podía soportar que su abuela sufriera. Era tan valiente, tan fuerte. Nunca se rendía, nadie la convencería jamás de que no iba a volver a caminar. Cada día se acercaba un poco más a su objetivo, pero no era fácil. Y ella no podía estar a su lado para ayudarla.

–Me imagino que lo será para una mujer que ha pasado su vida en la carretera.

–Según el médico, lo de la carretera se ha terminado. Mi abuela volverá a caminar, pero no tendrá la agilidad de antes. Y ella está de acuerdo. Tiene más de setenta años y dice que ha llegado la hora de sentar la cabeza. Así que yo estoy aquí para hacer precisamente eso.

–Entiendo. ¿Y ha elegido sentar la cabeza en Blossom?

–Su hija está enterrada aquí, Pedro.

–Ah, es verdad. Perdona.

–No pasa nada.

–¿Y tú? –preguntó él entonces.

–¿Yo qué?

–¿Tú también vas a sentar la cabeza en Blossom?

Lo había preguntado con aparente tranquilidad, pero a Paula no la engañaba. Al alcalde no le hacía ninguna gracia tenerla por allí.

–No te preocupes, no viviré aquí. Alguien tiene que pagar la hipoteca, así que yo seguiré yendo de feria en feria.

Era curioso, Pedro no parecía tan aliviado como ella había esperado.

La Adivina: Capítulo 17

–Melisa, no puedo leer tu futuro sin el permiso de tus padres. ¿Tu madre está por aquí?

Ella se miró los pies.

–Tengo que irme.

–Espera, espera… tienes que cuidarte. Tienes que pensar en ti misma. ¿Tu madre te ha llevado al ginecólogo?

Mirando por encima del hombro, la joven contestó:

–Mi madre ha muerto.

«Mi madre ha muerto». Esas palabras se habían repetido en la cabeza de Paula durante toda la noche y toda la mañana. Pobre Melisa. Su encuentro con aquella chica la había hecho pensar en su propia madre. Hacía que se preguntara cómo habría sido la mujer que confundió las atenciones de un chico en la feria con un auténtico noviazgo, la mujer que le había puesto el nombre de un pueblo, la que había vivido sólo lo suficiente para ver nacer a su hija. De modo que allí estaba, poco después del amanecer, frente a la tumba de su madre. Su abuela la mencionaba a menudo y nunca había vacilado al contestar a las preguntas de Paula, pero lloraba siempre que hablaba de ella. Incluso después de tantos años. Aquel día, llevaba en la mente la cara de una mujer joven en años, anciana en espíritu, amiga de todos, temeraria con uno. Le habría gustado poder hablar con ella al menos una vez, pero no pudo ser. Se puso de rodillas para apartar las hojas secas de la tumba y dejar un ramito de margaritas sobre la lápida de mármol.  Su padre era otra cuestión enteramente. No tenía ninguna referencia suya salvo que era moreno y de ojos oscuros. Los reflejos rojos del pelo de Paula eran herencia de su madre. Ya se había resignado al hecho de que nunca sabría quién era su padre, pero… Sobre la tumba de su madre, sintió una inmensa tristeza por no haberlos conocido. No se sentía sola porque siempre había tenido a su abuela, pero ocasionalmente experimentaba una sensación de soledad por lo que nunca había tenido. A veces soñaba con cosas imposibles: una casa de verdad, un trabajo ayudando a traer niños al mundo, tener una familia propia. Todo parecía muy lejano para ella. Al menos podía ver a su abuela en su propia casa, pensó. Eso sería unsueño hecho realidad. O lo sería cuando Pedro Alfonso por fin dejase de impedirle tener una caseta en la feria. Un escalofrío le advirtió que alguien la estaba mirando. Pensando en él quizá había conjurado la presencia de Pedro, se dijo. Paula miró por encima del hombro y, por supuesto, allí estaba, a unos metros, esperando a que terminase la visita.

–Me estás siguiendo, ¿verdad?

Él se quitó las gafas de sol y las guardó en el bolsillo de la camisa.

–He visto tu moto y he decidido parar un momento para saludarte.

–¿Ah, sí? Qué considerado.

–¿Tu madre? –preguntó Pedro, señalando la tumba.

–Sí.

–Lo siento. Sé lo difícil que es para una niña crecer sin su madre. Pero tienes suerte de tener a tu abuela.

–Desde luego –suspiró Paula. Había tenido suerte. Y como él estaba criando solo a su hija, debía de entenderla–. Le debo mucho a mi abuela.

–Camila también está creciendo sin su madre. Sé que no es fácil.

–Pero te tiene a tí.

–Lo llevamos bien, pero a veces me pregunto… no sé, sólo tenía un mes cuando su madre murió. Y no quiero que se pierda nada por mi culpa.

–Pero tienes a tu madre, a tu hermana. Supongo que ellas te ayudarán con Camila.

–Sí, bueno, eso es verdad. De todas maneras, me preocupa.

–Los buenos padres se preocupan por sus hijos, es lo normal.

–Sí, claro.

–Dicen que uno no puede echar de menos lo que nunca ha tenido, pero yo creo que no es verdad –murmuró Paula–. Mi abuela ha sido como una madre para mí desde el principio, pero a veces… es como si hubiera un agujero en mi vida porque está esa persona a la que nunca pude conocer, a la que nunca pude querer.

–Vaya, creo que deberías dejar de intentar animarme –bromeó Pedro.

–Ah, perdona –sonrió ella, tomándolo familiarmente del brazo–. No lo he dicho para asustarte.

–Demasiado tarde.

–Miedoso.

–En lo que se refiere a mi hija, desde luego. Y si ésos son los consejos que das, no creo que sean buenos para tu negocio.

martes, 10 de marzo de 2020

La Adivina: Capítulo 16

Perder a alguien había sido parte de sus vidas durante los últimos tres años. No podía verla sufrir otra vez. Y no dejaría que Paula Chaves la animase para que volviera a pasar por esa experiencia. Aunque su hermana no parecía disgustada mientras hablaba con Paula, todo lo contrario. Se había mostrado enfadada con él. Con él. Nunca entendería a las mujeres. Demonios, apenas se entendía a sí mismo últimamente. Lo único que Pedro quería era mantener su vida tal y como era, criar a su hija, cuidar de su familia, dirigir los asuntos del pueblo. De repente, la vida no era tan sencilla. Y todo era culpa de Paula Chaves. Nunca había experimentado tal confusión a causa de una mujer… salvo cuando conoció a Jimena. Pero sabía que no debería dejar que esa atracción lo desviase de su camino. ¿No había sufrido el dolor de la pérdida y no sabía cómo eso podía destrozar a un hombre? Quería que aquella adivinadora se fuera de Blossom. Porque si no se iba pronto, tendría que hacer algo drástico. Como tomarla entre sus brazos y besar esos labios tan jugosos.



Mientras volvía al hostal, Paula iba pensando en la escena que acababa de tener con Pedro Alfonso . Pero no había caminado más que unos metros cuando se dio cuenta de que alguien la seguía. La sensación de ser observada no la sorprendía porque había llamado la atención sobre sí misma durante los últimos días, de modo que era el centro de atención de Blossom. Pero aquella mirada era diferente, desesperada. Y por el sonido de los pasos, cada vez más acelerados, la persona se estaba acercando. Se detuvo de golpe para darse la vuelta.

–¿Quería algo?

–Oh –su perseguidora se detuvo también de golpe, sorprendida–. Perdone.

Una chica, más bien una adolescente, la miraba con cara de admiración. Era atractiva y llevaba ropa ancha para ocultar un cierto sobrepeso. Tenía el pelo rubio muy claro sujeto en una coleta, con dos mechones cayendo a cada lado de su cara, como un escudo que la separase del mundo. Pero no conseguía ocultar su mirada de desesperación y soledad.

–No pasa nada. ¿Querías preguntarme algo?

La chica miró a un lado y a otro de la calle.

–¿Es usted Lady Pandora? ¿La señora que acertó la rifa de Tamara?

–Sí, yo soy Lady Pandora. ¿Cómo te llamas?

–Melisa –contestó la joven–. ¿Puede decirme si va a volver? Sólo quiero saber si él va a volver.

No había que preguntar quién era «él». Aquella cría desesperada estaba esperando un hijo y preguntaba por el padre. Paula entendió entonces la ropa ancha y el nerviosismo. Estaba ocultando su embarazo, de modo que seguramente ni siquiera había ido al ginecólogo. Le habría gustado ayudarla, pero era tan joven, tan inmadura… Mucho tiempo atrás, descubrió de la peor manera posible que nunca debía meterse en algo así. Su interferencia raramente ayudaba a nadie en esas circunstancias y a menudo sólo empeoraba la situación.

La Adivina: Capítulo 15

–Por favor, dime que no es tan peligroso como parece.

Luciana se mordió los labios.

–Cuando se refiere a la familia, es feroz.

–Vaya por Dios –Paula se volvió para mirar al hombre que acababa de entrar en la cocina–. Buenas tardes, Pedro.

–Quiero hablar contigo…

–Yo ya me iba…

–Tú no vas a ninguna parte –la interrumpió él–. Luciana, no hagas ningún caso de lo que te ha dicho. Llévate a Camila al coche, yo iré enseguida.

Después de tener unas palabras con Lady Pandora.

–Pedro, ella no ha hecho nada malo…

–Está jugando contigo, Lu, fingiendo interés por una propiedad que no piensa comprar. Y jugando conmigo gracias a tí…

–¡Eso no es verdad! –exclamó Paula.

–Claro que no es verdad –la defendió Luciana–. Va a comprar esta casa y no pienso dejar que te metas con ella. Es una chica encantadora.

En lugar de calmarlo, aquello pareció enfurecerlo aún más.

–Por favor, llévate a Camila al coche –repitió–. Luego hablaremos.

–¿Te importaría dejar de tratarme como si fuera tu hija? No lo soy, Pedro.

–Sólo está intentando protegerte. Yo hablaré con él –intervino Paula, desafiante–. Y no te preocupes, seguro que se portará como un caballero.

Luciana miró a su hermano con un brillo de advertencia en los ojos.

–Pedro…

–Seré el encanto personificado –dijo él, entre dientes.

–Eso espero –suspiró su hermana, tomando a Camila en brazos–. Cierra con llave cuando salgas.

Paula la vio salir de la casa e hizo un esfuerzo para no dar un paso atrás, especialmente cuando Pedro dió un paso hacia ella.

–¿Se puede saber qué estás haciendo?

–Nada malo, que yo sepa. Sentí la ansiedad de tu hermana y quise darle algo de consuelo.

–No te acerques a mi hermana. Ha sufrido mucho y ahora mismo está en una situación delicada… no quiero que le des falsas esperanzas. Si lo que querías era impresionarme, te has equivocado de medio a medio.

–¿Cómo sabes que está embarazada? No se lo ha contado a nadie.

–¿Está embarazada? –exclamó Pedro, sorprendido–. Pues espero que no le hayas dicho nada que pueda hacerle daño.

Maldito hombre. La había obligado a contarle el secreto de Luciana… Sí, bueno, le preocupaba su hermana y no quería que sufriera. Genial. Pero aquel ataque era tan infundado como imprevisto. No sabía de qué estaba hablando y la había puesto a la defensiva, haciendo que revelara algo que no debería haber revelado nunca. En fin, se estaba hartando un poco del alcalde de Blossom.

–No te acerques tanto, amiguito –le dijo, poniendo un dedo en su pecho y notando, a la vez, la cantidad de energía que generaba ese contacto–. Me has engañado.

–¿Yo?

–Has dicho lo de que tu hermana estaba en una situación delicada y… pensé que ya lo sabías. Así que será mejor que te muestres sorprendido cuando Luciana te dé la noticia. Esa conversación era absolutamente privada y no te concierne en absoluto.

–No me digas lo que tengo que hacer –replicó Pedro–. Estamos hablando de mi hermana.

–¿Y qué? Sigue sin ser asunto tuyo que vaya a tener un hijo. Además, es una mujer muy fuerte y sabe cuidar de sí misma.

–No me gusta que hables con ella. ¿Y por qué ha dicho que ibas a comprar esta casa?

–Eso tampoco es asunto tuyo.

–¿Cómo que no? Es mi hermana y éste es mi pueblo…

–Qué pesado –suspiró Paula, poniendo los ojos en blanco–. Pareces John Wayne.

–¿Vas a comprar la casa o no?

–Es posible –contestó ella–. Me lo estoy pensando.

–Pues será mejor que te lo pienses bien, jovencita. Porque si la oferta no es seria, haré que te detengan por fraude.

–Eso te encantaría, ¿Verdad? Pues lo siento, pero no va a ser tan fácil librarse de mí.

–Lo que me gustaría saber es lo que le has dicho a mi hermana –dijo Pedro entonces–. ¿Me lo vas a contar o no?

–No –respondió Paula–. Y por si acaso compro esta casa, me gustaría que te fueras cuanto antes. Luego se dio la vuelta y salió dando un portazo.

Aquella mujer lo ponía de los nervios. Por supuesto, Tamara Wright había tenido a su niña el día anterior y, por supuesto, la noticia había salido en el periódico local. En primera página. Y, además, decían que le había dado el dinero de la rifa a Tamara y hablaban de su decepción por no tener una caseta en la feria. No menos de cuatro personas lo habían parado por la calle para preguntar por qué Lady Pandora no podía tener una caseta. Y luego, para rematar el día, cuando iba a buscar a su hija… se encontraba con la propia Lady Pandora de los demonios dándole consejos a su hermana. Pero, dijera Paula lo que dijera, Luciana era una mujer frágil. Había esperado para tener hijos hasta tener una economía saneada, pero entonces Jimena murió y, como si hubiera visto de repente lo precioso que era el tiempo, su hermana decidió tener familia. Estaba loca de alegría cuando se quedó embarazada por primera vez. Y desolada cuando perdió al niño. Dos veces.