—¿Acostarte conmigo? ¿Ofrecerte a mí como una virgen al sacrificio, sólo porque he sido amable contigo? Paula, cuando vengas a mí que sea porque quieras hacer el amor conmigo, no porque te sientas obligada a ello —aseguró él.
—¿Y si eso nunca sucediera? ¿Cómo puedes estar tan seguro? Debe de haber docenas de mujeres dispuestas a meterse en tu cama —murmuró ella mientras luchaba contra una oleada de náuseas ante la idea de que hubiera otra mujer en sus brazos.
—Sólo te quiero a tí, Paula mou. No me sirve ninguna otra. Y sé que no eres del todo inmune a mí —añadió mientras la abrazaba más fuerte—. Sólo necesitas sentirte cómoda conmigo antes de que podamos mantener una relación íntima completa.
¡Cómoda! Ella se sentía cualquier cosa menos eso a su lado. Sentirse cómoda implicaba una familiaridad que estaba muy lejos de la tensión que la agarrotaba. La sensual calidez de la mirada de Pedro la inundó de calor, y tembló de anticipación cuando él se agachó para besarla. Durante toda la semana, él la había besado varias veces con ternura. Paula agradecía su sensibilidad, pero una parte de ella deseaba que él perdiera el control y la besara con la salvaje pasión que se reflejaba en su mirada. Esa pasión era una fuerza que él ya no podía ocultar y reclamaba los labios de ella con incuestionable avidez. Ella separó los labios y dejó entrar su acariciante lengua. Con Pedro, ella no se sentía sucia ni avergonzada. Por primera vez en su vida, ella tuvo la sensación de ser una persona sensual. Su cuerpo parecía haber sido creado únicamente para dar y recibir placer y se regodeó en la fuerza del empuje de la erección de Pedro contra su estómago. Cuando él la guió hasta el sofá, ella lo siguió sumisa. La volvió a besar lenta y seductoramente anulando sus sentidos hasta que ella no fue consciente más que de la sensación de sus manos, y tembló de excitación cuando él empezó a desabrocharle la blusa. El recuerdo de lo que sintió cuando él acarició sus desnudos pechos, hizo que sus pezones se endurecieran y se irguieran ante el placer que se avecinaba. Pedro desabrochó el último botón, pero para desilusión de Paula, no hizo nada por deslizar la suave seda de sus hombros. Ella se movió inquieta y él gruñó mientras presionaba sus caderas para impedírselo.
—No soy de piedra, pedhaki mou. Si no te estás quieta, acabaré haciendo algo que te escandalizará y me avergonzará.
Ella lo miró fijamente y se sonrojó ante las imágenes evocadas por sus palabras. No quería que él parara, quería que la volviera a besar, que la tocara allí donde más ansiaba ella ser tocada y se apretó contra él con ojos suplicantes.
—No creo que me escandalices —dijo ella—. Me siento a salvo contigo, Pedro, y quiero que me beses… que me toques —admitió con voz ronca.
Ella sintió los movimientos agónicos del pecho de él, como si le faltara el aire. La mano con la que solía acariciar su pelo empezó a moverse. Sus ojos se habían oscurecido hasta un tono caoba y estaban iluminados por la llama del deseo y ella le correspondió con temblorosa pasión.
—Eres preciosa, Paula mou. Nunca he deseado a una mujer tanto como te deseo a tí—murmuró—, pero no te meteré prisa, ni te haré daño, y te doy mi palabra de que pararé en cuanto me lo pidas.
Mientras la volvía a besar con fuerza, Paula pensó que a lo mejor no querría que él parara. Sintió un atisbo de esperanza y abrió la boca para aceptar su lengua. Confiaba en la palabra de Pedro, pero a lo mejor estaría tan envuelta en el placer que él la provocaba que los temores quedarían en un segundo plano. No llevaba sujetador y emitió un gruñido de aprobación cuando él le deslizó la blusa por los hombros y tomó sus pechos en las manos. La caricia de sus pulgares sobre los inflamados pezones la inundó de sensaciones y le hizo gemir suavemente. Pedro acarició con sus labios desde el cuello hasta el pecho y lamió un pezón hasta que estuvo completamente erguido para él. Paula se acomodó en su regazo y deslizó las manos por sus cabellos, gimiendo cuando él empezó a chupar el pezón. Cuando él pasó al otro pecho, ella ya temblaba de sorpresa por las sensaciones tan placenteras que él le proporcionaba, y por el deseo de que continuara. En su mente no cabía más que el febril deseo de que él apaciguara el dolor que crecía en su interior y, cuando deslizó una mano bajo su falda, ella dió un respingo ante el suave tacto de los dedos en el interior de sus muslos.
—¿Demasiado, Paula? —él se paró al confundir el respingo de ella con una súplica para que parara—. ¿Quieres que pare? —susurró mientras la miraba a los ojos.
Ella negó lentamente con la cabeza y observó la calidez de su mirada cuando se acercó a él para iniciar un beso que hizo que él se emocionara. Durante un momento, permitió que fuera ella quien llevara el mando, antes de profundizar el beso hasta su punto más erótico. La lengua de él era un instrumento de gozo sensual que dejaba patente el deseo que sentía por ella.
Pobre Pau!! Cuantos traumas tiene!!
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