Luego se acercó a ella, alto, moreno y escandalosamente atractivo en su maravilloso traje negro con la camisa a juego. Su pelo seguía húmedo y emanaba un ardiente magnetismo sexual. La cena fue exquisita. A pesar de que ella ya había cenado más de lo debido, él la tentó con el postre: tarta de queso con frambuesas y salsa de frutos del bosque. La conversación fue deliberadamente superficial. Hablaron sobre la última película de un director que ambos admiraban y descubrieron que tenían el mismo gusto para los autores modernos. Hacía mucho que ella no se sentía tan a gusto durante una cita, pensó Paula mientras se terminaba el vino y rechazaba otra copa más. Casi nunca bebía alcohol, y la copa de Chablis la había dejado adormilada. No era una sensación desagradable, pero tenía miedo de perder el control, sobre todo con Pedro tan cerca. No era que desconfiara de él, desconfiaba de sí misma.
—¿Seguro que no puedo tentarte con otra porción de tarta de queso?
—¡Desde luego que no! —él podría tentarla con cosas con las que ni siquiera habría soñado en otros hombres, pero vivía de su buena figura y tenía una voluntad de hierro—. Tendría que correr otros veintiún kilómetros mañana.
Él sirvió el café mientras ella contemplaba las vistas de Marble Arch y Hyde Park. El parque estaba envuelto en sombras, pero las calles circundantes bullían de coches con sus faros brillantes en la oscuridad. Estaba en su casa y Paula suspiró de placer.
—¿Te gusta vivir en Londres?
Ella se giró para ver a Pedro de pie junto a ella, y sus sentidos se dispararon cuando él le colocó una mano en la espalda. Para su sorpresa, descubrió que deseaba que él le rodeara la cintura con el brazo y que la atrajera hacia sí.
—Me encanta —respondió—. Incluso en los malos tiempos, mientras luchaba por sobrevivir, nunca se me ocurrió marcharme. Es una ciudad maravillosa y estoy orgullosa de que sea mi hogar.
—¿Dónde pasaste tu infancia? —preguntó él.
—Cuando mis padres estaban juntos, vivíamos en una casa en Notting Hill — explicó ella—. Fueron tiempos muy felices. Pensaba que mi padre era la persona más lista y divertida del mundo, y muy atractivo. Desgraciadamente, yo no era la única mujer en pensarlo —añadió amargamente—. Tras el divorcio, mi madre no podía hacer frente a la hipoteca y vendió la casa. Nos mudamos a un piso y Miguel se mudó unas calles más abajo con su nueva esposa y sus hijos.
—Al menos verías a tu padre a menudo.
—El acuerdo de divorcio estipulaba que una vez al mes, pero Susana, la segunda esposa de mi padre, no me quería en su casa —dijo ella—. Decía que alteraba a sus dos hijas, pero en realidad la que se alteraba era ella. No soportaba que yo ocupara un lugar en la vida de mi padre. La relación padrastros-hijastros es un campo minado de resentimientos y celos. Si de algo estoy segura es de que nunca me liaré con un hombre que tenga una carga.
—¿Una carga?
—Hijos —aclaró cuando Pedro frunció el ceño—. Mi madrastra hizo todo lo posible para destruir mi relación con mi padre, aunque al final fue él quien decidió cortar todos los lazos. No quiero encontrarme en una situación en la que alguien que me importe tenga que elegir entre mí y cualquier hijo que tenga de otra relación anterior.
—Hay muchas parejas en esa situación y que funcionan —protestó Pedro—. Porque tu experiencia no fuera buena, no quiere decir que no pueda funcionar si todos ponen algo de su parte.
—Puede —admitió Paula—. Pero también puede ser un caldo de cultivo para la desdicha y el dolor. Lo siento, pero, como ya habrás notado, tengo las ideas muy claras al respecto —murmuró mientras Pedro la observaba, tenso y con el rostro endurecido.
—Es evidente que tu infancia te ha dejado muchas cicatrices, algo lógico al perder a tu padre y tu casa a una edad tan delicada —dijo él—. ¿Y con tu madre qué? ¿Fuiste feliz viviendo con ella?
—Estábamos arruinadas —dijo Paula con una risa amarga—. Antes de su boda, mi madre era un músico de talento con una prometedora carrera, pero renunció a todo para apoyar a mi padre en varios desafortunados negocios —añadió—. Cuando nos abandonó, ella no pudo soportarlo. Tuvo una especie de colapso nervioso y entonces fue cuando me enviaron al internado. Afortunadamente, mi abuela había dispuesto un fondo para mis estudios. Me encantaron los años en Braebourne Ladies College. Allí me sentía a salvo.
Pedro frunció el ceño ante esa última frase. ¿En algún momento de su infancia no se había sentido segura? ¿De qué había tenido miedo? ¿Sería de su padre? Por su modo de hablar de él, parecía que adoraba a Miguel Chaves y que su abandono la había destrozado.
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