jueves, 14 de noviembre de 2019

Desafío: Capítulo 31

Pero Paula era diferente. A él le… importaba, admitió mientras respondía a su sonrisa. No sabía cómo ni por qué había sucedido, sólo sabía que la quería en su vida. Era evidente que el sexo era un problema para ella, pero en lugar de disminuir su deseo, no hacía más que aumentarlo. El quería ayudarla a superar sus miedos. Quería guiarla y presenciar la primera vez que sintiera placer sexual. Ella le provocaba sentimientos primitivos y profundamente posesivos, y él estaba preparado para esperar lo que hiciera falta hasta que ella estuviese lista para entregársele por completo. Se sentó a la mesa junto a ella y se sirvió el desayuno, aunque ya no tenía hambre. ¿Cómo iba a pedirle que confiara en él si le ocultaba una parte fundamental de su vida? Tenía que hablarle sobre Catalina, lo antes posible.

—… Pedro.

De repente se dió cuenta de que Paula le hablaba.

—Está bien que hayas cambiado de idea sobre hoy —murmuró, incapaz de disimular su desconcierto—. Seguro que tienes mejores cosas que hacer que pasar el día conmigo.

—No —contestó él con franqueza—. Nada me gustaría más que estar contigo. ¿Cuánto tiempo te quedas en Nueva York?

—¿No has consultado mi agenda? —arqueó las cejas al más puro estilo Paula Chaves: fría y distante, antes de esbozar una pícara sonrisa, reflejo de la verdadera Paula—. Tengo una sesión de fotos la semana que viene, pero no tiene mucho sentido volver a casa. Además, me apetece tomarme unos días libres aquí. ¿Y tú? Supongo que tendrás que volver pronto a Grecia.

—Soy mi propio jefe y puedo hacer lo que quiera —dijo con suma arrogancia—. Y quiero quedarme hasta la semana que viene —sus ojos adquirieron un brillo de sensualidad—. O sea que aquí estamos, dos personas solas en Manhattan. Sugiero pasar juntos los próximos días, por seguridad —añadió con una sonrisa.

—¿Quieres decir que contigo estoy segura?

—Tienes mi palabra, pedhaki mou —su voz reflejaba seriedad—. Confía en mí, Paula mou.

Paula siempre había pensado que Nueva York era una ciudad increíble, pero junto a Pedro se volvió mágica. Tal y como él había sugerido, tomaron el barco y disfrutaron del viaje a Manhattan mientras contemplaban los rascacielos que dominaban el horizonte. Era un compañero atento y sensible. En el barco se colocó tras ella y le rodeó la cintura con los brazos para que se apoyara contra su fuerte pecho.  Después de comer, subieron al ferry de Battery Park que les llevó a la estatua de la libertad. Mientras paseaban por la base del monumento, él le agarró la mano con una familiaridad que derribó, una a una, todas sus barreras.

Paula no entendía qué quería de ella, por qué estaba ahí, pero de repente ya no le importaba. Cuando se pararon y él la abrazó, ella lo miró en silencio, deseosa de que sus labios se fundieran. Él le provocaba sentimientos que jamás había experimentado con otros hombres. Normalmente se hubiera asustado por ello, pero ya estaba harta de asustarse. Pedro le había dado su palabra de que no le metería prisa para mantener una relación sexual hasta que estuviese preparada, y ella sabía que él nunca intentaría obligarla. Ella siempre había pensado que jamás podría confiar en un hombre, pero a lo mejor, sólo a lo mejor, él era diferente.

A medida que pasaba la semana, ella supo que Pedro era distinto a cualquier otro hombre. Para el público era un hombre de negocios despiadado, poderoso y triunfador, pero tenía otro lado que ella estaba segura sólo conocían unos pocos aparte de su familia directa. Sólo un hombre en quien se pudiera confiar aunaría fuerza con ternura y una consideración que la emocionaba. Tenía la capacidad de hacerle sentir como una princesa. Ella adoraba el modo en que la trataba, como si fuera alguien muy valioso para él, aunque ella sabía de corazón que no podía ser así. Podía tener a cualquier mujer que deseara. ¿Por qué perdía el tiempo con una novata sexualmente inexperta incapaz de satisfacerle?

—Estás muy callada, pedhaki mou. ¿Estás cansada?

—Un poco, pero ha sido un día maravilloso. Todavía me da vueltas la cabeza por todo lo que hemos visto —habían pasado varias horas en el Mueso de Arte Metropolitano. Aquella noche habían cenado en uno de los mejores restaurantes de Nueva York, y después, Pedro la había sorprendido con un paseo romántico en un coche de caballos por Central Park.

Tras volver al hotel él aceptó la invitación de tomar una copa en la suite de Paula. El broche lógico a ese día sería que él la llevara en brazos hasta el dormitorio donde pasarían la noche haciendo el amor. Si ella fuese una mujer normal, se abrazaría a su cuello y le invitaría a que la llevara a la cama. Pero ella no era normal, pensó tristemente Paula. Ella era frígida, incapaz de experimentar o de procurar placer sexual, ni siquiera con el hombre que le había robado el corazón.

—¿Qué ocurre, Paula? ¿Quieres que me vaya?

Ella estaba de pie junto a la ventana y contemplaba las luces de neón de Times Square. Pedro se acercó y le rodeó la cintura con los brazos.

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