El instinto le decía que la resistencia de ella sería mínima. Incluso en ese momento, la ira que reflejaban sus azules ojos estaba mezclada con un deseo que ella no podía ocultar. No sería difícil eliminar la distancia entre ellos y atrapar su boca para comenzar un sensual recorrido hasta que ella se le hubiera rendido y respondiera con el mismo deseo que sentía él. Pero la sombra en la mirada de ella y el ligero temblor del labio inferior le hicieron cambiar de idea. No tenía ninguna duda de que Anna respondería a sus avances físicamente. En sus treinta y ocho años había tenido muchos encuentros sexuales, algunos casuales y otros que habían significado algo más. Su matrimonio había sido apasionado, pero Mariana falleció y en los años que siguieron a su muerte no vió ninguna razón para no concederse los placeres de las mujeres. Era consciente de poseer tanto la habilidad como la sensibilidad para asegurar el placer sexual de Paula, pero sabía que, mentalmente, ella se cerraría aún más tras el muro que había levantado. Una vocecita interior le animaba a tomar lo que deseaba y al infierno con las consecuencias, pero al ver la vulnerabilidad reflejada en su mirada se dió cuenta, no sin sorpresa, de que no soportaría hacerle daño.
—Parece que no hemos empezado con buen pie —dijo él—. Creo que los dos tenemos ideas preconcebidas sobre el otro. ¿No podríamos hacer borrón y cuenta nueva?
—¿Por qué? —preguntó Paula con desconfianza.
—Porque me intrigas más que cualquier mujer que haya conocido —respondió mientras la miraba a los ojos con una candidez que pretendía reflejar sinceridad—. Y porque eres tan maravillosa, Paula mou, que, aunque no esté contigo, llenas todos mis pensamientos.
Paula no sabía cómo responder a eso mientras el corazón le martilleaba salvajemente en el pecho. Él estaba versado en el arte de la seducción, pero sus palabras parecían sinceras. ¿Debería arriesgarse a confiar en él? ¿No era otro de tantos hombres, fascinado por su aspecto, pero sin el menor interés en la verdadera Paula?
—Alguien me dijo una vez que los hombres sólo me querrían para una cosa — confesó con una sinceridad que sorprendió a ambos.
Ella no sabía por qué le había hecho esa confidencia al recordar las burlas de su padrastro. «Eres un objeto sexual, Paula, la encarnación de las fantasías de cualquier hombre. Olvídate de que te respeten, lo único que le interesará de tí a todo hombre que te mire será tu cuerpo».
—¿De verdad crees eso? —preguntó Pedro. Ese alguien se había propuesto destrozar su autoestima, y había hecho un buen trabajo—. Tu físico es tan sólo una parte de tí, junto con tu inteligencia, ingenio y una evidente compasión hacia los demás —le sujetó el rostro con la mano y la miró a los ojos—. ¿Quién es ese tipo? ¿Quién te hizo tanto daño?
—No importa —dijo Paula mientras intentaba evitar su mirada—. Pertenece al pasado.
—Pero sigue ejerciendo su poder sobre tí. ¿Fue un amante despechado porque terminaste con la relación y que intentó destruir tu confianza? —Pedro advirtió el escalofrío que la recorrió y el reflejo de pánico en su mirada—. ¿Te hizo daño… físicamente?
La idea bastaba para que él deseara cometer un asesinato. Le sorprendía la violencia de su propia ira, pero le asqueaba la idea de que alguien le pusiera la mano encima a ella.
—Déjalo, Pedro, no tiene importancia —Paula se separó de él al tiempo que se ponía en pie y arrojaba el contenido de la bandeja al suelo—. Maldita sea, mira lo que me has hecho hacer —gritó mientras intentaba recoger el café con una servilleta—. Creo que es hora de que te vayas.
Pedro optó por no decir nada más mientras se colgaba la chaqueta de un hombro y la seguía por el pasillo hasta la puerta. Sentía la enorme tensión que la agarrotaba y veía los ojos tan abiertos por el pánico que volvió a sobrecogerle la necesidad de protegerla. Lejos de ser la princesa de hielo descrita por la prensa, parecía al borde del colapso nervioso, tan frágil emocionalmente que no pudo evitar retirarle un mechón de cabello de la sien.
—No quiero hacerte daño, Paula, lo juro —aseguró en voz baja.
Las lágrimas de ella le provocaron un nudo en el estómago. Mientras soltaba un juramento, las enjugó con el pulgar y la besó suavemente en la boca. Ella se puso rígida, pero no se retiró y él profundizó un poco más en el beso, mientras su lengua exploraba tiernamente los contornos de los labios de ella. Paula seguía sin rechazarlo, pero tampoco respondía. Lo único en lo que él pensaba era en aliviar la tensión que la agarrotaba. Había pasado una velada espantosa. Era normal que estuviese a punto de desmoronarse. Con mucha delicadeza, le acarició los labios con la lengua y sintió el escalofrío que la recorrió. Él no esperaba que ella respondiera, pero para su satisfacción, ella abrió tímidamente la boca para dejarle entrar. A pesar del triunfalismo que lo embargaba, él fue cauto. Le tentaba la idea de rodearla con sus brazos, pero se obligó a mantener como único contacto entre ellos el de sus bocas y las caricias con la lengua, mientras profundizaban en un beso que no quería terminar. Cuando al fin levantó la cabeza, Paula lo miraba completamente sorprendida e incapaz de articular palabra. Temblaba, pero no de miedo o repulsión, sino por una desesperante necesidad de que él la apretara contra su pecho. Ella quería sentirlo, quería deleitarse con el roce de sus muslos contra los de ella. Quería tocarlo y que él la tocara, pero él se había apartado, dando por terminado un beso que había hecho añicos su convicción de ser incapaz de sentir deseo sexual.
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