martes, 12 de noviembre de 2019

Desafío: Capítulo 25

Londres era su ciudad preferida, pero Nueva York la seguía de cerca, pensó Paula mientras miraba por la ventana del hotel y se zambullía en el estruendo de Times Square. Ella era una chica de ciudad y adoraba el frenético ritmo de un lugar que nunca dormía. Desde su llegada, una semana antes, había estado ocupada con sesiones de fotos y actos publicitarios para conmemorar el veinticinco aniversario de la marca de cosméticos que ella representaba y el colofón había sido la fiesta de la noche anterior. Había vuelto al hotel de madrugada, dormido hasta tarde y disfrutado de una tarde de compras en la Quinta Avenida.  No le hacía falta otro par de zapatos, pero las compras la distraían de cierto carismático griego que invadía sus pensamientos con inquietante regularidad. Ella intentaba en vano borrar de su mente el atractivo rostro de Pedro. Habían pasado dos semanas desde la desastrosa velada en su hotel de Londres. Dos semanas, tres días y dieciocho horas. No había vuelto a saber de él en ese tiempo, ni esperaba hacerlo. Desde su estallido de histeria cuando él intentó hacerle el amor, y tras su vergonzosa huida, sin duda se le habría acabado la paciencia con ella. Intentaba convencerse a sí misma de que no le importaba. Por mucho que fuera un maravilloso semidiós griego. Pero no pensó que fuera a echarle tanto de menos. Estaba decidida a no llorar por él, pero su rostro estaba empapado antes de entrar en la ducha. Dos horas después, mientras se disponía a saltar a la pasarela, su imagen de gélida elegancia no reflejaba la tormenta desatada en su interior. Se trataba de un pase de moda benéfico, patrocinado por algunos de los principales diseñadores de moda del mundo y con la asistencia de la alta sociedad de Nueva York.

—No queda ni un asiento libre ahí fuera —susurró una de las modelos más jóvenes—. ¿No estás nerviosa? Yo estoy enferma.

—No olvides mirar al frente, no al público —le aconsejó Paula con una sonrisa. Ivana no tendría más de dieciséis años, era su primer pase y estaba desbordada por el evento—. Nos toca. Vamos.

Sin señales visibles de nerviosismo, Paula cuadró los hombros y salió a la pasarela. Como de costumbre, los focos la cegaron momentáneamente, pero después de ocho años como modelo, sabía cómo deslumbrar con el increíble traje de noche que llevaba puesto. Cuatro pasos más, una pausa, un giro… era algo familiar para ella, pero más tarde se preguntaría por qué no siguió su propio consejo y, en cambio, miró al público. La formidable envergadura de sus hombros y el orgulloso perfil eran inconfundibles y, durante un segundo en que le dio un vuelco el estómago, perdió el paso y tropezó. Sólo consiguió recobrar la compostura al pensar en la humillación de caer en el regazo de Pedro. Mientras respiraba hondo, desvió la mirada de su rostro y se giró para volver atrás. ¿Qué hacía allí? Tenía que ser una coincidencia. Era imposible que la hubiese buscado después de su violento rechazo la última vez que estuvieron juntos. A partir de ese momento, la noche se convirtió en una prueba para sus nervios y únicamente su profesionalidad, junto con una férrea determinación, permitió que terminara su trabajo. Evitó volver a mirar a Pedro, aunque cada vez que llegaba al final de la pasarela se le aceleraba el corazón. Pero, al final del pase, cuando salió con el resto de las modelos, no pudo evitar mirarlo y el dolor se intensificó. Era un playboy y un donjuán, igual que su padre, y ella no entendía por qué se empeñaba en soñar con que era su alma gemela.

—Me vendría bien una copa —dijo una de las modelos al terminar el evento—. ¿Te quedarás a la fiesta, Paula?

«No si puedo evitarlo», pensó Paula amargamente. Pero su presencia era esperada y, una vez más, su profesionalidad le permitió esbozar una sonrisa y unirse al resto de los invitados. En cuanto entró en el salón, vió a Pedro. Había muchos hombres, y todos muy altos, pero él destacaba sobre todos los demás. La riqueza y el poder eran grandes afrodisíacos y, mezclados con su mortífero magnetismo sexual, hacía que todas las mujeres presentes estuvieran pendientes de él. La mujer que se hallaba a su lado parecía empeñada en demostrar que él era de su propiedad. Tenía una mano apoyada en su brazo y la cabeza ladeada, casi recostada en su hombro. Rezó para no tener que mostrarse jamás tan desesperada, al tiempo que luchaba contra los celos que la invadían. Brenda Mendoza era conocida entre las modelos por ser una devora hombres. Tenía la piel dorada y una mata de sedosos rizos negros. Era preciosa, una exótica seductora que, obviamente, no había tardado en posar sus garras sobre Pedro.  Paula se dijo que no le importaba con quién saliera él. Pero la visión de Brenda que le rozaba descaradamente con todo su cuerpo hizo que se sintiera enferma. En ese momento, Pedro levantó la vista. Al posarse en ella su mirada, Paula enrojeció por haber sido descubierta mirándolo fijamente. Él la miró a los ojos durante unos segundos, asintió con la cabeza a modo de saludo y volvió a centrar su atención en su acompañante. No había modo más claro de dejar patente su falta de interés por ella y, para su horror, sintió las lágrimas que afloraban. No iba a desmoronarse en público. Quería volver al hotel, pero su trabajo la obligaba a charlar con los invitados. Las dos horas que siguieron parecieron eternas, pero al menos consiguió evitar a Pedro, y sintió un gran alivio cuando al fin se encontró camino de la salida del hotel. Casi había llegado a la puerta cuando una voz la detuvo.

—¿Te escabulles, Paula? Pareces tener la costumbre de escaparte de los hoteles.

—¡Yo no me escabullo!

Ella se giró, temblando de ira y excitación, mientras Pedro se acercaba. Estaba guapísimo con su traje color grafito y su camisa gris. Paula parecía tener los pies clavados al suelo mientras él se acercaba tanto que se veían las chispas que saltaban entre ellos.

—Ya he terminado mi trabajo aquí. No hay motivo para que me quede —dijo mientras lo miraba fijamente—. ¿Qué haces aquí, Pedro? ¿Te interesa la moda?

—En absoluto —contestó—. Pero ya sabes por qué estoy aquí, Paula mou —el brillo de su mirada la advirtió de que tras su fachada de urbanita, su fuerte carácter era como la lava de un volcán listo para la erupción—. ¿Por qué huiste de mí en Londres?

—¡No me digas que has cruzado el Atlántico para preguntármelo! ¿Por qué ahora, después de dos semanas sin dar señales de vida?

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