Las manos de él recorrieron su espalda hasta que alcanzaron sus pechos. Durante una fracción de segundo, ella estuvo tentada de girarse para que pudiera agarrarlos con sus grandes manos. Quizás él acariciaría sus pezones o incluso cubriría uno de ellos con su boca. El calor se acumulaba entre sus muslos y ella ardía de deseo. ¿Tendría él la menor idea de lo que le estaba haciendo? Ella abrió los ojos y percibió, con cierta satisfacción, el reflejo del hambre salvaje en los suyos. No era ella la única en sentir ese desesperado deseo. La química sexual que ardía entre ellos desde su llegada a Poros había alcanzado el punto de combustión, pero la playa era pública y Catalina estaba cerca.
—Esto es el infierno, ¿Verdad? —murmuró Pedro mientras le abrochaba de nuevo el bikini con manos ligeramente temblorosas—. Menos mal que el agua está helada. Supongo que habrás notado que paso mucho tiempo en remojo intentando exorcizar mis deseos más primarios.
Paula se sentó y lo miró a los ojos. La paciencia y sensibilidad que había demostrado con ella desde que le había hablado de su padrastro era conmovedora. El nunca le haría daño, por lo menos no físicamente. Emocionalmente era otra cosa. Él no la amaba, ni lo haría jamás, pero le importaba, de eso estaba segura. Ella significaba más para él que cualquiera de sus anteriores amantes, y lo demostraba el hecho de que le hubiera presentado a Catalina y al resto de su familia. Había jurado que no la metería prisa y allí, en Poros, donde pasaban cada minuto del día anhelándose, él no dejaba de esperar una señal por parte de ella para iniciar una relación física. El amor la había atrapado. Ella no quería amarlo, se había pasado la vida pendiente de no repetir los mismos errores de su madre y de no exponerse a la angustia del rechazo. Pero el amor, según había descubierto, tenía su propia voluntad. Si le abandonaba, dejaría con él su corazón. Hacía años que se había marchado de casa y había planificado con detalle su vida, hasta que Pedro irrumpió en ella, pero ya no le daba miedo admitir que le necesitaba. Él sería su primer y único amante. Ningún otro hombre se le acercaba. Había llegado el momento de arriesgarse, de vivir el presente, y dejar de mirar hacia el futuro más o menos lejano, al día en que, casi inevitablemente, se separarían.
—Se me ocurren varias otras maneras de exorcizar esos demonios, Pedro — dijo ella impulsivamente con una pícara sonrisa—, y ninguna de ellas te obliga a nadar en el mar helado.
—¿Te importaría darme más detalles, pedhaki mou? —dijo él tras recuperar el aliento.
La boca de él estaba a escasos milímetros de la suya, y Paula emitió un leve gemido mientras salvaba la distancia y atrapaba sus labios en un beso que a él le llegó al alma. Por primera vez, no se reprimió. No quería que hubiera dudas o malentendidos y respondió a la lengua de él con los labios entreabiertos para dejarla entrar. La pasión estalló entre los dos con la violencia de una llama junto a la yesca. Ella escuchó a Pedro murmurar algo en griego antes de abrazarla contra su pecho. Con una mano, él acariciaba sus cabellos mientras que con la otra subía y bajaba por su espalda con las caderas pegadas a las suyas, haciendo dolorosamente evidente la fuerza de su erección. Cuando ella pensaba que no aguantaría más y que iba a suplicarle que la hiciera suya, él aflojó la presión de su boca hasta que el beso no fue más que una suave caricia sobre sus labios.
—¿Estás segura, Paula? —preguntó con voz ronca, reflejo del esfuerzo por controlarse—. No tenemos prisa. Puedo esperar…
—Pero yo no puedo —le interrumpió ella con un dedo apoyado en sus labios—. Te deseo, Pedro. Cuando me animaste a contarte lo sucedido con mi padrastro, y luego me aseguraste que nunca más me haría daño, ni a mí ni a ninguna otra chica, me liberaste. Ya no me siento sucia o avergonzada. Me siento bella porque tú haces que me sienta bella. Quiero agradecértelo —susurró ella mientras le rodeaba el cuello con los brazos.
Pero Pedro la agarró por las muñecas.
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