—¿Dónde vamos? —preguntó contrariada cuando él la invitó a entrar en el ascensor—. Yo pensaba que el comedor estaría en la planta baja.
—Y lo está, pero no cenaremos allí —contestó él con una sonrisa.
Paula lo observaba con desconfianza. Ya había dejado claro lo que pensaba cuando él le propuso cenar en su hotel y no en un restaurante. ¿Qué pretendía?
—Necesito darme una ducha y cambiarme, y luego había pensado cenar tranquilamente en mi suite —explicó alegremente mientras la guiaba hasta su enorme y lujosa habitación.
Paula se fijó en el elegante mobiliario y la mesa puesta para dos. En un extremo de la habitación había una puerta que, supuso, conducía al dormitorio de Pedro. La idea la hizo pararse en seco.
—¿Algún problema? —Pedro la miró y su sonrisa se esfumó al ver su expresión.
—Muchos, sobre todo que me has engañado.
—¿A qué te refieres? —preguntó él—. Aceptaste libremente cenar conmigo.
—Supuse que pasaríamos la velada en algún concurrido restaurante, no en tu habitación.
—Se trata de la suite del ático, no del armario escobero. ¿Qué problema hay, Paula? —preguntó mientras entornaba los ojos—. ¿Piensas que te he traído aquí para seducirte?
—¿No es así?
Él se quedó en silencio tanto tiempo que ella levantó la vista para mirarlo. Ya era demasiado tarde cuando se dió cuenta, por la rigidez de su mandíbula, de que estaba furioso, y Paula fue consciente de que le había insultado imperdonablemente.
—Damon, yo… —ella extendió las manos en un gesto desesperado de disculpa.
—¿Por qué no vuelves abajo y me esperas en el vestíbulo? —sugirió en un tono tan cortante que dejaba claro que no le importaba nada si ella se marchaba en el primer autobús a su casa—. Me reuniré contigo en veinte minutos y tomaremos una copa mientras decides si estás dispuesta a sentarte junto a mí en un restaurante público —luego se dirigió al dormitorio, pero a medio camino se paró—. ¿De qué tienes tanto miedo, Paula?
No había una respuesta sencilla a esa pregunta y ella negó con la cabeza. ¿Cómo explicarle el daño producido por su padrastro y las vacaciones escolares dedicadas a huir de un hombre que se divertía torturándola con repulsivas sugerencias de lo que le gustaría hacer con ella? Ella se había marchado de casa antes de que Gerardo pudiera poner en práctica los abusos con los que la amenazaba. Pero, como buena adolescente impresionable, su imaginación había resultado ser su peor enemigo y durante años había sufrido pesadillas.
—¿Tienes miedo de mí? —su voz era tan ronca que ella pensó que le había herido.
Pedro no tenía nada que ver con su padrastro, reconoció. Tenía fama de playboy, pero ella intuía que jamás le haría daño físicamente.
—No —respondió en voz baja.
Él no dijo nada más, pero pareció relajarse. Entró en su dormitorio y cerró la puerta. Paula pasó los siguientes minutos en un mar de dudas. ¿Debería esperarle abajo? ¿Debería quedarse allí hasta que saliera del dormitorio y pedirle perdón? Ella había sido muy grosera. Acababa de donar una cifra astronómica para los niños y ella le había tratado como a Jack el destripador. Una llamada a la puerta decidió por ella.
—Vengo a retirar la mesa. El señor Alfonso telefoneó —explicó el botones.
—Espere. En realidad ha habido otro cambio de planes y al final nos gustaría cenar aquí —dijo Paula—. ¿Sería posible?
—Todo es posible para el señor Alfonso —contestó—. ¿El pedido sigue siendo el mismo?
—Sí, gracias —ella no sabía cuáles eran los platos elegidos por Pedro y, para ser sincera, no le importaba. Tan sólo rezaba por haber hecho lo correcto y que no le provocara otro enfado a él.
Los diez minutos que siguieron los dedicó a pasear por la habitación con los nervios a flor de piel. Un camarero apareció y ella le contempló colocar los cubiertos y descorchar el vino. El crujido de la puerta hizo que se girara en redondo, con una mezcla de miedo y coraje, al ver aparecer a Pedro.
—¿Desea que sirva el vino? —la mirada del camarero estaba fija en Pedro y ella contuvo la respiración.
—Al final pensé que sería agradable cenar aquí —dijo ella mientras se sonrojaba.
—Está bien —murmuró él mientras asentía al camarero para que llenara las copas.
—¿Por qué has cambiado de idea?
Ella negó con la cabeza, incapaz de describirle la batalla que se libraba en su interior.
—Pensaba que era un privilegio femenino —susurró ella al fin.
Él la estudió con una expresión indescifrable hasta que al fin asintió y sonrió.
—Por supuesto que lo es, pedhaki mou. No sé tú, pero yo me muero de hambre. Comamos.
Enseguida quedó patente que Pedro no era un hombre rencoroso. Tenía derecho a estar molesto con ella, reconoció Paula, pero en cuanto se sentaron a la mesa, pareció decidido a hacer que ella se sintiera cómoda.
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