—No tienes que agradecérmelo, y desde luego no así —dijo él contrariado—. Cuando hagamos el amor, quiero que sea porque te mueras de hambre por tenerme, no porque sientas que me debes el placer de tu cuerpo para saldar una deuda.
La profundidad de su mirada hizo que ella sintiera el corazón oprimido de amor. Aunque su cuerpo temblaba de deseo, él seguía dispuesto a protegerla. Ella tuvo que morderse el labio inferior para evitar confesarle lo mucho que significaba para ella y acarició con una mano su pecho y el estómago, hasta que llegó a la cinturilla del bañador.
—Tengo hambre ahora, Pedro —susurró provocativamente mientras escuchaba un gemido que emanaba de la garganta de él. Su rostro era una máscara en la que el deseo se reflejaba en cada ángulo.
—Tienes un horrible sentido de la oportunidad, Paula mou —bromeó él.
La brisa les llevó la voz de Catalina y Paula observó cómo el deseo de su mirada era sustituido por una franca diversión.
—¿Cuándo comemos, papá? Me muero de hambre —dijo Catalina mientras se dejaba caer en la arena, ignorante de la tensión en el aire.
—Yo también me muero —murmuró Pedro en voz tan baja que únicamente Paula lo escuchó.
De repente, el sol parecía más brillante y el mar más azul. Ella percibía claramente el olor a sal en el aire, el grito de una gaviota y el calor en la mirada de Pedro.
—Tenemos mucho tiempo —susurró ella con el corazón a punto de estallar.
—Todo el tiempo del mundo —prometió él con una sonrisa que la llenó de alegría y encendió una pequeña llama de esperanza de que él sintiera algo por ella.
Después de comer disfrutaron de un paseo en barco alrededor de la isla antes de amarrar en una diminuta y desierta cala donde Catalina podría nadar hasta la saciedad. Volvieron a la granja con la puesta de sol y Paula se duchó y se puso un vestido plisado de gasa con tirantes en tonos verdes. El color le sentaba bien a su dorado bronceado y ella contempló con satisfacción su reflejo en el espejo. El sol había dado un tono platino a su cabello y ella se lo recogió sobre la cabeza, dejando unos mechones alrededor de su cara. El único maquillaje que necesitó fue una capa de rímel en las pestañas y un toque de brillo en los labios. Mientras se echaba un poco de perfume, llamaron a la puerta.
—Estás… preciosa —Pedro se quedó en la puerta incapaz de disimular su reacción mientras se sonrojaba ligeramente, reflejo de la vulnerabilidad que residía bajo la capa de confianza.
—Gracias… tú tampoco estás mal. Dan ganas de comerte —añadió con un brillo malicioso en la mirada que hizo que Pedro deseara olvidarse de la cena.
—Piénsatelo bien —suplicó él—. He pensado que esta noche podríamos salir los dos solos. Los de la casa de enfrente son viejos amigos y estarán encantados de quedarse con Catalina un par de horas.
—¿Le has preguntado a Catalina? —preguntó Paula—. Sé que ella siempre será la persona más importante de tu vida, Pedro. Y así debe ser. No quiero que ella se sienta desplazada por mí. Sé lo que es eso —añadió con voz ronca—. Creo que estaría bien que cenásemos todos juntos.
—Me dejas sin aliento, ¿Lo sabías? —contestó él con admiración—. Tuviste un infierno de infancia, pero en lugar de mostrarte amargada y resentida, inviertes gran parte de tu tiempo y tus energías en recaudar dinero para obras de caridad infantiles. Tu paciencia con mi hija es increíble, y te doy las gracias, pedhaki mou—besó suavemente sus labios y se dirigió hacia la puerta—. Será mejor que le diga a Catalina que se cambie. Está ansiosa por estrenar su vestido nuevo.
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