Ella le abrió los brazos y él se acercó a la cama. Le quitó el vestido y luego deslizó los dedos bajo la braguita. Ella lo observaba mientras él la desnudaba por completo.
—Eres tan preciosa, Paula mou —murmuró mientras se unía a ella en la cama y atrapaba su boca en un beso que era toda una fiesta de sensualidad.
Paula se movía nerviosa mientras él dejaba un rastro húmedo con la lengua por sus pechos y hasta su estómago, antes de detenerse en el ombligo e introducir la lengua en él. Las sensaciones eran nuevas y estremecedoras y ella sintió el calor húmedo entre sus muslos. Cuando su cabeza inició un nuevo descenso ella contuvo la respiración. No iría a… Efectivamente, lo hizo. Con dulzura le separó las piernas y utilizó su lengua para la caricia más íntima que ella hubiera experimentado jamás. Paula gritó y le tiró del pelo para que parara. Ella nunca pensó que algo pudiera ser tan bueno y placentero y, pasados unos segundos, se relajó, le soltó el pelo y le agarró por los hombros. Recordó los comentarios que había hecho él sobre chuparla. Ella nunca pensó que pudiera utilizar su lengua así. Su capacidad para pensar racionalmente desapareció bajo las oleadas de sensaciones que la obligaban a arquear las caderas. El dolor en su interior superaba cualquier otra cosa y eliminaba todos los temores que su padrastro le había inculcado. Ella quería a Pedro en su interior. Sólo él podía calmar su desesperación. Con un grito de frustración, ella intentó quitarle los calzoncillos. Quería sentirle empujar contra ella. Pero de repente, un agudo grito rompió la atmósfera sexual que los envolvía.
—¡Cata! —gruñó Pedro mientras lanzaba un juramento en su idioma y se sentaba. Nunca había dejado a su hija desatendida, pero en esos momentos no le hubiera importado ignorarla.
—¡Papá, papá, ven rápido!
—Tengo que ir —dijo él secamente mientras se levantaba de la cama—. Seguramente ha sufrido una pesadilla.
Catalina volvió a chillar y a Paula se le heló la sangre. No había olvidado la sensación de despertarse por la noche con el corazón desbocado y asediada por sus demonios. Saltó de la cama y, consciente de su desnudez, se puso la camisa de Pedro.
—Por supuesto que debes ir —dijo ella mientras escuchaba los lloros de Catalina—. Le llevaré algo de beber.
Cuando entró en el dormitorio encontró a Catalina acurrucada en la cama y a Pedro en el suelo.
—Una araña —dijo él a modo de respuesta ante su inquisitiva mirada.
—¿Ya la tienes, papá?
—Todavía no, kyria. Creo que se ha marchado. Seguramente la habrás dejado sorda —añadió mientras intentaba ocultar su impaciencia.
—No puedo dormir con esa cosa debajo de mi cama —aulló con lágrimas en los ojos.
—Iré a buscar la linterna y volveré a mirar —murmuró mientras salía del dormitorio y dejaba a Catalina con Paula.
—Era así de grande —le aseguró a Paula mientras separaba las manos—. Odio las arañas y quiero irme a casa.
—Seguro que se ha marchado, cariño —Paula instintivamente rodeó a la niña con sus brazos y la acunó suavemente—. Vamos a pensar en todas las cosas que haremos mañana—. Catalina empezó a adormecerse—. ¿Ya estás mejor? —preguntó mientras la arropaba con la sábana—. En realidad no quieres volver a casa, ¿Verdad? Te encanta Poros.
—A papá también le encanta —la niña asintió—, más que ningún otro lugar del mundo, por eso trajo aquí a mamá para su luna de miel. ¿Crees que a ella le gustó, Paula?
—Seguro que sí —contestó Paula mientras intentaba controlar las repentinas náuseas que la asaltaban.
A diferencia de la villa de Atenas, no había rastro de las pinturas o esculturas de Mariana en la granja. Ésa era una de las razones por las que Paula había conseguido relajarse tanto allí. Para ella fue un golpe descubrir que la granja en sí era un mausoleo dedicado a Mariana. Catalina se durmió y Paula salió de la habitación y tropezó con Pedro.
—Siento haber tardado tanto… no encontraba la maldita linterna.
—No hace falta, Cata se ha dormido… y yo voy a hacer lo mismo —dijo ella, sin apartar la vista del suelo. Le oyó suspirar y supo que iba a tocarla—. No lo hagas… por favor… no puedo… ahora no. Quiero irme a la cama, sola.
—Por supuesto —el tono de Pedro era educado, pero su expresión sombría—. Lo siento, Paula, pero los niños a veces te necesitan en los momentos más inoportunos.
—Y aprecio tu actitud —dijo ella tras pararse ante la puerta de su dormitorio.
—¿De verdad? ¿Seguro que no me estás castigando por anteponer a mi hija? — preguntó amargamente—. Porque te guste o no, así son las cosas. Pensé que eras diferente. Que lo entenderías.
—Y lo entiendo —dijo Paula, pero su voz quedó ahogada por el sonido del portazo que dió Pedro al entrar en su dormitorio.
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