Tras semanas de intentos desesperados por ocultar sus sentimientos, ya no podía negar la verdad. Amaba a Pedro y, aunque sabía que debería marcharse mientras su corazón estuviese aún intacto, la idea de separarse de él era insoportable. Además, había que pensar en Catalina. Desde el instante en que Pedro las había presentado, ella se había sentido unida a la niña. La inocencia de la sonrisa de Catalina había devuelto a su mente la pérdida de su propia infancia a manos de su padrastro. Haría cualquier cosa que estuviera en su mano para proteger a esa niña, pero la asustaba el hecho de que Catalina hubiera llegado a significar tanto para ella en tan poco tiempo.
—¿Quieres otra raja de melón, Paula? —la voz de Catalina interrumpió sus pensamientos.
—No, gracias, ya he desayunado bastante, y ya me habéis esperado bastante tiempo. ¿Crees que convenceremos a tu papá para que nos lleve en su barco? —Paula le guiñó un ojo de complicidad a la niña y acercó el plato vacío a Pedro—. ¿Satisfecho?
—Aún no, pedhaki mou, pero conservo las esperanzas —contestó con un brillo en los ojos que hizo que una oleada de calor inundara las venas de Paula.
Era un demonio, pensó ella mientras se ponía en pie y rezaba para que Catalina no hiciera ningún comentario sobre sus mejillas rojas. Ya no podría resistirse a él mucho más y quizás en Poros, lejos de esa casa convertida en el mausoleo de la esposa muerta, no tendría que hacerlo.
Tres días después, Paula estaba dispuesta a creer que había muerto y ascendido al cielo. La isla de Poros era un paraíso verde de aguas azules a no más de una hora en barco de Atenas. El lugar de descanso de Pedro era una granja colgada de una colina que dominaba toda la isla y el mar. Adoraba la sencillez de la casa, cómoda, pero sin pretensiones, con fríos suelos de piedra y paredes encaladas. A diferencia de la villa de Atenas, no había empleados y ella disfrutó con la intimidad de preparar las comidas junto a Pedro mientras Catalina ponía la mesa. Reconoció que jugar a la familia era mucho mejor de lo que se había imaginado, pero no era más que un juego. En pocos días volverían a Atenas porque Pedro no podía alejarse indefinidamente de sus negocios, y ella tampoco. Tenía compromisos firmados en Australia y el Lejano Oriente, compromisos que debía cumplir. Tras emitir un suspiro, cerró el libro y se puso bocabajo. Había pasado la mañana en la playa con Catalina mientras Pedro trabajaba un par de horas con su ordenador portátil. El calor del sol del mediodía empezaba a adormecerla y el sonido de las olas resultaba hipnotizador.
—Espero que lleves suficiente protección solar —la voz familiar sonó en sus oídos al tiempo que algo frío caía sobre su espalda. Con un grito de sorpresa, ella abrió los ojos y encontró a Pedro arrodillado junto a ella con un frasco de crema en la mano.
—Puedo hacerlo yo sola —murmuró ella sin aliento mientras sus sentidos cobraban vida ante el contacto de las manos de él sobre su piel.
—Pero no tienes por qué, pedhaki mou, cuando yo estoy encantado de hacerlo por tí —dijo Pedro—. No te muevas, que no quiero mancharte el bikini con la crema —dijo mientras soltaba hábilmente el cierre de la parte de arriba del bikini.
—¡Pedro!
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